En los adentros de la jungla


A poco más de las siete y media las nubes negras empiezan a abrazar a las más claras, preparando la tormenta, y se hace gradualmente la oscuridad. Nuestro coche pasa bajo un frondoso pasillo abierto entre la selva, árboles altísimos a ambos lados se buscan con las ramas sobre nosotros. Una ventanilla se cierra seguida de una exclamación y el ambiente se llena de calor húmedo antes de que el aire acondicionado vuelva a adueñarse de la situación.
Luego de haber andado tras una vieja ranchera cargada de maíces llegamos a una recta y la adelantamos rápidamente, dejando atrás la sombra de un sombrero gigante al volante.
A nuestro lado pasan carteles de "precaución, camino sinuoso" que no alcanzamos a ver, al tiempo que las ruedas van tomando las curvas de la carretera. Sobre ésta aparecen unas veces grandes ramas caídas sobre el asfalto, heridas por algún rayo reciente; en otras, bancos de niebla se interponen a nuestra vista, como calor salido de la roca negra hacia la superficie.
Por unas milésimas de segundo las pupilas perciben todos los detalles que se le escapaban a los focos del coche. Los montes se perfilan en derredor, brilla el metal de las torres de alta tensión, aparecen como caídos del cielo árboles redondos posados sobre el prado. Pero el fulgor del rayo dura muy poco, y pronto todo a nuestro alrededor vuelve a una profunda oscuridad mágica.
Nada se puede predecir. De la misma manera que vino se vuelve a ir la fuerte lluvia, dejando apenas unas gotas, para volver a caer al poco con violencia. A cubierto de ésta, invisibles a nuestros ojos, los moradores del valle arrancan la corteza de algunas ramas con un enorme machete o reposan sobre sus hamacas bajo cabañas de caña y hojas secas de palma junto al río, amenazante, crecido por las abundantes lluvias tardías. El mismo río que, junto con otros, corre hacia el Atlántico empujado por la fuerza de las enormes cascadas que nos esperan en nuestro viaje a la Huasteca potosina.

Y por fin, tras más de cuatro horas de camino por carretera (y no sólo), las primeras luces de Ciudad Valles empezaron a despuntar tras los limpiaparabrisas.




Mirada

No ha sido una mirada romántica;
tampoco amor a primera vista.
Ninguno hemos dado el paso de hablar al otro, aunque
era claro que los dos queríamos hacerlo.
No me he desmayado ante esos profundos ojos negros;
pero sí me han cautivado,
electrizantes,
y me han llamado.
Sí, me estaban llamando a voces.
Se leía en ellos la curiosidad,
buscaban los míos,
mantenían mi mirada,
me gritaban.
No sé qué querían,
no sé qué decían,
pero tras su oscuridad se
abismaba un incendio
abrasador,
incitante,
y yo con gusto me hubiera fundido en ellos;
pero te levantaste de tu asiento, 
bajaste de ese bus, que no era el mío,
y te los llevaste contigo.

