Para ti

Nunca entenderé
la fuerza del recuerdo.
Pasar por sitios donde estuvimos juntos.
Pensar en aquel día de lluvia en que
nuestro labios se unieron por primera vez.
Beso húmedo, ardiente pasión.
Y escuchar esas canciones
pensar...
Pensar en aquellas tardes
En aquellos besos
En aquellas caricias
En tus labios, tu pelo
Tus manos frías en mi cuerpo caliente
Pasar por esa parada de bus
Por ese bar
por ese rincón
Por tu portal
Me hace pensar
Con una sonrisa en la boca
En cuando mis manos abarcaban tu inmensidad.
Y en tu sonrisa
Típico, ¿verdad?
Me encantaba hacerte reír
Estar contigo
Hablar
Ayudarte con las cosas de clase...

Nunca lo entenderé
Seguramente le doy demasiada importancia
Y lo cierto es que no hubo amor
Sólo hubo una relación extraña
Pero es un recuerdo dulce.
Nunca hubo amor
o nunca lo quise admitir.
Tampoco hubo un final feliz.
Fue todo muy extraño.
Supongo que no te acordarás de estos detalles.
Supongo que no leerás estas palabras sin sentido.
Y si las leyeras puede
Que no te dieses por aludida;
pero yo sé para quién van dirigidas
Y qué bonito recuerdo.

Pas vrais?

Por fin

Por fin
Este es nuestro momento
Este momento es nuestro
Un bonito  recuerdo que nunca se irá
Toda una eternidad para disfrutar
este momento.
Mis manos temblorosas desabotonaban tu camisa blanca
Mientras tu me quitabas la camiseta
Ensimismado
Contemplé tu desnudez
Tu largo pelo castaño
Suelto
caía por tu cálida espalda
Atraje tus blancas caderas hacia mí.
Y te besé el cuello
Entonces mi mirada se encontró con la tuya
Y tus labios rojos me sonrieron
Por fin



Incendio

Cuando nuestros cuerpos se rocen, arderá la chispa de la pasión
como dos cantos rodados chocándose,
como El beso de klimt,
 Y se extenderá con nuestras manos impacientes, agotándose la mecha.
 Y nuestras bocas anhelantes acabarán explosionando.
 Entonces ni el más poderoso dios ni el más fuerte diluvio sofocará el incendio.


Levitación

   A sus oídos llegaba el fresco romper de las olas. El suave viento se colaba inquieto en la habitación por entre las cortinas. Un extraño fulgor helado iluminaba la estancia, una luminosidad azul... Se oían tristes las notas de un piano, lejanas. No podían dejar de mirarse el uno al otro, con sorpresa, con familiaridad, con frialdad. Había perdido la noción del tiempo, pero daba igual. Aunque todo estaba oscuras, podía verla perfectamente, tal y como la había imaginado desde que se fue para no volver. La luna oteaba desde lo alto, no quería perderse ni un movimiento, ni una mirada. Olor a jazmín. Se observaban desde la distancia, con una extraña sensación de incertidumbre, y a la vez levitando, como si entre las nubes se encontrasen. Las luces y las sombras jugaban en ellos, caprichosas, cual ninfas bañándose en las frondosas profundidades de un bosque.
   No encontraba palabras para explicar sus sentimientos, que eran muchos y a la vez muy intensos. Inesperado llegó el sol, también interesado en lo que ocurría en la antigua y solitaria habitación de mármol en las paredes y óleos en los suelos. Con sus alargados dedos dorados nacieron sentimientos nuevos. El calor invadió su corazón. Ahora podía verla mejor. Entonces, tras hundirse desesperado en su mirada de catarata como un suicida en una azotea, comprendió.

- Te he echado de menos.-Consiguió decir al fin. Ella no dijo nada, sólo le tendió una mano. Y él no vaciló en juntarse con ella para no soltarla... jamás.


