El caño

Era una calurosa tarde de verano. Los niños desafiaban a los rayos solares jugando a la pelota en plena plaza; mientras, sus padres descansaban a la sombra en las terrazas de un bar. Había vuelto a encajar el balón. Desde luego, el fútbol no era lo suyo; él prefería enfrascarse en la lectura de libros que lo transportaban a lejanos y desconocidos lugares. Mientras un chico iba a su casa a buscar el balón extraviado, él se sentó en el círculo del rollo que presidía la plaza y esperó. Apoyó la cabeza en una mano, el brazo en la rodilla, y se puso a ojear su alrededor. Aunque le costaba alejarse de la ciudad y sus amigos, el pueblo tenía algo de encantador que lo atraía. Como esa fuente que tenía enfrente, cobijada por un pórtico de madera y tejas sujeto por dos gruesas columnas de piedra. Para llegar al surtidor había que bajar unos escalones y agacharse a beber el agua fresca. ¿De dónde vendría el agua? Desde luego, al que se le ocurrió cubrir el bebedero tuvo una gran idea. Hacía tanto calor… tanto que ni las moscas se movían, por más que él agitara la cabeza. Sí, en días tan agobiantes estaba bien tener esa fuente en la plaza. Curioso, como si no la hubiera visto antes, se levantó y se acercó. El agua salía constantemente de la pared de piedra e iba a caer a una pila donde se estancaba y tomaba color verduzco. ¿Qué tenía el manantial que tanto le picaba la curiosidad? Tenía cierto misterio, bajo la sombra del pórtico. Su abuelo, que siempre le contaba historias antiguas, le contó una vez que hacía cientos de años vivió un rey en el pueblo. Al parecer, quiso la suerte que, durante un viaje de guerra al sur, al monarca le entró sed de ver el río que estaba cruzando por el puente romano. Las provisiones se habían acabado, y fueron a una ermita cercana. El ermitaño, que les abrió la puerta con los ojos entornados como si le molestase la luz exterior, condujo al rey y a su séquito a un caño cercano donde saciaron su sed. Ellos se lo agradecieron, y al soberano le gustó el lugar, con las montañas y el río, por lo que decidió acampar allí para marchar al día siguiente. Al poco tiempo, volvía el rey triste y abatido, pues había sido dura lucha contra los moros; paró de nuevo en ese lugar y, tras beber del agua del caño, se recuperó repentinamente de su apatía y desánimo. Maravillados sus súbditos, concluyeron fundar un pueblo alrededor del manantial. Asentado el monarca, muchos fueron los que allí acudieron, con lo que el pueblo creció y prosperó. El rey se hizo un palacio, arregló la fuente y acabó sus días en tan tranquilo lugar. Al parecer, el encanto que vio seguía vivo. Después de recordar la leyenda, el chico bajó los escalones, se arrodilló y se apoyó con las dos manos en la pila. Un escalofrío recorrió su cuerpo con el contacto del granito. Largo rato estuvo mirando la superficie del agua, como esperando a que saliera algo del fondo de la pila. Tanto estuvo junto al murmullo del agua que se hizo de noche y no lo notó hasta que una ráfaga de viento lo desperezó. Debía ser muy tarde pues no había nadie por allí. De súbito lo sorprendió un borboteo que parecía salir de lo más profundo del agua; se levantó lentamente sin apartar la vista de las burbujas, hasta que de entre ellas salió una lengua bífida, alargada y roja que siseaba. El chico se asustó, pero no alcanzó a moverse mientras salía la enorme cabeza de una serpiente cuyos separados ojos amarillentos lo observaban como si fuera una liebre. Lentamente, zumbido a zumbido, fue sacando su larguísimo cuello escamoso mientras abría voraz la boca, dejando ver unos afiladísimos colmillos albos y de la que salió un bufido que le heló la sangre. Empezó a retroceder torpemente, sin poder dejar de mirar las estrechas pupilas del monstruo, tropezándose con los escalones. La lengua viperina se acercaba más y más a él, vibrante, mientras las mandíbulas se separaban entre sí. Cuando a punto estaba de atraparlo, un brillo metálico apareció tras él y una lanza se abatió sobre la bestia. Había aparecido un caballero, con pesada armadura, cota de malla y corona, en cuyo escudo rojo se dibujaba un castillo dorado, que empezó a luchar contra la serpiente. El chico seguía la liza sentado en el último escalón, paralizado de terror como estaba; el impetuoso caballero, que más parecía un rey que un guerrero, se afanaba en acertar con su pica en la garganta del áspid, quien esquivaba rápido sus golpes con certeros movimientos de su cuello. Cuando el ofidio se abalanzó sobre su rival, el rey jugó su suerte a una carta y lanzó la pica a su boca, con afortunada puntería. El metal traspasó su carne y quedó un rato inmóvil en el aire, con un aspecto amedrentador, hasta que empezó a caer lentamente. La mala suerte quiso que adonde caía fuera sobre el asustado muchacho, que seguía sin poder moverse. La cabeza descomunal se precipitaba cada vez más rápido sobre él cuando…
Se despertó, sobresaltado, con los gritos de sus amigos. “¡Ya tenemos el balón!” decían. Abrió los pesados ojos y vio los lunares de su antebrazo, sobre el que tenía apoyada la cabeza. Su cálida saliva caía lentamente de su boca al agua. Sí, seguía en la piedra de la fuente. Al parecer, todo había sido un sueño. Tal vez los libros le despertaban demasiado la imaginación.


Plaza de doña Sancha, Covarrubias (Burgos)

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