Morucha - Alfredo Kraus

Seis de octubre

Abuelo, no sé si puedo decir que te quiero cuando ya no existes. Tampoco entiendo que te hable como si te tuviera enfrente, pero así es como me sale hacerlo de dentro y, aunque nos engañemos cada día, las personas no somos siempre racionales. A un año de tu muerte te he vuelto a soñar, como tantas otras veces, y como cada vez ha sido un sueño feliz. Eso es lo que mejor sabías transmitir, alegría, alborozo, amor por la vida. He despertado con una sonrisa en la boca que pronto se ha tornado en cálidas lágrimas. Lo sé, eso no te gusta, me dijiste muchas veces que no te llorara cuando no estuvieras, pero las personas no siempre somos racionales. No era la única cosa que decías con poco sentido, muchas veces te decía que sí para dejarte tranquilo, pero tenía muy claro que las cosas no eran así. Como cuando te volvías protector y me decías que si se metía alguien conmigo irías a por él, a tus noventaitantos años. Lo que sabías es que te iba a echar de menos, y así es.
Echo de menos tocar el timbre cada vez que llego a casa para que lo oigas, echo de menos echar la partida, echo de menos imprimirte mis escritos y mis notas, echo de menos verte inclinado sobre esos papeles o sobre el Norte de Castilla leyendo sin entender ni la mitad tras tus gruesos lentes. Echo de menos ver si nos tocamos la punta de la nariz con la lengua y la eterna disputa por que te lavaras las manos antes de comer. Echo de menos tu curiosidad, tu inquietud, tus ocurrencias, que cada vez prepares cualquier perrería de las tuyas. Echo de menos que me cuentes mil cosas de Casasola y que la abuela y tú cantéis canciones cuya letra, aunque parezca mentira, recuerda siempre mejor ella. Echo de menos veros juntos en el salón, tú con los cascos rozando la tele con la nariz y la abuela inquieta. Echo de menos seguirte por las calles del pueblo camino a la casa vieja y la bodega con la escalera a la que te subiste varias veces imprudentemente para intentar arreglar mil cosas. Echo de menos que nos demos un pestorejazo (o colleja) antes de comer, echo de menos hasta la forma extraña que tenías para coger la cuchara.
Me has enseñado mucho, mucho, ni yo sé decir cuánto. Sí, te sigo llorando en contra de tu voluntad, pero siempre que me decías esa tontería añadías que tenía que seguir adelante, ser un tío de bien, no querer ser más que nadie ni menos tampoco y seguir estudiando y sacarme la carrera para ponerme a trabajar. Y en eso estoy, corriendo las calles cada vez que puedo igual que tú (uy, cómo te picaba saber de mis miles de viajes por si no estaba estudiando, pero en el fondo te alegrabas y a ti mismo te encantaba hacer lo mismo).
Pase lo que pase llevaré siempre conmigo tu recuerdo, la imagen de ti jovial disfrutando de cada momento importante, como emocionado por estar con la familia en nochebuena y no parar de cantar y cantar villancicos y canciones tradicionales, una tras otra, como queriendo alargar la velada al máximo, colorado por dos copas de vino, feliz.

No voy a decir que he tenido el mejor abuelo del mundo, porque eso no sería de razón, hay muchos abuelos en el mundo y no pienso ponerme a compararlos todos. Pero una cosa tengo clara: he tenido el mejor abuelo que podía tener y desear.