Lluvia

La violenta tormenta nos
 sorprendió riendo.
Corríamos juntos,
tú por delante,
yo persiguiendo tu falda.
Al fin te alcancé y
atraje tu cintura hacia mí.
Besos calientes,
caricias húmedas.
Parecía que el tiempo
no pasara
y ya había anochecido.
Era septiembre pero
nos parecía primavera.
Quizá no importa
la época
Quizá no importa
el lugar
Quizá contigo
siempre sea primavera
siempre esté en flor
en mi interior.
Quizá tú
y sólo tú
sacas de mí
lo mejor.
Quizá tú
seas lo mejor
para mí.

La fiesta

                Los vapores del alcohol que antes tenía su cabeza se habían disipado. No sabía cómo había sido capaz de hacerlo. ¿En qué se había convertido? Pero lo había hecho y ya era imposible cambiarlo. Sólo quería correr, correr y no volver nunca más. Hacía frío esa madrugada en que las sombras parecían ocultar lo más oscuro de su alma. No pensaba en nada, pero ¿cómo había sido capaz de hacerlo...?

                Al mostrarse la Aurora temprana de dedos de rosa, el criminal paseaba por las desérticas calles, un torbellino de locura en su cabeza. De vez en cuando se preguntaba qué lo llevó a hacerlo, en el peligro que corría, en su suerte... Pensaba en su padre, allá en el cielo. ¿Qué pensaría de él después de esto? En tan sórdidos pensamientos se hallaba cuando una visión vino a ponerlo alerta: un coche de policía pasaba por allí. El vil tuvo el tiempo suficiente para esconderse en una esquina y pasar inadvertido. Cuando su corazón se hubo calmado un poco, retomó su camino hacia ninguna parte. Zascandileó por la ciudad que poco a poco iba despertándose y llenándose de vida, aún perezosa, ante su mirada perdida.
                Todavía no sabía por qué hizo aquello... Pero ¿qué era aquello? Tenía lagunas, las imágenes que recordaba eran difusas... Recordó la fiesta; recordó a los invitados; recordó el tabaco, la mezcla de bebidas... la cara horrorizada de su mejor amigo...los gritos... Un disparo, dos... sangre... Recordó la ventana abierta y la inmensidad de la noche... los pasos que bajaban presurosos las escaleras, la caída...
                Entró en un bar y pidió un café solo mientras ojeaba la prensa. Nada. Estaba intranquilo, nervioso. Se sentó en la parte más oscura del bar mientras reorganizaba sus pensamientos. Entonces lo recordó todo. Su mujer, su mejor amigo, los celos que comían sus entrañas... y la pistola en aquel cajón. Dejó unas monedas en la mesa y se precipitó fuera de aquel antro, alejándose de todo. Buscó un taxi y ordenó al conductor que lo llevase a un pueblo cualquiera. Reflexionó sobre la velada anterior mientras contemplaba pasar las formas del paisaje. Cuando llegó a su destino, pagó y se apeó del coche. ¿Qué diablos hacía allí? Fue a dar un paseo mientras recuperaba el control sobre sí mismo. Después entró en la iglesia del pueblo y contempló el dorado retablo. Mecánicamente se santiguó y entró en el confesionario guiado por su conciencia. Estaba vacío.

                Al día siguiente volvió a la ciudad. Su rostro aparecía en todas las portadas. Aún no sabía bien lo que estaba haciendo mientras paseaba cuando fue a la comisaría.

Otoño

Ya las sacudidas
del viento
hacen caer de lo alto
las doradas hojas.

Ya las filas
de niños
corren impacientes
por entrar en clase.

Ya el camino
del sol
se acorta
y el frío empieza.

Ya la ciudad
de vida
se vuelve a llenar
tras el estío.

Y mientras las sombras
ganan las calles
contemplo las hojas caer
los niños correr
el sol se poner
y la vida volver.

