Cartagena: La pequeña Roma

Hacía tiempo que no tenía el placer de viajar, pero esta vez lo he hecho a lo grande. La suerte me ha sonreído con la posibilidad de pasar una semana en una ciudad desconocida y lejana para estudiar un curso de inglés y, aunque no suelo escribir demasiado sobre estas cosas, ésta vez voy a hacer una excepción.
Después de un largo e incómodo viaje de siete horas en tren, llegué a Cartagena. No me perdí demasiado hasta llegar al hotel, donde todos mis futuros compañeros estaban cenando. La casualidad quiso que me sentara con mis futuras vecinas de habitación y futuras amigas, con quienes desde el primer momento conecté (esperaron a que terminara de cenar para no dejarme solo, fue todo un detalle). Cuando terminamos, nos arreglamos y salimos. Era una sensación extraña estar con gente que no conocía y salir por una ciudad  por la que nunca había pisado; lo cierto es que fue una noche muy divertida.
Al día siguiente, empezaron las clases y se acabó la libertad de no tener nada que hacer. Nuestro horario fue muy apretado, pero aun así tuvimos tiempo de disfrutar de la estancia también fuera de clase. Los grupos eran reducidos y los profesores excelentes.
Esa misma tarde fuimos de excursión y pude conocer más de esta antigua ciudad. Cartagena es una ciudad llena de encanto y secretos escondidos. A cada paso que daba, encontraba rincones llenos de magia mezclada con historia; visitamos entre ése y otros días todo el centro de la ciudad, donde pudimos subir a la colina donde supuestamente se oculta, bajo tierra, piedras y otros edificios de culturas posteriores, el gran palacio de Asdrúbal, que allá por el siglo III antes de Cristo fundó la ciudad. Lo que hoy se puede ver es parte de la muralla que Carlos I de España y V de Alemania levantó para proteger la ciudad de los ataques de los piratas berberiscos, que atemorizaban a todos los países cristianos bañados por el Mare Nostrum de los romanos (¿os imagináis? Soldados de entonces mirando por su catalejo hacia el mar, distinguiendo en el horizonte unos puntos negros similares a barcos árabes dispuestos a violar a sus mujeres, raptar a sus hijos y matarlos a ellos. Entonces empezarían a gritar y correrían a hacer un fuego para avisar a todas las fortalezas de alrededor de la ciudad, las campanas de las ciudad empezarían a sonar y la guardia metería al pueblo a golpes en sus casas o en las iglesias, a la espera del ataque enemigo); los restos de un templo de los tiempos de la República romana; un antiguo molino; uno de tantos refugios que usó la población para protegerse de las barbaridades de la Guerra Civil y una especie de torre que también debió usarse como molino y, además, como una especie de iglesia extraña. Desde lo alto pudimos otear toda la ciudad y ver el sol ponerse entre las atalayas del este, surcadas por antiguas fortalezas que en otros tiempos protegieron la ciudad. Fue además la primera vez que vi el Mediterráneo abrazado por la bahía y la primera vez que vi a las gaviotas volar en esa dirección. Después de esto bajamos y llegamos a la plaza de San Francisco, cubierta por dos enormes árboles, cuyo tamaño me dejó impresionado; jamás había visto unos árboles así, exuberantes, cuyo tronco podía medir de ancho cuatro metros y cuyas copas inundaban el cielo de la plaza. De ésta fuimos hacia el teatro romano, encontrando por el camino una esquina rodeada por un pequeño santo de madera en cada esquina. La visión del teatro fue monumental: conforme subíamos los escalones, se nos presentaban mejor las gradas y la portada de la antigua catedral románica y, a nuestra espalda, la ciudad entera; al mismo tiempo, el sol había avanzado lentamente, totalmente invisible tras las atalayas, pero el cielo se resistía a apagarse y, rasgado de nubes que tomaban el color del ocaso, conservaba su azul claro entre las llamas que rodeaban los montes del este y las tinieblas que se ceñían sobre el oeste. En nuestra subida dejábamos bajo nosotros el teatro, que se abría al escenario y a la ciudad toda; el mar empezó a asomarse poco a poco entre los mástiles de los barcos del puerto. Nuestra ruta siempre ascendente nos llevó después al parque de los patos. Un pavo real, con sus brillantes plumas recogidas, nos sorprendió desde lo alto de un árbol. Finalmente llegamos al mirador. Antes de asomarnos, la brisa nos llamó a contemplar el horizonte, donde rivalizaba el azul del proceloso mar con el azul claro del cielo, separados apenas por una difusa franja naranja. A nuestra derecha, el sol luchaba por dar sus últimos fulgores, dejando a su paso un cielo irreal, un cielo blanco con nubes grises, y hacía brillar de tal manera la superficie marina que daba la sensación de que se había confundido y se había metido bajo el agua en lugar de tras las colinas. Sobre ésta se reflejaban también las luces del puerto y las sombras de los mástiles de los barcos, algunos de ellos iluminados. Al mismo tiempo, a nuestra espalda el reino de la noche ganaba terreno y la brisa se tornaba viento frío oscuro, quedando el castillo de la Concepción en medio de la penumbra. La inigualable escena me sobrecogió. Sé que algún día volveré a este mirador y pasaré horas contemplando el cuadro del mar, las montañas y la ciudad bajo las diferentes luces del día… y de la noche.
