Bajaba trabajosamente de la cúspide del castillo moro cuando
el sol se escondía en el océano Atlántico. Se había quedado sola contemplando
la inmensidad desde la Torre Real. Lisboa no era visible, pero entre los altos
árboles de Sintra se le aparecían pequeños palacios, castillos en miniatura,
joyas arquitectónicas dispuestas en apariencia aleatoriamente, como caídas del
cielo o traídas por el mar. Éste estaba mucho más lejos de lo que parecía, pero
se intuía entre brumas saladas perfilado en el horizonte. Buscaba, mapa en
mano, los extraños conos del Palacio Nacional que sobresalían del pueblo, el
chalé Biester, la finca de la Regaleira… Pasó largo rato oteando, tratando de
encontrar cuanto salía en la imagen de su plano, pero unas nieblas cubrían las
vistas más lejanas. También se podía contemplar el Palacio da Pena (en español
de la Peña, pues no se construyó con pena ninguna), con sus coloridas y
fantásticas torres coronando el bosque.
A medida que
descendía por entre los pétreos escalones, la oscuridad se adueñaba rápidamente
de su alrededor. Al principio bajaba tranquila, observando la puesta de sol a
su izquierda, enmarcada por las almenas; mas cuando no quedó rastro del sol
buscó en vano otros turistas. Entonces, a pesar de estar sobre el espeso bosque
a pleno cielo abierto, le entró la claustrofobia, y empezó a trotar de escalón
a escalón, impaciente, esperando encontrar abajo algún alma; y en efecto le
pareció encontrarla, pero eso sucedió más adelante. Antes, mientras se lamentaba
de su estupidez por no haber bajado antes, a punto estuvo de resbalar con las
arenillas de la atalaya y tuvo que sujetarse a las almenas para no caer
escaleras abajo. Cuanto más cerca estaba del centro del largo castillo, mayor
era su nerviosismo. Temblaba, tenía frío y la noche volaba imparable hacia el
océano.
Cuando al
fin llegó abajo, a la Plaza de Armas, le esperaba un largo camino frenético
hasta encontrar una salida. Se hallaba perdida corriendo entre muralla y
muralla, buscando desesperadamente la puerta, así que decidió parar y
relajarse. Se sentó en una piedra que le dejó las posaderas heladas y pensó que
sería mejor permanecer de pie. Puso los brazos en jarra, cerró los ojos y
respiró profundamente. La fragancia de las flores provenientes de los jardines
del rey portugués la serenó un poco, junto al canto sosegado de los grillos, y
cuando se hubo calmado echó mano a su mapa del lugar. Se encontraba entre
frondosos y enormes robles y castaños oscuros, rocas, lirios y grandes hortensias, cuyos
vivos colores estaban teñidos de gris negrura. Buscaba en vano en el mapa, pues
nunca tuvo buena orientación y no tenía referencia alguna de dónde estaba,
cuando el grito de un cárabo le heló la sangre. Si hubiera visto al animal,
atento con los ojos muy abiertos posado en una rama cercana, hubiera sentido
una gran ternura y admiración; pero sólo le llegaba su estridente voz, que la
inquietó de nuevo. Tiró el mapa al suelo y se echó las manos a la cara,
maldiciendo en voz baja. Había callado la lechuza cuando su son llegó desde más
cerca, y entonces gritó ella también. Tras su alarido, toda la vegetación en
torno a ella pareció revolverse inquieta, y los árboles murmuraron entre sí con
sus grandes ramas. Tenía los nervios a flor de piel. Empezó a dar patadas a la
tierra y a las omnipresentes piedras bhasta hacerse daño y se tiró al suelo.
Tenía la cabeza metida entre las
rodillas hasta que se calmó y miró hacia arriba. En lo alto de una atalaya
creyó ver la tétrica figura de don Fernando II, el rey chiflado que construyó
el Palacio de la Pena y del que había leído en la guía que gustaba sentarse a
pintar en el borde del acantilado. Gritó aún más fuerte que antes y se refugió
de nuevo entre sus piernas, apretándolas fuertemente con los brazos. Al cabo de
un rato, temerosa, alzó la vista al lugar donde antes estaba el fantasma, que
debía haber decidido darse un paseo pues ya no estaba allí. Por fin tomó una
decisión: seguiría buscando hasta encontrar la salida. Ésta estaba, claro, bien
protegida y separada del resto del castillo para mejorar su defensa.