A lo loco se vive mejor

































La droga de Castelletto

Corso Italia, el paseo marítimo, estaba muy animado esa mañana. Ancianos paseantes, parejas de la mano, niños tirando de la manga de sus padres para que les compren un helado, corredores que no gustan de madrugar esquivando torpemente a los viandantes... El sol ya se había elevado, empequeñeciendo las sombras de los edificios coloreados de Boccadasse, donde locales y foráneos inmortalizaban la belleza de su pequeña playa. Más hacia allá, hacia esa línea de lejano horizonte, los más valientes y decididos se daban el primer baño diciendo a sus amigos en la orilla que se metieran con ellos para no sufrir ellos solos en el agua helada; otros, más deportistas, practicaban pádelsurf, alejándose tanto casi como los cruceros que empezaban a confundirse con las olas y el cielo. Bajo ellos, simpáticos delfines buceaban conteniendo la respiración.
    Ajeno a todo esto conducía Francesco, medio encogido en su Fiat Cinquecento rojo, canturreando la canción ganadora del festival de san Remo de ese año mientras sus rizos negros bailaban anárquicamente movidos por el viento. Colgando su zurda por la ventanilla, en la diestra que asía el volante sujetaba medio cigarrillo encendido. Iba distraído cuando se le plantó delante un señor que cruzaba por el paso de cebra.
- ¡Vaya con más cuidado, belin! - Le gritó después de dar un frenazo y tocar el claxon.
    Algo malhumorado siguió, más atento a la calzada, cuando un Mercedes negro con las lunas tintadas, que circulaba en sentido contrario, le dio las largas. Francesco, un poco mosqueado, se sorprendió cuando vio que el coche, dos veces más grande que el suyo, empezaba a aminorar la marcha. Él lo imitó y, cuando casi estaban puerta con puerta, el conductor del otro bajó su ventanilla. Era un anciano de pelo cano que le sonrió tras las gafas de sol.
- ¿Tienes un minuto? Quería hacerte una oferta.
   La curiosidad de Francesco, que se había quedado obnubilado por el brillo de la carrocería del Mercedes GLS y el de la dentadura del otro, como recién pulida por el mejor dentista de Génova, balbució una respuesta afirmativa mientras lo seguía apartándose a un lado. Aparcó tras él y salió al gesto de mano del extraño personaje. Al acercarse vio en su interior una elegante señora, que no había visto antes, vestida de domingo, y no pudo impedir que sus ojos bajaran hasta la esmeralda redonda que pendía en cadena dorada de su cuello.
- Si te interesa ganar 10.000 euros antes de la comida, sube. -No necesitó de más palabras para que el indeciso Francesco montara en el coche. Se acomodó en la parte trasera y atendió.
-Necesitamos tu ayuda -empezó el señor mientras retomaba la marcha-. Es una tarea sencilla pero peligrosa. Verás, nuestro hijo pequeño nunca ha trabajado nada. Siempre se aburrió mucho en las reuniones de administración de mis empresas, salía hasta el amanecer... Así que empezó a meterse donde no debía-. Tomaron la sopraelevata, una carretera elevada sobre las fábricas y los almacenes del puerto genovés, a la altura de las muchas gaviotas que esperaban la brisa que las alzara sobre el mar en busca de alimento-. Hace tiempo que tiene contactos con los narcos que abastecen a toda Italia. La mafia de Sicilia, la camorra de Campania... El último al que ha conocido es un excelente químico, ¿lo adivinas? - Calló por un momento, como esperando una respuesta de Francesco, tan absorto en el relato que al sentirse interpelado se le secó toda la boca y sus neuronas pasaron de circular velozmente por su cerebro a golpearse como si fueran coches de choque.- Sí, a mi mujer y a mí nos tiene agotados... Nos preocupa, sobre todo a ella, pero él se divierte ganando dinero así. Ahora su amigo le ha preparado una droga muy fuerte. Está disuelta en agua, y Filippo la tiene escondida en nuestra casa en una garrafa de seis litros. ¿Sabes cuándo baja hasta Roma? Mañana de madrugada. Pero, como podrás comprender, es incómodo cargar con un peso así por el centro de Génova.
    Francesco, cuya cabeza daba vueltas a la imagen de un viejo calvo con camisa de cuadros verdes y amarillos bajo una bata blanca llena de bolis y agujas que introducía una enorme jeringa en el líquido transparente de la garrafa, no acababa de comprender qué pintaba él en esta historia novelesca. Su mirada se perdía entre las contraventanas verdes de los edificios que pasaban a su lado, a una altura de diez metros sobre el suelo. Entre ellos nacían los vicoli, estrechos callejones donde el aire oprimido y la luz se estancaban.
- Y aquí es donde entras tú. Necesitamos que transportes la garrafa de un sitio a otro. Se llama hacer de mulero, ¿entiendes? Los detalles te los contará Filippo ahora en casa.
    Tras dejar atrás la gran fuente de la piazza Ferrari y el palazzo Ducale, subieron hacia la piazza Corvetto, atravesaron el túnel que sale de ésta y siguieron ascendiendo hasta la serpenteante corso Firenze. Frente a los señoriales portones verdes de los edificios, flanqueados por sólidas columnas dóricas de mármol, se veían las cubiertas grises de idénticos edificios, como enterrados o deprimidos a quince metros, y tras ellos se extendía la ciudad, con el puerto abrazando el mar de Liguria. Llegaron al fin a uno de los palazzi y entraron por su garaje.



