Ensueño

Una rama que se agacha firme como el bauprés de antiguos bergantines legendarios, enarbolada con más ramas y frutos nacientes a modo de punzantes puntas de lanza, me hace soñar con aventuras de barcos de vela, piratas, tesoros, tierras desconocidas…
En el suelo quedan los granos de arroz tirados del árbol por el viento, restos de una boda; tal vez fruto de una resaca espumosa. Escondidas entre las diezmadas flores aparecen incipientes las pequeñas hojas marrones, la nueva generación del almendro. El suelo parece el reflejo de lo que tiene sobre él en esa pequeña cúpula florida, bajo la cual el mundo parece menos hostil. Mis pies hollan las antiguas glorias de las oscuras ramas, donde se conserva el dulce olor de las flores. Los inmutables pinos atienden como yo al espectáculo de la primavera, desarrollado en este escenario, un pequeño jardín por el que paso a diario de camino a clase. Este umbroso rincón es para mí el más agradable y preciado de la calle, tan agobiada del ruidoso paso de los coches indiferentes. En ocasiones quisiera cesar en mi prisa por llegar a casa, desembarazarme de todos mis bártulos y tumbarme en ese césped para contemplar el aparentemente lento discurrir de las nubes en el cielo, los movimientos ondulantes de las ramas...
Sí, a veces parece que sueño por encima de mis posibilidades (barcos de vela, piratas, ¿habrase visto este muchacho?); pero ¿sería posible vivir sin soñar?



Impresiones sinfónicas (Apuntes de distintos días rutinarios XI)

           Tras una tarde de conferencias sobre el diagnóstico histórico de patrimonios urbanos y estar a punto de dar la vuelta y perdérmelo, he asistido en el último momento (la música ya había empezado cuando entre en la sala) a este fantástico concierto desde la más alta tribuna del auditorio, lugar que no me corresponde por los siete euros pagados. Escribía allí encerrado durante el descanso para que no me obligasen a colocarme en mi sitio (todo se veía desde allí). Aunque no salí de fiesta, el dinero fue bien invertido. “Señoras y señores, el concierto va a continuar” (el oboe y su misión afinadora). Me encanta el sonido de la orquesta cuando afina lenta pero apresuradamente sus instrumentos. La primera parte del programa empezó con el estreno absoluto de Folías de España, una música asombrosa y mágica; continuó el concierto para flauta y orquesta en sol mayor de Mozart, que me relajó y me hizo desconectar, pensar y disfrutar grandemente con su perfecta armonía; y terminó con una obra para flauta que el famoso intérprete, de talla mundial, dedicó a los recientemente fallecidos Boulez y su maestro: Memorial para flauta, de Boulez. La sucesión vertiginosa de notas me maravillaba, al tiempo que los brillos metálicos de la flauta me obnubilaban.
Salió el director entre aplausos, y tras dar la mano al concertino empezó la última obra: Sinfonía nº1 en re mayor, “Titán”. ¿De dónde vienen las lejanas trompetas con su son triunfal? (estaban encerradas fuera del escenario, ¡qué ardid!) ¡Con qué placidez se posan los ligeros dedos de los chelos en su pizzicato. Las voces de arpa y clarinete saltan entre el agua de la orquesta como si de un tranquilo estanque se tratase. Con cuánto esplendor se pasa de la más armoniosa calma al más vital movimiento. Estaba yo recostado sobre el murete que servía de barandilla, escuchando sosegado la música en mi soledad privilegiada en las alturas, cuando me pervirtieron la intimidad con Mahler entrando en la tribuna una pareja y una señora. Qué enérgico empezó el segundo movimiento. ¿Cómo es posible que no conociera esta música maravillosa antes? Música elegante, en vals, purificadora. ¿Dónde quedaban las obligaciones y molestias? Todas estaban olvidadas fuera de la gran sala revestida de cálida madera donde la orquesta interpretaba su papel. Cuidadosos dedos raspaban las cuerdas para comprobar que su instrumento estaba bien afinado antes de comenzar de nuevo. ¿Por qué surgen las toses en los descansos y los solos instrumentales? No sé qué me hace más gracia: la gente que aplaude cuando no debe o los enfadados puristas chistando enérgicamente. El tercer movimiento empezó lento y cadencioso, in crescendo. ¿Quién ha muerto? Esto se combina con otra movida melodía de ritmo marcado, creando un sabor de mezcla gustoso, agridulce. El arpa le daba un sabor infantil, inocente al relato. Por último, comenzó rotundo y colérico el cuarto movimiento. Explotaban platillos, timbales y un enorme tambor, resonaban las trompetas, rabiaba la cuerda. El sentimental vibrato sobrecogió cada parte de mi cuerpo tras el fragor precedente, que volvía haciendo retumbar el suelo mientras el imparable frenesí se desataba. Inevitablemente, después de la tormenta viene la calma, y el cuco y demás sonidos forestales del primer movimiento reaparecieron. Terminó la sinfonía con un grandioso final y merecidos aplausos y vítores.