Entre lobos (2011)

            Todo iba sobre ruedas. Mi abuelo, nacido en Casasola de Arión, Valladolid, viajaba por la carretera que unía Pinito de… con Alcañices para dormir allí, como solía hacer.
            En el primer pueblo, el cliente del día le había hecho esperar mucho tiempo hasta que pudo verlo, y venderle unas máquinas aventadoras. Por aquel entonces, mi abuelo se ganaba la vida vendiendo maquinaria agrícola por toda España.
De esto hace unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Alcañices es un pueblo que hace frontera con Portugal, y que en aquella época, en palabras del protagonista, era un pueblo importante pero bastante atrasado.
Hacía mucho calor ese día de verano. El sol había caído ya, y la oscuridad era absoluta, excepto por una reluciente luna llena que brillaba en el firmamento acompañada de varias estrellas que poco a poco iban apareciendo.
No había ni una sola nube.
El coche de mi abuelo era entonces un  Renault f4, con matrícula VA- 15…
No había ningún problema. El día siguiente volvería a casa, donde lo esperaban su esposa y sus hijos.
La carretera era estrecha, muy empinada, y llena de baches, y al coche le costaba lo indecible subir.
La carretera iba a dar a la general que unía varios pueblos. Estaba asfaltada y bien señalizada, todo un lujo.
Era medianoche. Hacía calor, muchísimo calor. Varios árboles al fondo y por todas las montañas cubrían el paisaje, y la maleza rodeaba la carretera.
Era un viaje incómodo, la carretera era muy mala.
La mala fortuna quiso que en uno de los numerosos baches, una rueda reventara.
Quedaban alrededor de ciento cincuenta metros para llegar a la carretera general.
Un abrumador silencio lo acompañaba. Cuando prestó atención, escuchó el sonido de la naturaleza: los grillos, las lechuzas, los lobos…
Era ésta una zona llena de lobos y jabalíes.
Mi abuelo tenía miedo, mucho miedo.
Lo primero que hizo fue maldecir su suerte. Estaba allí tirado, solo.
Cuando se hubo calmado y puso en orden sus pensamientos, salió del coche con una linterna, y vio en qué estado se encontraba la rueda trasera derecha.
No podía irse de allí y abandonar el coche. Además, Alcañices estaba aún a unos siete kilómetros.
Mientras tanto, podía oír cómo los lobos cruzaban la carretera de un lado a otro, algunas veces muy cerca de él. Tal vez demasiado cerca.
No había luz suficiente como para verlos. Para no llamar la atención había apagado las luces, pero él sabía que estaban ahí, escondiéndose entre la maleza, rodeando su coche para cruzar la carretera, e incluso observándolo, como queriendo entender qué hacía él allí.
Viendo la situación, mi abuelo se metió de nuevo en el coche, con la intención de pasar allí el resto de la noche. Reflexionó. En ese momento, no estaba muy seguro de lo que iba a hacer. Pensó en su familia, en sus hijos, en su esposa.
En esos momentos de soledad absoluta con uno mismo (sin contar con los lobos, que seguían cruzando por la carretera), el tiempo transcurre demasiado lentamente.
Mi abuelo intentó pensar en otra cosa. El ruido que hacían los lobos podría volverle loco. Y él no quería eso, claro.
Pero por mucho que lo intentase, no podía apartar de su mente ese pensamiento…, ese presentimiento de que algo malo, macabro, se cernía sobre él.
Y mientras tanto, los lobos seguían pasando a su lado.
Una vez creyó ver varios ojos brillantes mirándolo. Luego, cerró los suyos; y al volver a abrirlos, lo comprobó. Le observaban atenta y fijamente.