    Filippo era un tipo joven, sobre los treinta años. Vestía una camisa veraniega y unas ojeras que caían como cascadas. En el momento en que sus padres entraron al salón seguidos de un sorprendido Francesco, estaba preparándose una raya de cocaína sobre el vidrio de la mesa.
- ¡Oh, ciao! Si me disculpas un momento...-cuando la hubo terminado, cogió un canuto, se lo metió en la nariz y se inclinó sobre ella. Tras aspirarla toda se recostó relajado en el sofá, tomó su negroni y dio un sorbo-. ¿Quieres un poco?
    Francesco no podía estar más desubicado. Tanto es así que, de haber insistido el otro, es probable que hubiera aceptado probar por vez primera esa droga en polvo. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un hombre que había aceptado un tan extraño encargo, había subido al coche de dos perfectos desconocidos y había acabado en el salón de una casa ajena viendo cómo otro desconocido se drogaba con naturalidad delante de él? Por fortuna no fue así. Filippo dio otro sorbo a su cóctel y, con gran esfuerzo, se puso en pie.
- Mi nombre es Filippo, piacere -tras extenderle su mano y que el otro se la estrechara, espero un tiempo aún hasta decir:- ¿el tuyo...?
- Ah, sí, me llamo Francesco, encantado.
- Oh, Francesco, igual que un conocido mío -sacó un cigarro de una pitillera plateada que tenía sobre la mesa, lo encendió y tras dar una calada, añadió-: es un hijo de puta egoísta y traidor. Tú no serás así, ¿verdad?
- Yo... no, no, claro que no.
- Así me gusta. - Dio otro tiro al cigarro y se acercó a la ventana.- Hace un día perfecto, ¿verdad? Perfecto para hacer negocios. Supongo que mis padres te habrán contado tu papel en todo esto.
- Le hemos contado las líneas generales -respondió al fin el padre ante el silencio del otro.
- Bien... Mira. Mi colega Andrea es un buen químico, con la mente abierta. Siempre está en busca de sustancias nuevas y, sobre todo, que te hagan flipar como nunca. Ahora tiene una acojonante. ¿Sabes qué es lo mejor? -No esperaba ninguna respuesta, pero hizo una pequeña pausa para fumar el último tiro y apagar el cigarrillo.- Es líquida y transparente, o sea, se puede llevar disuelta en agua.- Lo observó un momento de arriba a abajo con una pizca de condescendencia-. Para distribuirla por toda Italia tenemos que colocarla en uno de los cruceros que recorren la costa italiana. No necesitas más información.- Se giró nuevamente hacia la ventana y consultó su reloj-. A las doce y media te estará esperando un coche negro con las lunas tintadas en la piazza delle Fontane Marose. Te montarás con la garrafa y bajarás más adelante para no levantar sospechas, en la estación Brignole.
Francesco, que había escuchado todo en pie sin saber dónde posar la mirada, temeroso, aceptó el vaso de agua que le ofreció la señora.
-Ah, y no hagas tonterías, ¿quieres? -terminó de un trago su copa, chasqueó la lengua y lo miró fríamente-. No te conviene.