El final de este día rutinario y distinto a los demás no fue tan monumental, cayendo en brazos de Morfeo poco después de acostarme.

Excursión (Apuntes de distintos días rutinarios X)

Tanto tiempo cerrados en creencias inventadas nos hizo olvidar la pregunta de ¿cuál es el sentido de la vida? Más adelante, cuando las primeras se dejaron de lado, la pregunta empezó a quitar el sueño tanto a sabios como a ignorantes, olvidándose del protagonista de la misma: la vida. ¿Es necesario pasar la vida preguntándose por su sentido? ¿Es acaso evitable la cuestión? La vida, por mucho que nos cueste creerlo, no tiene ningún sentido o fin: la vida cobra valor por sí misma, siendo lo más valioso que poseemos. Para aceptar esto y vivir tranquilos, se pueden seguir muchas éticas y teorías. ¿Por qué ser buenos? Todo lo que somos se lo debemos a esta sociedad en que nos hemos criado, nos lo han dado todo (o casi todo), ¿por qué no esforzarnos por devolver algo, por mínimo que sea, a la sociedad? Otro apoyo es el arte. Admirar o realizar algo bello, algo que emocione.Por último, el otro apoyo para no sucumbir ante la respuesta que no deseamos saber de la pregunta que, aunque la ocultemos, siempre acabamos haciéndonos, somos nosotros mismos. Somos un ser individual, muy individual gracias (o por desgracia) a la civilización; pero también y ante todo somos sociales, necesitamos de nuestros congéneres. En el amor a otras personas radica nuestra felicidad. ¿Cómo sería vivir completamente aislados, solos?
La Naturaleza se ha tomado como fuente de inspiración para muchos campos humanos, pero en el de la filosofía es muy engañosa y depende mucho del observador y su estado de ánimo (aunque, también, el estado de ánimo varía y mucho con la observación de la naturaleza) Ésta nos muestra tanto ejemplos de enorme belleza y sabiduría como de crueldad infinita e indolencia, sobre todo a través de catástrofes que acaban con la vida de congéneres nuestros. Y es que la naturaleza no es humana, el humano es natural; por eso ésta nos conmueve las más recónditas fibras, porque éstas son gracias a la naturaleza. Por mucho que le demos la espalda, la llevamos por dentro, en lo más profundo de nuestro ser (y en lo más superficial, aunque lo cubramos) Por todo ello, creo que se vive mejor acorde a ella, disfrutando de ella, acercándose a ella, temiéndola, cuidando de no maltratarla, siendo conscientes de nuestro lado natural. Si muchos empresarios pensaran así, el planeta sería más limpio.
Estos y otros pensamientos corren por mi mente igual que corre el autobús que nos lleva a Madrid. Son las siete y media y una magnética luz azul empieza a asomar bajo unas nubes compactas y continuas; todo el cielo está cubierto por ellas, menos una franja entre su base y la tierra. La carretera está prácticamente vacía, y mientras mis compañeros duermen, el mundo se levanta. Un contorno bajo, sinuoso, sensual se recorta, negro, contra el azul cada vez más claro de levante. Sólo interrumpen este diálogo algunos postes de luz y teléfono, y algún solitario árbol en medio de la llanura castellana.
Aun cuando cierro los ojos intentando imitar a mis compañeros, tengo la imagen del paisaje corriendo tras el ventanal, visiones a veces irreales, cercanas al sueño, como la de una gran llanura, con algo de pendiente, vista desde un viaducto a gran altura. No parece que consiga mi objetivo, más lejano conforme la claridad aumenta. A lo lejos, entre las masas de nubes, se vislumbra apenas un amarillo, rosa tal vez, entre el azul onírico. Con la luz, la tierra se ha hecho grande. Antes sólo llegaba a verse cuanto los faros del bus iluminaban delante de él, y ahora la vista se extiende hasta casi el infinito. Ya no hay negro en el cielo; a ambos lados de las ventanas domina el gris, cada vez más blanco. Hemos abandonado el llano del centro de Castilla, y a lo lejos se ven las negras montañas, grandes y ondulantes, en cuya cresta se distinguen las copas de los árboles más adelantados. Los campos se han sustituido por bosques y granitos angulosos.


