Cuando estés triste

Cuando estés triste,
recuerda
nuestras incursiones en
Salamanca,
la pizarra del canal,
las puertas entreabiertas;
cuando estés triste,
escucha Tristán e Isolda
como aquel día, butaca
contra butaca, las
manos entrelazadas,
igual que en aquel azul
festival.
Recuerda los besos alados,
los juegos y nados,
las clases de anatomía
y de psicología.
Recuerda el atardecer en Urueña,
los caminos de tierra,
los chocolates con churros,
el alcalde de Zalamea,
los parques y riberas,
las fuentes y jardines de la Granja,
las bajadas sin marcha,
los cenicientos castillos
y las áureas alamedas;
las cóncavas botellas de vino,
los conciertos y las iglesias,
las películas, los libros,
los audios de clásica.
Recuerda

as bolas de nieve,
las risas y carreras,
los paseos o las
tardes y mañanas enteras en
la cama;
recuerda cada vez que entramos,
mano sobre mano, en
desconocidos lugares (o alguna
de ellas, que muchas son)
los bancos ante el paisaje,
los pueblos desiertos, los parajes.
Recuerda,
cuando estés triste,
los besos inabarcables,
las largas excursiones
junto al río,

los bailes, las canciones,
los cálidos sueños compartidos
y el tiempo que tenemos para
cumplirlos,
los desajustes pecuniarios,
los planes improvisados,
tus poemas recitados en la oreja,
las rosas frescas,
los helados y ventanas
en verano
y las mantas y picante,
en invierno.
Recuerda aquella noche
oscura, de otoño, que
nos unió de improviso;
las cocciones desastrosas,
las cosas que se caen, las que
se olvidan,
los tableros, los juegos.
Cuando estés triste,
lee este poema
y piensa cuánto te quiero.

Yo quiero vivir

Yo quiero vivir;
vivir menos a lo largo
y más a lo ancho.
Yo no necesito aventurarme
a lugar ignotos, remotos,
de océano y terremotos;
que no me estorben acantilados
donde no pienso encallar.
Yo me abro
continuamente para encontrar
dentro de mí
la piedra filosofal,
la eterna juventud, la
felicidad.
Siempre estoy buscando
la manera de disfrutar lo
máximo de la vida.
¿Cuánto tiempo esperando un whatsapp?
¿Cuánto
haciendo la cama?
No deseo el mal a nadie,
pero para mí espero todo
el bien.
Si me adormecen los
segundos movimientos,
si me aburren los
escritos oficiales,
si me cansan
los convencionalismos,
¿Por qué no salgo corriendo
en pos de la luz silvestre?
Con tanto por vivir y
experimentar, ¿cómo
no voy a llegar tarde
a todas partes?
Allá entre los cálidos sueños,
sobre aladas visiones,
me encontrarás.
Me encontrarás en apartados recoletos,
observando entre de turistas cámaras
fotográficas,
siguiendo el inexorable correr
del sol en los atardeceres,
tomando una caña, leyendo...
Me encontrarás viajando,
buscando la felicidad.
Mi padre siempre me dice:
"rodéate de las personas que te hagan feliz."
¿Con quién iba yo a mejor vivir
sino contigo?

Fría visión

Fría visón es la que veo;
fría, pero me quema los ojos.
La luz entra blanca por la ventana,
sacando el brillo a un pelo blanco
y a los hierros de una silla.
Inútiles rutilan los orbes de las ruedas,
como inútiles se muestran el calendario y el reloj.
La televisión no es lo único apagado en la sala.
Vacía la clara mirada,
temblorosas las manos agarrotadas,
sujetan apenas una manta que la cubra.
Su arrugada piel oculta mal su calavera.
Ésa es la perentoria visión
de un corazón caduco al que hace tiempo
llegó el gélido invierno.
Una visión que se apaga, flaqueando,
como una vela que agota su cera.
Pero si todavía luce, si aún calienta.
Sí, mas lentamente se consume, imparable.
Y es a esa visión, que refleja una realidad terrible,
a la que me enfrento. Hasta ahora
viví como ella inconsciente; cada día más frágil,
más irascible,
más inmóvil (ya no anda),
más "qué tonta estoy", "estoy apañada", "¿eres Sergio?". Pero ya no aguanto más.
Una mano invisible me ahoga,
me oprime con violencia la laringe, la nuez,
las cuerdas vocales que quieren gritar y no saben.
Huyo en cuanto puedo, salto a la calle,
donde me azotan rostros negros y ruidosos coches.
Busco refugio en el Campo Grande,
pero no encuentro la soledad que necesito;
esa visión me acosa, rotunda.
Pero no.
No es posible.
O no es imposible.
No hay un solo banco apartado en este parque,
sombras lo recorren continuamente, frente a mí.
¿Por qué?
Pregunta mi subconsciente irracional.
¿Por qué?
Porque es muy mayor.
Porque está enferma.
Porque esto es así.
No hay nada que hacer.
Abuela, abuela,
¿eres tú?
"¿Quieres comer algo? Ya sabes que estás es tu casa. Y que te quiero mucho, hijo."
Yo también te quiero, abuela.