    Cuando estaba a punto de salir por la puerta de la casa, una idea se alumbró en su cabeza, hasta entonces completamente en tinieblas, recordando las películas de acción que había visto en la tele.
- Pero ¿qué seguridad tengo de que me van a pagar?
- Oh, sí, el dinero, claro -Filippo se llevó el cigarro a la boca y cogió la billetera del bolsillo de su camisa hawaiana-. Toma, aquí tienes cien euros. El resto te lo darán en el coche. Que vaya bien, amigo -le dijo bajo el umbral mientras le tendía la mano.
    Bajó por las escaleras por no esperar el viejo ascensor recubierto de madera y salió. Junto al portón había un hombre corpulento con traje negro y gafas de sol discretas que se lo quedó mirando. ¿Eso que tenía en la oreja era un pinganillo?
   Siguió adelante caminando sobre los ladrillos del pavimento, la garrafa de la mano. Bajaba inmerso en sus pensamientos por esa calle no muy ancha pero con los edificios muy cercanos, las tapias llenas de vegetación y las piedras en el suelo. Hasta ese momento no había hecho más que dejarse llevar por los acontecimientos. Siempre turbado, ése era el primer momento que tenía para reflexionar, y su mente parecía un torbellino de preguntas que en lugar de a respuestas llevaban a más preguntas. ¿Cómo había acabado ahí? ¿De verdad necesitaba el dinero? Llegar a fin de mes era cada vez más complicado pero no vivía mal. De todas formas, ¿quién podía negarse a una oferta así?
    Llegó al fin a la Spianata di Castelletto. Los frondosos pinos cubrían con sus púas todos los rayos del sol cegador que rielaba en la superficie del mar, que se veía brillar a lo lejos, estrechado por la ciudad. Junto a él, algunas parejas comían los famosos helados de la zona, unos niños jugaban a la pelota, ancianos inmóviles escrutaban los tejados sobre los que volaban las gaviotas. Nada de todo esto vio un Francesco tenso, con la mirada fija en la caseta del ascensor que lo debía bajar al túnel peatonal. Había cola: una señora con bolsas de la compra, un padre y su hija... en los vidrios de colores, unos jóvenes se hacían fotos. Francesco empezaba a impacientarse. Ese ascensor siempre tardaba mucho en subir y bajar, y tal vez aquella vez no se estaba demorando más de lo normal, pero a él la espera se le hacía eterna. Cuando al fin se abrieron las puertas, entró rápidamente. Poco a poco la cabina empezó a llenarse de gente que parecía haber aparecido de la nada, que antes no estaba. Uno a uno se iban apelotonando, los bancos corridos se ocuparon todos y Francesco, que no se atrevía a soltar la garrafa en ningún momento, se vio rápidamente rodeado como una sardina en lata. Ya no entraba nadie más y las puertas seguían sin cerrarse. Respiró hondo, miró hacia arriba y cerró los ojos un instante. Cuando los volvió a abrir ya estaban bajando. El sudor corría por su frente. Podía sentir los alientos ajenos, calientes, a su alrededor. “¿Es que no vamos a llegar nunca?”
    Al abrirse las puertas, los primeros en salir tuvieron que esquivar a los que esperaban para subir. Libre al fin, Francesco enfiló la larga galería mirando el fondo luminoso. Allá al fondo estaba su destino. La temperatura era bastante más baja que en la cabina. Una sensación de agobio empezó a caer sobre él como una sombra. Tenía la impresión de no avanzar, de que la garrafa se hacía cada vez más pesada, de que la gente lo miraba extrañada. Esto último era posible, ya que en Italia no se comercializan las garrafas de agua. ¿Cómo podía ser tan estúpido? No había caído en eso. ¿Quién carga por la calle con una garrafa de seis litros de agua? Era sospechoso, muy sospechoso. ¿Y si le llamaban la atención? Francesco se llevó un susto enorme cuando vio a una mujer en uniforme azul, pero se calmó al rato al comprobar que era una vigilante de seguridad. De todas formas no se había repuesto de su nerviosismo. A cada paso que daba le latía más fuerte el corazón.
Por un momento pensó en huir. En dejar tirada la dichosa garrafa y salir corriendo. Sus ojos se movían frenéticamente de un sitio a otro, hasta que se cruzaron con una cámara de seguridad. No, no podía librarse. Seguro que lo estaban espiando y, si hacía cualquier movimiento en falso, aparecería cualquier esbirro del tal Filippo y le pegaría un tiro ahí mismo. ¿O tal vez exageraba? ¿Y si nadie lo estaba vigilando? Lo cierto es que era un riesgo muy grande como para comprobarlo.
    ¿Y si lo estaban engañando? ¿Cómo podían darle 10.000 euros por una simple garrafa? Era una cifra desorbitada para seis litros de líquido contenido en un plástico con asa. Tal vez era una broma de mal gusto que alguien le estaba gastando. Pero no, todo parecía demasiado serio, demasiado real. La boca del túnel se hacía más y más grande, una luz cegadora que se expandía frente a él, como una boca dispuesta a engullirlo.
    Cuando quiso darse cuenta estaba en medio de la acera resplandeciente, cegado por un fulgor blanco y aturdido por el ruido del tráfico frente a él. Un autobús naranja pasó ruidosamente dejando una nube negra. Se repuso y cruzó la calle.
  Llegó al fin a la plaza de recogida. La piazza delle Fontane Marose tiene forma ageométrica, alargada y con recovecos. Bajando de donde él venía, a su derecha estaba la parada del bus y el inicio de la famosa via Garibaldi, monumento de la Humanidad por la belleza de sus palacios. De frente, un complicado encuentro de calles, una de subida, otra de bajada y otra plana que lleva a la piazza De Ferrari. Por fin, a su izquierda, el aparcamiento en batería repleto de furgonetas y motos de espaldas a un palacio de frescos descoloridos y maltratados por el tiempo. Sus ojos buscaron nerviosamente un coche negro de lunas tintadas y, al no encontrarlo, la respiración empezó a acelerársele. ¿Dónde estaban? ¿Lo habían dejado solo en pleno centro de Génova con una garrafa llena de droga líquida? No era posible, lo que le pesaba colgado de sus dedos era demasiado valioso. ¿Sería una trampa? Miró a su alrededor en busca de policías, afortunadamente en vano. ¿Y si no había llegado a la hora? Consultó su reloj: las 12:32. No podían haberse ido por dos minutos de retraso. ¿Entonces por qué no estaban? ¿Sería una prueba? No podían haberse olvidado de él. Una sombra pasó por su cabeza en ese momento. ¿Y si la policía se había enterado y había detenido a los esbirros?
   Mientras su cabeza se llenaba de interrogantes, Francesco continuó andando por la plaza, mirando por todas partes. Pasado un pequeño camión que estaba descargando su mercancía se quedó paralizado frente al vehículo que estaba a su lado. A un gesto de los que lo ocupaban, trajeados igual que el hombre que lo observó a la salida del portal de Castelleto, montó en el coche.