Desechada al fin la idea de dormir, me pongo los cascos para escuchar conciertos para piano de Beethoven mientras sigo observando como búho nocturno. Las montañas nos rodean, y como una profecía se cumple mi visión pseudo soñada. La autovía tiene a un lado un valle y blancas casas dormidas en lo más profundo. Desde aquí todo parece lejano, inasible. Las enormes torres anfibias de electricidad arrasan con el bosque dejando a su alrededor soledad y esterilidad (cortafuegos lo llaman). Las masas de árboles se acercan, primero tímidamente, hasta llegar al borde mismo del asfalto y el metal que borra miedos. Aparecen las primeras pizarras en cubiertas y atravesamos el primer túnel. Siempre me he entretenido comprobando el ritmo de luces y sombras dentro de estas gargantas de hormigón, o contando los focos que separan una salida de emergencia de la siguiente. Cuando salimos, los árboles se han retirado a un solo lado, dejando el otro libre para contemplar los picos lejanos y los pueblos, enormes, pero dominados por una torre de piedra, teja y campanas. La autovía se ha ensanchado, y nos acompañan más vehículos, en un sentido o en otro. Recuerdo que en una de tantas excursiones a la capital los iba contando con mis vecinos de asiento, hasta que nos cansamos a la centena.
Las nubes toman las cumbres borrascosas, alguna coronada de nieve. Definitivamente, el bosque ha quedado lejos; nos rodean centros comerciales, supermercados, urbanizaciones, oficinas... y el tráfico se hace más intenso. Si antes, con la luz, la tierra ganó en dimensión, ahora toma velocidad. El cielo es rayado por cables y más cables, en todas las direcciones, hasta perderse en la niebla, que se asienta junto a nosotros hasta donde no alcanza la vista.
Creo que los acostumbrados a la planicie nos sorprendemos siempre ante la grandeza del espacio en tierras más accidentadas, donde desde un punto alto se abarca el infinito con la mirada. Estas ideas se cortan al internarnos en la niebla, que impide ver más allá de la carretera. Ahora sí que estamos en las nubes.
Llama la atención cómo, cuanto más nos acercamos a Madrid, más desigualdades aparecen. Se ven casas de lujo junto a otras viejas, sucias, abandonadas; y, entre medias, oficinas que empiezan abrir los ojos al negocio.
Nunca entendí por qué se llama banco a esta agrupación gaseosa, que a pesar de serlo parece volar unida. ¿Se parece la niebla al hombre, tan individual pero tan junta?
Entre autobuses y coches aparece una lenta máquina quitanieves, como las que salen en los telediarios, con anchas ruedas y sus palas mirando a otro lado. Un perezoso tren blanco y rojo pasa a nuestro lado, más lento que nosotros, y un coche de policía vuela con las luces encendidas. Entramos en el Bus vao y dejamos atrás a cientos de coches congestionados. Innumerables puntos de luz pasan presurosos a nuestro lado.
A pesar de su variedad, las edificaciones se hacen más monótonas que el bosque. Los edificios empresariales, cuidando su imagen y su privacidad, reflejan lo de fuera, impidiendo ver lo de dentro.
Paradójicamente, cuando se perfilan las torres Kio y de Chamartín es cuando más sueño siento. Entre tanto cemento aparece un pequeño arroyo al que una pareja baja (¡a estas horas!). En medio del tráfico impenetrable, una ambulancia intenta hacerse paso con sus luces y pitidos.



Si dijera ahora que escribir me quita el sueño no estaría exagerando.

     La excursión se basó en la visita sin descanso de edificios de un arquitecto español, del pasado siglo, Miguel Fisac. Me han sorprendido la magia de sus espacios, la espiritualidad de sus iglesias, su estética severa...

Cuando llegamos a Ávila al día siguiente, improvisados arroyos tomaban las calles, nacidos de la nieve dorada al sol. Después del cielo gris y melancólico del día anterior, las nubes dejaron paso a un limpio azul y un cálido sol. Se diría que la famosa muralla salía de la roca en que se asentaba, a cuyas faldas la gente se divertía con la nieve. Los niños caían en trineos y se tiraban bolas de nieve, sus padres los ayudaban a hacer muñecos de nieve, las parejas salían a pasear... Algo hechicero hay en la nieve que tanto nos gusta verla, tocarla...