En estas, mi abuelo oyó claramente el aullido de un lobo en las inmensidades de la insondable oscuridad, como llamando a quién sabe qué, que le heló la sangre.
Al final, se decidió a intentarlo. Salió del coche, y alumbró la rueda mientras trataba de quitar las tuercas para cambiarla y poner la de repuesto.
Pero por más que insistió, no lo consiguió.
Finalmente desistió, y se metió de nuevo en el coche. Cerró las puertas, pensando que allí dentro estaría seguro. Ningún lobo lo podría comer.
Y así transcurrió alrededor de una hora, hora y media.
Mi abuelo no solía fumar, no era lo suyo. Pero en este caso hizo una excepción, y vació su tabaquera.
Cuando se hubo acabado todos los cigarros, alumbró con la linterna la rueda.
Hacía calor, mucho calor. Y mi abuelo podía sentirlos. Sí, estaban ahí, y tal vez con hambre.
Y entonces lo supo. Se acercaban. Podía sentir su presencia, oír sus acompasadas respiraciones.
Lo único que en ese momento se le ocurrió hacer fue hablar en voz alta. No se había vuelto loco, no tenía que recordar o memorizar nada, no rezaba sus oraciones.
Lo que él hacía era imitar el sonido de varias voces, para engañar a los lobos, y hacerles pensar que no estaba solo.
Al principio, pareció que la idea funcionaba. Los lobos retrocedieron unos pasos. Pero conforme iba pasando el tiempo, iban acercándose poco a poco, sin que sus patas hicieran ruido.
Ya casi estaban encima de él y del coche. Mi abuelo pasó de pensar lo más rápidamente que podía, a dejar la mente en blanco en un segundo.
Uno había empezado a olisquear el maletero, y otro había puesto las patas en la puerta trasera.
En ese mismo momento, se alejaron corriendo. Mi abuelo no se dio cuenta inmediatamente; tenía los ojos cerrados, los puños apretados con los nudillos blancos, y un sudor muy frío corría por su frente.
Cuando recuperó el control sobre sí mismo y sobre su miedo, abrió los ojos, y miró hacia la carretera.
Una luz había aparecido al final del camino. En un principio, no supo distinguir lo que era; pero, cuando discernió la figura de un coche que se acercaba rápidamente hacia él, por poco grita de alegría.
El conductor paró a su lado. Bajó del coche; y, cuando se hubo acercado a él, le preguntó qué le había pasado.
Mi abuelo le contó resumidamente su situación. Cuando terminó, su salvador se presentó. Era el médico del pueblo, que, aun teniendo prisa, se ofrecía a ayudarlo.
Mi abuelo cambió la rueda, iluminado por aquel buen hombre. Hecho esto, le agradeció las molestias. Le debía la vida.
Se despidieron, y tomaron caminos diferentes.
Ya en la carretera general, la atmósfera cambió. La luna que antes tan poco alumbraba, ahora era casi como el sol, y se podía ver perfectamente.
Mientras el médico iba a Alcañices, mi abuelo fue hacia Zamora.
Allí todas las luces estaban apagadas. No había ni un alma por las calles, y se lo pensó mejor. Siguió hasta Casasola.
Aparcó el coche y entró en su casa.
Cuando lo vio mi abuela, le echó la bronca. Eran las tres de la mañana. Contó su historia cuando pudo. Le costó que su esposa lo creyera.
Los niños estaban cenados y en la cama. Mi abuela le propuso cenar, a lo que él le contestó:
-       No ceno, ni como, ni bebo, ni hago nada; demasiado que me he librado. Me meto en la camica, y a callar.
-       Pero cenarás algo.
-       Nada. He prometido que si llegaba a casa ni comer, ni cenar, ni beber nada.