   Nadie respondía al timbre. Llevaba cinco minutos llamando en vano. Por supuesto era ése el portal, lo recordaba perfectamente. Si miraba a un lado podía todavía imaginar la sombra del supuesto esbirro mirándolo a través de sus gafas de sol. En su bolsillo llevaba el cheque arrugado que le habían denegado en el banco, así como el billete falso que le dio Filippo. Un señor mayor se acercó al portón con un mazo de llaves en la mano.
- Disculpe, señor -empezó Francesco-, ¿sabe usted si hay alguien en la casa número cinco?
- ¿La cinco...? No, joven, allí no vive nadie.
- ¿Cómo que no vive nadie? Yo he estado allí la semana pasada, vivía un chico joven, Filippo se llamaba, debía ser hombre de dinero.
- Mmm...
- Era alto y delgado, muy blanco...
- Lo siento, amigo, pero en la cinco no vive nadie. Hace tiempo que es una casa de alquiler, vienen muchos turistas...
    La respiración de Francesco se cortó bruscamente.
- ¿Conoce usted al dueño de la casa?
- No, es de una inmobiliaria si no me equivoco. Lo siento - añadió mientras empujaba la puerta para entrar y dejaba al otro con la boca abierta tras de sí. El portazo resonó fuertemente en sus oídos y un grupo de pájaros alzó el vuelo desde un árbol, haciendo caer algunas de sus hojas. Se quedó mirando sin ver el portón verde frente a él, muy quieto, con la respiración contenida. En su vida se había sentido tan vacío.