Cuando retomé mi cama tras dos días de excursión agotadora y edificante y una noche de fiesta por Madrid y poco descanso, caí en redondo y dormí a lo largo y ancho de once horas como hacía siglos que no dormía.

Concierto para piano nº3 Beethoven









Turismo

Pero detesto ese turismo de visita superficial, de llegar, hacerse una foto para mostrar al mundo dónde se ha estado y marcharse. No. Yo quiero vivir una ciudad, no visitarla. No quiero hacerme fotos con sus edificios, quiero estudiarlos, quiero verlos, tocarlos, pensarlos. ¿Por qué se edificaron? ¿Por qué se hicieron así y no de otra manera? ¿Por qué aquí los edificios se hacen de una forma y en otro sitio los hacen de otra distinta? ¿Cómo se hicieron? Si voy a la costa, no quiero únicamente tirarme en la arena y tostarme, dorarme al sol. No. Yo quiero sentir la arena entre los dedos, caliente, entrometida; quiero sentir la brisa marina en mi piel; quiero meterme en el agua y nadar, y notar el gusto salado del mar en mis labios, las potentes olas que me recuerdan que no valgo nada en el gran teatro del mundo y que un poco de agua y de viento son capaces de arrastrarme y perderme si no tengo cuidado ante la naturaleza hostil; quiero ver peces bajo mis pies, algas a mi alrededor, gaviotas y albatros sobre mi cabeza; quiero ver los barcos flotar sobre la inmensa incertidumbre marina; quiero moverme, pasear, recorrer la playa y que las olas besen mis pies en su abrazo con la orilla.
Si voy a una ciudad desconocida, no quiero ver sólo sus monumentos, quiero conocer a los sucesores de quienes los levantaron, quiero saber por qué lo hicieron y qué relación tiene esto con su modo de ser cultural. Quiero visitar palacios pero también bares, catedrales pero también plazas, museos y parques. Quiero perderme por las ignotas calles para encontrarme a mí mismo. Quiero ver su arte, escuchar su música, gustar su comida, tomar su bebida, dormir en sus habitaciones... Conocer su espíritu para agrandar el mío. 

Odio las prisas. Por eso, visitar un museo en una excursión siempre será peor que visitarlo por cuenta propia; me gusta detenerme el tiempo necesario para contemplar las obras, y no verlas de pasada.

Pero son los mismos que desbordan todo esto, lo pisotean como elefantes en una cacharrería, lo mancillan, lo escupen, graban su nombre en sus piedras centenarias o desdeñan sus diferencias quienes me impiden a mí (y a gente que gusta del Turismo como yo) disfrutar de todo esto. Y este turismo de masas está forzado por las empresas de viajes, que viven de empujar a la gente a visitar y visitar sitios que posiblemente no le digan nada porque no sabe conocerlos, vendiéndoles que con ello descansan y viven mejor.
No puedo visitar una catedral gótica sin estremecerme y sentir su frío, su luz, su religiosidad yacente (aunque no sea yo creyente) mientras a mi lado veo a gente en chanclas y sombrero de paja mascando un chicle que de un vistazo se salta el trabajo y el arte de tanta gente, de picapedreros, carreteros, carpinteros, escultores, jefes de obra, arquitectos, obispos, nobles, reyes, el pueblo todo pagando por tener una catedral en su urbe y prosperar económica y espiritualmente. Porque además, eso que mira con tibieza, con indiferencia el turista hostil, no sólo ha costado dinero; también ha costado vidas, muchas horas de muchas vidas. Un monumento en conmemoración de la victoria de una guerra significa muchas vidas perdidas, algunas movidas por ideales intangibles, otras por necesidad, otras por obligación.
Y es que nos falta educación. Nos enseñan a controlar los aparatos que nos sustentan físicamente pero no nos enseñan a sustentarnos por la ética, por la moral; y no hablo de una moral impuesta y basada en dogmas indiscutibles; necesitamos forjarnos nuestra propia ética. Una base más o menos sólida donde asentar nuestros nuevos conocimientos, nuestras experiencias, que sirva de undoso espejo donde mirar nuestro reflejo y saber actuar en el futuro. Así será más fácil intentar conocernos.