Y lo hizo. Se fue a la cama, y no se despertó hasta la hora de la comida.

Casasola

     La suave brisa mecía las ramas del viejo árbol. Yo, ensimismado en la más profunda tranquilidad, me desperecé tras la plácida siesta y contemplé el atardecer malva y grana mientras a mis oídos llegaba el dulce sonido de las doradas hojas besándose unas a otras y la melancólica voz de una paloma. El áureo y ondulante campo castellano se me presentaba, y podía ver pueblos a varios kilómetros de distancia, los aspersores vertiendo el reluciente líquido vital a las bastas plantaciones, un solitario coche bajando por la carretera... ¡Oh antigua tierra de mis ancestros, y qué bella eres! Del pueblo se oían ecos de voces, el ladrido de un perro, las campanas marcando las nueve... Entonces, un frío soplo de viento terminó de despertarme de mi ensueño: el verano se acababa.


Abismo

     Tras tan largo y tortuoso camino, me hallé sin saber cómo ni por qué al borde del más alto precipicio. Junto a mí no había sino silencio y luz, una luz cegadora. Después de todo, ¿qué hacía yo allí? Pero no sabía que a todos nos llega la hora, que todos tenemos el mismo sueño. Miré a la izquierda, miré a la derecha, y nada vi. Miré hacia arriba y tuve que agachar la cabeza para no quemarme los ojos. No quería mirar abajo pues conocía mi destino, mas unas ganas insoportables de hacerlo me invadían. La más pura blancura me acompañaba, y no sentía nada más que la fastidiosa luz. La soledad me angustiaba, me oprimía fuertemente el pecho. Yo no quería estar ahí, ¿por qué estaba allí? Pero tenía que estar allí, era donde debía estar. No sabía qué hacer ni qué no hacer para salir de ese horrible sueño y escapar de tan opresiva sensación. No me encontraba cómodo allí. ¿Cuánto hacía que estaba allí? Toda una vida, una eternidad. No sé cómo ni por qué, pero miré hacia abajo. En ese instante me mareé y la más abrumadora oscuridad se adueñó de todo y caí al abismo. En contra de lo que yo había pensado, no estaba solo: mi padre me sujetó de la mano desde lo alto y la luz volvió a aparecer en el cielo. Poco duró mi esperanza, pues mi padre también cayó. Y nos precipitamos los dos juntos hacia las profundas entrañas de lo desconocido, de la mano.

Pesadilla

     Los más oscuros pensamiento erraban libremente por mi cabeza. Unos inconexos, otros ya olvidados. Todos ellos se me presentaban lejanos, ajenos, como los ecos de un coro en una gran catedral. Se iban sucediendo en una vorágine desordenada y hueca, rápidos como una cascada, certeros como la apolínea flecha. Finalmente, se me presentó una imagen clara y nítida: el cuerpo exánime de mi querido abuelo rodeado por una luz cegadora y un silencio atronador. Entonces desperté. Las más pesadas lágrimas recorrían mi rostro, mi respiración galopaba desbocada, ahogándose en mi garganta, mi corazón palpitaba como un acelerado timbal solitario. La más honda tristeza se apoderó de mi alma. "Está muerto, muerto, muerto..." Un halo de luz salvadora salió de mi mente: "No, no está muerto, no puede estar muerto, ha sido un sueño..." Pero, vapuleada por los más sórdidos pensamientos, la esperanza se hundió en el más profundo precipicio y continuaron las más cálidas y sentidas lágrimas de mi corazón. Procuré serenarme, olvidarme, recuperar la luz perdida. Una y otra vez, ésta volvió a hundirse entre las bravas olas del furioso océano. Por fin, agotando todas las fuerzas que me quedaban, conseguí abrir las aguas del oscuro mar de mi malévolo subconsciente y la luz brilló; primero temerosa, lánguida; luego un poco más consistente; y después alumbró las domadas olas en toda su extensión, convirtiendo la salada espuma en el motor de mi razón.

     Cuando, pasada una eternidad, volví a ver a mi abuelo, lo abracé más fuerte de lo que nunca lo había hecho.

Poesía

¿Es posible la poesía sin amor?
Yo respondo: ¿por qué no?
Poesía es encontrar la riqueza en la pobreza
La abundancia en la escasez
La alegría en la tristeza

Poesía es plantarle una sonrisa al mundo
Desafiante
Poesía eres tú
Poesía somos todos
Poesía es la flor en el campo yermo

Poesía es el fuego de la vida
Que nos abraza
Que nos une
Que nos hace ver las cosas desde dentro
Que nos hace amar...