Castillos en las nubes

Qué pronto caen los castillos edificados sobre las nubes, pero qué bellos mientras se mantienen. Construidos a base de pocas certezas y muchas indecisiones, de muchos suspiros y pocas palabras, con muchas piedras de una parte y poco cemento para trabarlas de la otra. Como en un sueño, aparecen, flotando a la luz de la luna, firmes e imperturbables, inconscientes de que el viento de la mañana esfumará cada almena, cada puerta que nunca se abrió, cada puente que nunca se levó.

Esta relación,
caleidoscopio multicolor,
poliedro de mil caras, es
droga dura.
Non posso smettere,
non so come smettere,
non ci riesco,
e non voglio neanche.

Io ti dò la mano.
Se la vuoi prendere, andremo altrove,
ove il tempo non conti,
ove i dubbi non ci siano,
le porte si aprino davanti a noi
e le città si rendano visibili.

Tu mi fai venire la poesia.

Errare è umano,
Ma anche amare.
Y en verdad que lo es, incluso cuando amar también parece ser un error. No, nunca y mil veces nunca. Tal vez me arrepienta de cómo he amado, pero jamás de haberlo hecho.

Altas y luminosas esperanzas fundadas
en realidades de barro,
que cuanto más ascienden, más
patinan, imperceptibles, hasta
derrumbarse como
altas torres durante el terremoto.
Y que sin embargo no tardan en recomponerse y
dar apariencia de hormigón a su soporte.
Tal vez el amor sea una expresión más
de la naturaleza.
Un ciclo eterno y repetitivo;
un alternar de estaciones frías y calientes
con los mismos trenes y horarios en sus pantallas;
un cubo en una noria, que tan pronto
se ve lleno de agua como
debe dejarla irse.
Y agua que no has de beber, déjala correr.

Lo que comparto contigo

El aire que comparto contigo
no es aire. Cuando respiro,
mi pecho, como vela viento en popa,
se hincha de amor.
La habitación que comparto contigo
no es una habitación. Es un circo
que alberga las más atrevidas piruetas.
La cama que comparto contigo
no es una cama. Es una pista de hielo
donde los dos patinamos al mismo compás.
Las sábanas que comparto contigo
no son sábanas. Son telones que
se corren y se descorren al azar.
El tiempo que comparto contigo
no es arena que cae. È gioia accumulata. 
Las palabras que comparto contigo
no son palabras. Son invitaciones, son llamados, son gemidos.
Las dudas que comparto contigo
no son dudas, son muros.
Yo tengo la dinamita y tú tienes la mecha.
¿Las derribamos?

Un nuevo mundo

Yo creo en un nuevo mundo;
un mundo distinto.
Creo en un mundo más humano,
sin guerras ni hambrunas,
sin estados ni fronteras.
Creo en un mundo en continuo progreso,
sin explotados ni explotadores;
un mundo menos mecánico pero
con más máquinas.
Creo en un mundo mejor,
un mundo rico y abundante,
donde el trabajo no sea impuesto por la necesidad económica,
sino la vital. Donde todos
se dediquen a cuanto les gusta; donde
toda actividad humana trabaje no por beneficio individual,
sino por el de la sociedad toda.
Creo en un mundo sin dinero y su perfidia,
sin presupuestos, sin despertador;
un mundo consciente, donde
todos seremos de verdad iguales y libres;
un mundo en comunidad, sin individualismo, sin egoísmo ni envida,
pero con mucho arte.
Yo creo en un mundo en armonía consigo mismo,
entre humanidad y naturaleza.
Este mundo no sólo es posible sino necesario.
Y por él lucho.