Apuntes de distintos días rutinarios IX

Después de la semana pasada, esta mañana me he dado más prisa y, cuando he cogido el coche, era pronto: no tenía que correr. El frío hacía temblar al Ford, y cuando salí a la carretera entreví con el vaho la figura lejana de los álamos del canal del Duero. Cuando todo era quietud, noté un fulgor en el retrovisor: el sol salía, imponente, de lo más recóndito de las tierras del este, y yo pude verlo emerger de entre los altos pinos de los montes, lento pero rápido al mismo tiempo. Todo era claridad en el cielo: a un lado, el arrogante sol impregnaba a su alrededor de amarillo áureo (el dorado que tantos pueblos ansiaron estaba allí); al otro, un azul casi blanquecino se confundía con el amarillo reflejado, y todo lo alumbrado desprendía largas sombras. Los únicos testigos de los colores nocturnos eran unas escasas y alargadas nubes grises (¿por qué son casi siempre horizontales? ¿Por qué nos gusta tanto mirar su pesado vuelo? ¿Tal vez encierran en su interior nuestros deseos más recónditos? ¿O son ellas las que nos hacen soñar con su libertad?)
La visión de este amanecer me recordó otros que recuerdo haber visto antes. Recuerdo el alborear que vi cuando iba a los scouts y la visión del sol elevándose e iluminando grandiosamente las montañas y bosques mientras lo observábamos mudos sobre una cima a la que subimos con sueño y frío, sacados de nuestros sacos. Esa visión me hizo olvidar todos los cansancios, los maltratos, la indiferencia, la incomprensión, las burlas, la soledad, la pesadez del tiempo encerrado en ese campamento. Pero también pensé en los amaneceres de verano en que, el día de Santa Mónica y fin de las fiestas del pueblo, subíamos al monte entre vapores de frío y alcohol, como en rito ancestral, para ver en lo alto el nuevo nacimiento de la estrella; al contrario que este día, el sol estival no tenía prisa, alumbrando calmo la infinita meseta castellana, haciendo brillar el agua de los aspersores y las tejas de los pueblos de alrededor.

Volvía a casa tras largo día; salimos un amigo y yo de clase por la tarde, tomamos algo y cogí la carretera a Renedo. Entonces me sorprendió la explosión de color del ocaso. El cielo parecía jugar conmigo: delante de mí era azul sucio, grisáceo; detrás, se presentaba de varios colores. En un retrovisor era entre azul y amarillo claro; en el otro, rojo, rosa, naranja, malva... y todo surcado de espolvoreadas nubes grises que tomaban en su panza el rosa. Llegué a temer sufrir un accidente, pues tan magnetizado me tenía la imagen que no podía dejar de mirar atrás. 
En cuanto aparqué, a pesar del frío y mis tareas, salí aprisa del coche y desanduve lo conducido para poder disfrutar de este espectáculo que se me escapaba de entre los dedos. No hice ni la mitad del camino hacia el río cuando sólo quedó un naranja plano pero irregular, con una etérea franja de separación con el azul cada vez más próximo. Se oía el trino de algún pájaro y los ladridos de algún perro aprisionado en el jardín de algún chalé. Entre las nubes se confundían las estelas de aviones lejanos. 
¡Parece tan grande la carretera a pie! Cuando llegué a la Esgueva, el constante rumor del agua se vio superado por el estruendo de un coche que la cruzaba. Bajo el puente, resonaban los tajamares. El tranquilo curso superaba apenas el ritmo de mi marcha pausada y, conforme lo seguía, mayor tranquilidad hallaba. Todo estaba a oscuras, apenas se notaba el límite del camino, pero el femenino río reflejaba el azul que se perdía en el negro. Con tan escasa luz todo era sutil. Ya aparecían las primeras estrellas cuando de la presión del azul sobre el amarillo poniente surgía un verde rodeado de naranja. Todo se llena de magia e incertidumbre cuando llega la noche. Asimismo, todo asemeja ser enorme cuando no se ve. Y tan pequeños nosotros... El ruido de los coches, que a lo lejos parecían estrellas fugaces, era apenas un lejano fondo. 
La tranquilidad fluvial me invadió. Cuando la cámara de mi móvil no fue capaz de captar nada, lo solté para disfrutar completamente del paseo y, tras pelearme un rato con la flora del río cuyos ruidos me sugerían más extrañas ilusiones (pensaba que habría patos dormidos y les arrojé piedras para ver si había respuesta: no la hubo), me senté en un solitario banco a escuchar la naturaleza (con el fondo acústico del distanciado tráfico) y observar las estrellas que iban apareciendo gradualmente. La batalla previsiblemente perdida de la luz contra las tinieblas terminó y el frío aumentó; ésa fue la señal para regresar. Además, la salud no acompañaba: salir el viernes por Madrid sólo con camisa y camiseta interior no fue buena idea. A punto estuve de caer: tal era la oscuridad. ¡Qué largo y gélido fue el camino de vuelta! A no ser por la línea de focos de luz del pueblo, se diría que flotaba en negrura, sin distinciones entre tierra y cielo.