¿Es posible la poesía sin amor?
Yo creo que no.
Poesía es amar a las cosas
Poesía es amar a la vida
Poesía es...poesía.



Soledad

                Cuando llegó a casa, no había nadie. La más solitaria oscuridad lo oprimía. Juan se tambaleó en su borrachera en busca del interruptor. Tras tropezar con el sofá y tirar una mesilla, dio con lo que buscaba. “Pero ¿qué cojones pasa aquí?” La luz no se encendió. El miserable llegó milagrosamente a la cocina y abrió el frigorífico. Sólo medio limón quedaba en él. “¡MARÍAA!” Nadie respondió. “COMO TE PILLE TE VOY A MATAR”. De nuevo, silencio. Con dificultad se arrastró hasta su cuarto. Vacío. Cuando cayó en la cama, se sintió inexplicablemente feliz.


                Una cantidad ingente de personas formaba la cola en medio de la calle. Juan esperaba su entrada en la oficina del INEM sentado a la sombra, abrazado a sus rodillas. Entre las manos tenía la nota que le había dejado su mujer:
                “Estimado hijo de puta:
Estoy harta de tus borracheras diarias, de que no des un palo al agua, de tus mentiras… estoy harta de ti. Me voy. Me llevo a Laura. No esperes volver a vernos nunca.
                Adiós.”
                Mientras tanto, llegaba a él una algarabía de voces y ruidos. Los niños jugaban a su lado en un parque, riendo, felices, a la luz del sol. “No esperes volver a vernos nunca…”


                El sonido del teléfono le taladraba los oídos. Nuestro héroe buscaba desganado en el frigorífico: había bebido todas las cervezas. Aunque eran las tres de la tarde, la luz no entraba por las ventanas y la cocina se hallaba en tinieblas. Tras dar un enfurecido portazo, Juan fue al mueble-bar del salón. Sólo queda un culo de una botella. “Manda cojones…” Mientras, el teléfono seguía gritando sin parar. Tras terminar el bourbon de un trago, cogió el maldito teléfono. Era Yolanda, la asistente de su padre.

                               
                “La ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, ha afirmado hoy que la recuperación económica ‘va sobre ruedas’, pues España ‘lidera la bajada del desempleo en Europa’…”
-         -   Juan, amigo, la cosa está muy mala. Con la que está cayendo, en vez de a las Bahamas hemos tenido que ir a Italia este año – dice Carlos, eterno, fiel y comprensivo amigo de nuestro protagonista.
-         -   Así es – afirma su mujer – Mira, venimos de las rebajas, hemos comprado todo esto – muestra innumerables bolsas de ropa y complementos.
-          -  Como digo, la cosa está fatal, amigo.
Juan mira sin ver su tercera copa de vino, sin hacer caso al matrimonio.
-       -    Me tengo que ir.
-       -    Sí, claro… - empezó Carlos. Pero su estimado amigo ya se había ido cual sombra errante.



  
                 El viento corría incansable, molestando a nuestro hombre. Mientras el cura hacía los imprescindibles oficios funerarios para que el difunto pasara a mejor vida, Juan fumaba un cigarro tras otro desde sus oscuras gafas de sol, apoyado en un viejo ciprés. Su repugnante borrachera lo ayudaba a sobrellevar la situación. Pensaba. Aquella mañana una carta llevó a su puerta el cartero. Lo desahuciaban.
-          -  Señor, mi más sincero pésame…
-          -  ¿Tú quién eres?
-          -  Soy el abogado de su padre. Vengo a hablarle de la herencia.
-        -   Sí, buen momento para hablar de dinero, putas, viajes…-el beodo heredero por poco se cae.
-         -  ¡Señor, téngase!
-         -  Estoy bien, joder, ¿no lo ves? ¿Cuánto…?
-         -   Perdone, ¿cuánto?
-         -   Sí, cuánto la herencia…¿sabes?
-          -  Señor, su padre tenía muchas deudas. Ya sabe, la letra, la asistenta…
-        -   Déjate de rodeos: ¿cuánto?
                     En aquel instante, un lejano rayo se hizo oír. El cielo descargó toda su furia, y la inexorable lluvia acompañó al furioso viento, apagando el cigarrillo a nuestro héroe.
-          -  ¡Mierda! – Juan se fue, dejando al atónito abogado sin saber qué hacer.