   La tarde del segundo día fuimos de excursión al puerto, donde no vimos marineritos con uniforme (estaban en las tiendas de la calle Mayor, tal vez esparciéndose después de un largo viaje allende los mares). Por la noche, a pesar del cansancio y los deberes que debíamos hacer, algunos no pudimos quedarnos en el hotel y volvimos al paseo marítimo. Desde pequeño he tenido la costumbre de comer un helado durante estos paseos junto al mar, y esta vez no podía ser menos. Las calles reflejaban el blanco de las farolas del mismo modo en que el mar reflejaba el atardecer, dando a cada rincón un toque de encanto.
Cartagena tiene una luz especial, tanto de día como de noche, que unida a la suave brisa marina y al canto de las gaviotas creaba una atmósfera acogedora y tranquila. Tal vez otros no se fijaran en estos detalles, pero para alguien del interior no puede nunca dejar de oprimirle el corazón mirar el mar calmo besando dulcemente las piedrecillas de la pequeña playa de Cala Cortina. Allí pasamos la tarde del miércoles un reducido grupo de personas, y de nuevo recordé mi infancia tirando piedras al agua, intentando que botaran en su superficie. No hubo ocasión de bañarse, pero sí de mojarnos los pies y ver el movimiento de un lejano barco de mercancías que se confundía en la línea que separa mar y cielo.
Recuerdo también el camino de vuelta al hotel, acompañado de Luis, nuestro cartagenero (murcianico), con el cual pude ver desde otro punto la ciudad, fuera de la calle Mayor y sus edificios singulares. Ya se había escondido el sol entre las atalayas, quedando una luz enrarecida que daba al mar un risueño color leche del lado de la bahía, que conforme se alejaba hacia el horizonte se tornaba azul oscuro primero y negro después, confundiéndose con el cielo, que empezaba a llenarse de pequeños ojos que parpadeaban y tomaban del mar su color. El puerto se llenó de puntos naranjas que se peleaban con el negro de la noche y se mezclaban con los puntos blancos de la calle Mayor. A nuestros pies teníamos el omnipresente mar besando con labios de espuma las oscuras rocas sobre las que andábamos; mientras que a nuestra espalda teníamos los lóbregos montes, llenos de misterio, donde apenas se distinguían las piedras de las fortalezas y castillos que en ellos se guardaban con las de los peñascos. En medio de nuestra soledad compartida sólo nos llegaban los sonidos de nuestros pasos, el canto de los grillos, el rumor del amor entre rocas y mar, y los coches que de vez en cuando pasaban a nuestro lado para perderse de nuevo entre la oscuridad de la noche o la luz de la ciudad, que poco a poco se acercaba a nosotros. Finalmente llegamos a ella, que nos separó del mar para atraernos a su luz artificial. Antes de llegar al hotel, pasamos por muchos lugares que no aparecen en las guías turísticas, pero no por eso dejan de tener ese encanto que parecía rodear a la ciudad. Pasamos bajo la muralla de Carlos III para luego subir por ella y llegar frente a las ruinas de la plaza de toros, sostenida por los brazos de grúas y andamios; como tantas cosas en esta milenaria ciudad, es supuesto que el ruedo está construido encima de un anfiteatro romano; callejeamos en medio de la noche con paso apretado para llegar a tiempo a la cena, subiendo y bajando cuestas (mi ciudad me tiene acostumbrado a lo llano)  y dejando a nuestro lado más ruinas, luces de farolas y ruidos de coches hasta llegar a nuestro destino.
De esta semana maravillosa recuerdo conversaciones nocturnas hasta las tres de la mañana (después de la cual tuve que hacer los deberes del día siguiente metido en el baño para no molestar a mi compañero de habitación), pequeños conciertos de una compañera con su guitarra en el hall de nuestra planta del hotel, huidas nocturnas, cotilleos en las escaleras, exposiciones en público y pequeñas obras de teatro, entre otras cosas. Por desgracia, todo lo bueno se acaba y llegó el viernes. Esa noche fue la culminación de estas pequeñas vacaciones (y digo noche aunque se extendió hasta las ocho de la mañana, con desayuno incluido), y a pesar de que no llegué a entrar en ningún bar, nos bastó con el mismo hall que usamos el otro día para el concierto. Gracias al grupo de chicas que conocí el primer día no paré de reír en las más de diez horas que duró la noche, con chismorreos de todo tipo.
Al día siguiente (o unas horas después) tuvimos que desalojar el hotel, y visitamos el museo de artillería, donde un afable y ocioso jubilado nos estuvo enseñando los tanques y los morteros al tiempo que nos daba una clase de historia (a su modo, claro está). Estuvimos vagando como almas en pena por las relucientes calles de Cartagena, siempre con la botella de agua a mano, paseando por el puerto y jugando con las esculturas y monumentos que pueblan ingrávidos el centro de la ciudad.