Amanecer.


Casasola 2011.





Atardecer.








Apuntes (Apuntes de distintos días rutinarios VIII)

 La mañana se había levantado limpia y fresca, cerúlea, con unas pocas nubes esparcidas por un dedo caprichoso que intentaban en vano emular el color de las flores de los almendros. A un lado el sol; al otro la luna, que entre la luz del día perdía su fuerza, volatilizándose en el cielo.
Hoy los semáforos, aburridos de su existir repetitivo, decidieron descansar, tomando su lugar un par de policías municipales.

Llegado a la universidad, un retorcido arco de flores de un blanco rosáceo me precedió a modo de bienvenida, señalando que el invierno se agotaba. Ese arco un día empezó a presentar pequeños puntos, como focos de luz, que fueron aumentando hasta que una mañana parecen combatir con el sol en luminosidad. Árboles discretos, negros cuando llueve y que ahora después de larga espera se hacen notar a lo grande, en un desmadre de olor, color y belleza.
El día acababa, el sol se ponía y la luna aparecía resplandeciente, cargada de magia y ensueño, llena al fin tras larga y lenta conquista al cielo. A su alrededor, se extendía una informe aureola amarilla que se apoyaba sobre las nubes grises. La luna siempre está cargada de misterio e incertidumbre; aunque da luz, ésta no le pertenece, no es suya sino prestada. El orbe alumbra gracias al reflejo de la luz del sol; además, la luna está asociada a lo tenebroso, lo sombrío, lo lúgubre, lo oscuro. Las retorcidas ramas de los árboles se hacían visibles contra la silueta falaz como fondo. Como si los astros se alinearan a tal efecto, mi coche, mimetizado en la oscuridad, avanzaba buscando la luna del mismo modo que esta mañana huía del sol naciente.

De fondo sonaba esta música: Murmuros del bosque - Sigfrido, Wagner







Contratiempos (Apuntes de distintos días rutinarios VII)

El día empezó con pequeños contratiempos: la temperatura radical del agua de la ducha, el café sin hacer, el bote del azúcar vacío, la tostada que cae por el lado de la mermelada, el microondas que primero deja la leche fría y luego caliente en exceso, la repisa del gel y el champú que se cae, el coche que el frío de la noche ha dejado congelado como un cristal, esmerilado... todo esto me lo tomaba con humor, pensando que otros ya estarían pensando que iba a ser un mal día, que era demasiada casualidad... Cuando conseguí raspar los vidrios y arrancar el motor del coche, y después de que se me muriese de frío temblando entre estertores, salí de mi pueblo.
     En la carretera olvidé mi afición a conducir, pues habría preferido observar mi alrededor como un desocupado copiloto: Esta mañana el mundo se ha levantado un día más, entre vientos alisios que movían nubes grises bajas, puestas en formación, como si de un ejército dirigido al sudoeste se tratase. Estos cuerpos almidonados se recortaban en el fondo de otros más lejanos, blancos como el hielo que aún se aferraba a las lunas de mi coche, donde la recién salida luz solar incidía. Era ésta clara y pura, e iluminaba directamente todo el valle.
     A los lados del camino se dibujaban las retorcidas ramas sin hojas de los árboles, violentadas por el mismo viento que se oponía al avance de mi coche, rebotando y entrando en sus uniones haciendo gran ruido.
    A pesar de no llegar tarde, mi coche corría presuroso para llevarme cuanto antes a la universidad. Era el primer día de clase, y, después de este espectáculo rutinario pero que me conmovió, y a pesar de tantos contratiempos con los que perdí un cuarto de hora, empecé el primer día de clase más animado, más alegre.
      Termino de coser estas líneas una semana después de escribirlas en un día similar, sin ser lunes, donde tras deshacer las barreras de frío y hielo entre mi coche y el resto del mundo, salí con poca visibilidad y, en medio del camino, que se presentaba gris entre las tinieblas traídas por la Esgueva, apareció el círculo solar, naranja y potente, para iluminar cuanto tenía delante, aún amodorrado por la oscuridad y la niebla que poco a poco se diseminaba. La diferencia es que esta vez he llegado cinco minutos tarde y me he encontrado con la puerta de clase cerrada y una profesora incomprensiva. Son cosas que pasan.