Las mismas tinieblas
que le taparon antes la vista de cabos e islas lo llenaban todo, y ella pasaba
una y otra vez por los mismos lugares por los que se paró curiosa de día, pero
que ahora era incapaz de reconocer. Caminos serpenteantes, grupos rocosos, subidas
y bajadas, almenas perfiladas en la noche…
La tercera
vez que pasó junto a las caballerizas, donde se encontraban los aseos, la
tienda, la cafetería y las taquillas, siempre sin reparar en ellos, una música
extraña la detuvo en el sitio. Aguzó el oído, pero ya no escuchó nada. Iba a
retomar su incierta búsqueda cuando la música volvió a sonar, esta vez más
clara. Era una música extraña, que llegaba en ecos lejanos y sugerentes. La
turista quedó como hipnotizada por los acordes que la llevaban hacia unas
escaleras. Ascendió por ellas hasta quedar frente a una puerta de madera, de la
que no parecía salir la música, sino de más arriba. Ésta, que llegaba ya más
nítidamente, era una especie de danza oriental antigua que, cuanto más
escuchaba, más la embelesaba.
No se podría decir que decidiera
abrir la puerta, simplemente lo hizo, y al hacerlo se encendieron apenas unas
lámparas que no alcanzaban a iluminar toda la estancia. Era ésta un espacio oblongo
cubierto con bóveda pétrea de cañón, con dos lucernarios en su centro. De la puerta
nacían unos escalones, que no dudó en bajar. La tenue luz sólo mostraba una
pasarela que salía hacia el centro, pero que no llegaba a ninguna parte.
Imbuida como estaba por la danza, que sonaba ahora mucho más misteriosa y
atrayente que nunca dentro de su cabeza, avanzó firmemente hacia lo
desconocido, por esa pasarela cuyos soportes no se veían, que no tenía nada a
su alrededor y que se situaba bajo los lucernarios, de los que por supuesto no
entraba ni el más mínimo fulgor. Anduvo paso a paso, con calma y parsimonia,
mirando siempre hacia adelante, hacia esa barandilla que iba y venía por ambos
lados; mirando la sórdida pared frente a ella, si es que había pared tras la densa
oscuridad. El final del pasadizo, que alcanzó tras interminable camino que para
ella transcurrió como los caminos de un sueño, lo alcanzó al fin y paró ante el
frío vidrio de la baranda. Allí miró hacia uno y otro lados, ambos igual de
tenebrosos, y se volvió para ver los listones de madera que había pisado que
llevaban hasta las escaleras por las que no recordaba haber bajado. Luego miró
al techo, distinguiendo con dificultad las aberturas cónicas, y por último echó
la vista hacia abajo. Lo que allí había eran argénteos reflejos en continuo
movimiento, monedas lanzadas al agua cristalina que allí se guardaba. Seguir con
los ojos estos oníricos movimientos, similares al rielar de la luna en el mar,
la llenó de paz, hasta que descubrió un oscuro agujero. Fue entonces cuando la
voz habló. Habló como salida de ese negro círculo, desde una profundidad que no
se intuía. La voz masculina sonaba lejana, pero amplificada por los ecos de la
bóveda.
Oía estas implorantes palabras en
árabe cuando sintió algo en la espalda; algo frío, como una mano que se posaba
en su hombro. Entonces despertó como de un profundo sueño, dio un brinco y
salió corriendo a paso tan rápido como latidos daba su corazón. Jamás había
sentido tanto pánico. Se creyó atrapada en ese subterráneo lugar, frío, sombrío,
atraída como un insecto en las fauces de una flor carnívora. Siguió corriendo
sin mirar por dónde iba hasta chocar con la puerta que con tanta ansiedad había
buscado. Estaba cerrada, y no había rastro alguno de vigilantes ni personas.
Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en la luna de la cafetería. Luego se
volvió hacia unas rocas y tuvo una idea.
Media hora tardaron en llegar al
apartado castillo desde el pueblo a los pies del bosque los jefes de
vigilancia. Media hora chillando irritante la alarma de seguridad. Media hora
en que a punto estuvo nuestra protagonista de enloquecer. El mismo tiempo que
tardaron en sacarla de allí y bajarla a Sintra. Al principio hablaron poco; mirando
por los vidrios del coche, unos se avergonzaban de haber dejado encerrada a una
visitante y la otra de haberse dejado encerrar. Pero con el tiempo se animó la
conversación y salió el tema del rey moro.
-
¿Han
dicho rey moro?
-
Sí,
¿no le hablaron de él en la visita? Es un viejo conocido… Parece que vivió en
el siglo XII. Murió violentamente en una revuelta. Sus hombres se amotinaron
contra él y lo lanzaron al fondo de la Cisterna, el aljibe cuyas aguas nunca se
secan. Allí debe seguir el buen hombre, pues dicen que de vez en cuando su alma
en pena se lamenta amargamente, pidiendo sacra sepultura… - la mujer cayó
desmayada - ¿Oiga? ¿Me oye?