Naufragio

Mano sobre mano,
dedo con dedo,
unimos tras el naufragio nuestros cuerpos
inertes.
Tus ojos marinos no sé qué miran,
no sé adónde, pero cuando
se cruzan con los míos
esbozan exánimes una sutil sonrisa.
Tu boca dista apenas unos centímetros
(años luz).
La opresión se vuelve caricia
cuando tus dedos rozan
mi cuello.
Hace tiempo que el reloj ha
caído, y su arena se extiende por el suelo.
En la calle suena estridente la bocina de los
bomberos. Pasan de largo.
No saben que el incendio está aquí arriba.
Tu pecho oscila como las olas:
ora calmo, ora tempestuoso.
En esta solitaria orilla
reina el silencio, profundo, denso.
Mi mano conoce muy bien el camino
de tus cuencas,
que enmarcan tu mirada cristalina.
En tus cabellos temblorosos hundo
mis dedos, que
buscan perderse y no volver.
Tú,
inanimada,
te dejas caer sobre mi cuerpo
de azogue,
y aportas al océano lo que paciente
cosecho:
cálidos meteoros alados.
El agua de la inundación nos empapa
todavía,
sube la marea
por más que traguemos sus
olas.
Tú y yo
somos él y ella;
pero juntos somos uno solo: nosotros.
Cuanto más nos conocemos, más soy tú
y más eres yo; tanto
que de tu boca sale poesía.
Al fin juntamos nuestros labios
y, mientras crece imparable el
agua que nos ahoga, con
cada beso cae,
pesada,
la noche estrellada sobre nosotros.

Salamanca: La Ciudad del Saber

Siempre tranquilos,
siempre con prisa,
ansiosos de conocerlo
todo;
así recorrimos
Salamanca.
Salvo tras ascender a la Plaza Mayor;
tras entrar en su calma luminosa,
el mundo se detuvo y quedaron
únicamente la piedra y el sol.
Como el granito del puente romano,
el cielo nos acompañó
gris y amenazador
todo el tiempo;
aunque sólo nos
preocupábamos en mirarlo
reflejado en el Tormes
(la franja divisoria entre agua y cielo era
el puente de acero)
o si ascendía
alguna torre,
aguja,
veleta
hacia él.
El viento
nos estropeó fotos y
peinados;
el mismo viento que silbaba entre los
agujereados
sillares del puente, cuyas
bóvedas acogieron nuestros pobres
bocatas.
En la plaza
recorrimos cada voluta,
cada ilustre;
entramos en cuantas iglesias
pudimos
(todas diferentes, cada
una con su encanto).
En nuestro afán,
procuramos aprovechar cada momento, para
verlo todo, disfrutando de todo.
Iglesias,
palacios,
catedrales,
colegios,
huertos,
riberas...
Allá donde nos dejaron
tiempo, dinero y conserjes entrar,
entramos.
Entramos en edificios muy visitados
y en los vacíos que nos esperaban.
Abrigo de paño y paraguas yo,
pañuelo colorido y gafas tú,
paseamos.
Pasear, pasear y más
pasear; cuesta
arriba, escaleras
abajo.
Saltamos entre ruinas,
ascendimos a torres y cuevas,
nos perdimos mil veces buscando
la universidad,
tocamos la
aspereza de
la arenisca de Villamayor,
contemplamos entre muñeca y muñeca
Salamanca tras las vidrieras.
En una muy barroca iglesia,
llena de áurea decoración por todas
partes, pudimos escuchar
un organillo, en medio de gran
religiosidad, tocado por enclaustrados
dedos de monja.
La casa de las Conchas reposaba
en cuarentena, llena de andamios;
en su patio, sólo desde la
planta baja, vimos
marmóreas columnas, balaustradas, y
esculturas de leones
sonrientes,
distraídos,
hambrientos...

Lo sabes, me encanta enseñarte
lugares nuevos para ti; quería
mostrarte la ciudad, pero comprobé
que yo mismo
desconocía mucho,
sorprendiéndonos ambos dos en cada
esquina, o flanqueando cada umbral.

Siempre quise llevarte al
huerto
de Calixto y Melibea.
Allí, sobre la romana muralla,
el atardecer de fondo de escena,
juntamos nuestros labios al tiempo
que tus pelos alocados volaban libres con el viento.

Sin duda, lo más emocionante del viaje fue adentrarnos con nocturnidad y alevosía en el interior de la Clerecía, aprovechando una de tantas puertas abiertas.
Escaleras,
balcones,
largos corredores a oscuras,
estancias inquietatemente
iluminadas,
puertas que chirrían,
ecos de pasos,
aldabas,
enormes espacios abovedados y
cubiertos de pinturas y relieves.
Con total desvergüenza abrimos
postigos,
pisamos mármoles
y salimos con la cabeza bien
alta frente a los
guardias.

La fatalidad quiso primero
que encontrásemos cerradas las
puertas del hotel (hay que mirar
el horario de entrada...), luego
apenas media hora para visitar dos
catedrales, y
por último que nuestro dinero
se agotase, impidiéndonos
entrar en conventos, museos o restaurantes. La
lista de sitios que debemos
visitar
es larga, y, como siempre en
estos viajes, los acabamos diciendo:
volveremos.

Yo ya conocía la villa. De hecho, paseamos desde el barrio en que aparcamos el coche sin consultar otro plano que el que guardaba en la cabeza; pero si la había visitado, junto a ti he profundizado en ella al tiempo que te la enseñaba. Muchas cosas se recordarán de este viaje, muchas; aquí expongo las más bellas.


Aunque estuvimos con otro tipo de canciones en la cabeza, menos sacras, cuando entrábamos en las iglesias sonaba algo parecido a esto:

Tomás Luis de Victoria - Missa Salve Regina


La plaza Mayor y alrededores.





Una de tantas puertas abiertas.

El casino



Plaza de san Boal.



La casa de las conchas y la Clerecía.



 La plaza Colón.


El colegio de Anaya.













Las catedrales.











 La Universidad.


La Clerecía de noche.























 Convento de san Esteban.











 La cueva de Salamanca y la torre del marqués de Villena. 















Casa Lis.




Colegio mayor Fonseca.