Visitando esta antigua urbe surgen debates tan importantes como si es lícito demoler unas ruinas para buscar otras más antiguas que supuestamente se hallan abajo. Sólo he tenido el tiempo de conocer dos interesantes casos: el palacio de Asdrúbal y el anfiteatro romano. En el primero de ellos, tenemos una muralla del siglo XVI y las antas, el perímetro y el arranque de las dos columnas de entrada al templo romano, y según textos griegos y excavaciones recientes hay un enorme palacio del conquistador cartaginés que fundó Cartago Nova. ¿Se puede eliminar el rastro de las dos primeras generaciones en ese lugar para buscar otro rastro que no sabemos en qué estado puede encontrarse? Desde luego, hablar de temas así me trae a la memoria mis juegos, lecturas y fantasías de mapas que llevan a un tesoro oculto. Yo no soy un experto en estos temas, pero lo cierto es que me parece arriesgado llevar a cabo lo que algunos arqueólogos pretenden. Por supuesto, lo que no se puede es quedarse quietos en un tema tan trascendente como éste, pero ésa parece la actitud del actual alcalde, que ha gastado miles de euros en hacer una intervención superficial para hacer un parque feo y poco funcional que la única ventaja que ofrece es una barandilla para no caerte. En mi opinión, primero se debe conservar lo que se tiene para luego aventurarse a buscar nuevos tesoros ocultos. Si se empieza a excavar en una parte de la colina y se descubren restos importantes que hagan creer que es preferible borrar las existencias que hay encima, se podría plantear trasladar éstos a otro lugar (no es nada raro, ¿qué hace si no un templo egipcio en pleno centro de Madrid?). En el caso de la muralla, para hilar fino se debería buscar en planos de la época la traza de la tal muralla para trasladar la que se conserva a un lugar donde estuviera antes; sin embargo, lo del templo romano es bastante más difícil: es un valioso testigo de la victoria romana sobre los cartagineses, pues decidieron poner su edificio más representativo justo encima del edificio cartaginés más importante; pero por otra parte los restos son muy escasos. En todo caso, si no se actúa no se puede tomar decisión alguna al respecto.
Este debate se muestra también en la plaza de toros, que está en ruinas y sólo conserva la fachada y el rastro del ruedo, y bajo la cual es supuesto que se encuentra un anfiteatro romano (lo que no tiene poco sentido, si pensamos en que las formas de ambos tipos arquitectónicos son similares y, a lo largo del tiempo, todas las civilizaciones se han aprovechado de los restos de las anteriores para economizar a la hora de hacer sus edificios; no tenemos más que ver las numerosas columnas y piedras que se expoliaron de restos romanos durante siglos, y cuyo ejemplo más famoso podría ser el Coliseo de Roma o, en otra cultura, los cientos de sillares que faltan en las pirámides egipcias). En la modesta opinión de este estudiante de arquitectura que desconoce los detalles de todo esto, no se puede tirar un testigo tan valioso de la cultura española como esa bella plaza de toros; sin embargo, se podría pensar que lo que pueda haber bajo ella es más valioso (plazas de toros hay muchas, anfiteatros no tantos). Pero se me podría poner el mismo argumento que acabo de usar con la muralla de Carlos I. Desde luego, es un tema muy puntiagudo que debe estudiarse; para mí lo ideal sería conservar la fachada de la plaza, que remodelada albergase los restos sacados a la luz del anfiteatro. No sé si esto sería posible (tal vez el edificio romano exceda los límites de la plaza), pero lo que es inaceptable es tener esas dos joyas arquitectónicas escondidas y cerradas por grúas y andamios.
En otro terreno, encontramos una bella ciudad donde se han gastado millones de euros en proyectos de funcionalidad discutible y presupuestos que acaban desorbitándose en la práctica, que además está plagada de parcelas vacías y abandonadas y fachadas antiguas sin edificio detrás, cubiertas por toldos de obra y sostenidas por grúas. Se han hecho muchas excavaciones y restauraciones, pero hay otros muchos lugares abandonados o vallados. Creo que se debería actuar para embellecer aún más la imagen de esta ciudad milenaria; se lo merece.
Dado que las despedidas no son lo mejor, no hablaré de ellas. Sólo diré que durante esta semana (una semana fantástica, como la de El Corte Inglés) he crecido como persona conociendo gente maravillosa (MariCarmen, Laura artista, Laura buenorra, Leyre… gracias, gracias a todos), visitando una ciudad ajena (que ahora siento propia) y aprendiendo mucho inglés en unas vacaciones en medio del curso. Me llevo un bonito recuerdo, difícil de olvidar. Espero tener de nuevo una oportunidad como ésta, reencontrarme con mis compañeros y volver a esta pequeña Roma. ¿Sabíais que la llamaban así los romanos por estar rodeada de nueve colinas, igual que su capital lo está por cuatro?


Playa de Cala Cortina
Teatro romano
Teatro romano



Vista del atardecer desde el teatro romano

Vista del atardecer desde el mirador

Vista del atardecer desde el mirador