Dos noches

La noche está serena e inspiradora.
Bajo su manto estrellado se esconden grillos,
ranas que croan a la luna,
una lechuza que chilla,
gatos y perros sueltos,
caracoles y caballos;
también las siluetas de viejos edificios, algunos ocupados,
casi todos abandonados;
y nosotros que contemplamos, mudos.
Vivir ese ambiente es un placer de pueblo.

Al día siguiente intento dormir de vuelta en la ciudad. Sé que no despertaré con el alboroto de los gorriones. Entre vuelta y vuelta en la cama, recuerdo la noche de ayer y pienso:

Anoche viví una noche normal.
Cómo las siento yo siempre, tras el crepúsculo en la urbe, es lo artificial,
y lo inhumano también.
Un silencio opresivo apenas turbado por
las voces de vecinos de pared.
Calma sonámbula.
¿Cómo pueden ser éstas dos noches tan
diferentes? Ni siquiera la oscuridad es igual.
Pero eso no tiene por qué ser así.
Pronto volveremos a reencontrarnos con la naturaleza,
con nosotros mismos;
acabaremos con la ciudad, las
aglomeraciones, el hacinamiento, la
desnaturalización.
Acabaremos con la alienación.
Romperemos las cadenas de la opresión y la
ideología,
desencadenando también todo nuestro potencial, al igual que
el que la naturaleza nos ofrece.
Y viviremos en paz, por fin, con nosotros mismos,
entre nosotros,
y gracias a nosotros.