               Tras media hora de implacable subida, la ciudad se extendía brillante ante él. “Si pudiera…” Juan no atendía en absoluto a la exuberante naturaleza que lo envolvía y que lo observaba fijamente, desde las sombras. Cuando recobró el aliento, dio varias patadas a cuanto tenía a su alrededor, enfurecido con el mundo, y cayó al suelo. Seguía lloviendo reciamente, pero a él todo le daba igual. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”


               Días después, se halló el cuerpo inerte de Juan en el fondo de un barranco. A nadie le importó, más allá del misterio que envolvía su trágica muerte. Nunca se supo si se tiró él o fue empujado… Dios sabe por qué.


Amor

   Un torbellino de ideas y de alegría danza libremente en mi cabeza. El amor empieza a correr en mis venas, como la rosa que comienza a florecer, como un faro que anuncia la llegada a tierra, como un hombre que no aprende y tropieza por enésima vez con la misma piedra. Todo a mi alrededor es poesía. Cada palabra, un recuerdo; cada recuerdo, una sonrisa; a cada sonrisa, más enamorado estoy.

September ~ (8-9-2013)

   Septiembre tornaba a su fin. Estaba distraído, contemplando a través de su ventana el paisaje otoñal que se le extendía. La lluvia se llevaba las primeras hojas que caían, el viento azotaba las copas de los árboles y el cielo gris empezaba a oscurecer. Pensaba en ella, como siempre que estaba solo. Pensaba en la última vez que se vieron, en su olor, en su sonrisa... Y también como siempre, pensó sobre sus posibilidades. Le había declarado su amor, pero ella no había dejado nada claro. Él sabía que no tenía nada que hacer. Intentó reprimir las lágrimas cuando aquella canción sonó, pero no pudo. Tan absorto en sus pensamientos estaba que no oyó cómo se abría y cerraba la puerta de su cuarto y unos pasos hacia él se acercaban. Era ella. Lo abrazó por detrás, lo besó en la mejilla y le susurró al oído "No te preocupes, todo va a salir bien. Te quiero."
   Entonces despertó. Despertó con ese sopor típico, sin saber si había estado soñando o no. Contempló sus libros, miró a la ventana. Había anochecido. "Ha sido un sueño" pensó. "Algo así no me va a pasar nunca. Ella jamás se fijaría en mí." Y sin cenar, se acostó y se durmió entre lágrimas y tristes pensamientos.

Soledad (10-9-13)

   Siempre había sido un chico solitario. Desde pequeño le gustaba ir a un bosque cercano a su urbanización y pasear entre las encinas, ya fuera primavera, verano, otoño o invierno. Era una forma de alejarse tal vez por unos momentos de todos sus problemas: de los gritos en casa, los abusos de los compañeros de clase...
   Pero ese día de septiembre, que nunca olvidaría, fue distinto. No estaba solo en aquel encinar. Deambulando por allí vio a una muchacha hermosa, seguramente de su edad. Era rubia, de ojos verdes como un caudaloso río y de piel blanca como la nieve. Parecía distraída, metida en su mundo, llevada por sus pasos hacia ningún sitio. Él la observaba desde un pequeño puente de madera que cruzaba uno de los sendos riachuelos que surcaban el bosque. Cosa extraña. No solía haber nadie por esos lares. Y lo que más lo extrañaba era el no haberla visto nunca. Finalmente, se decidió a saludarla. Cosa extraña también. Siempre había sido un chico tímido, raramente se acercaba a las chicas de su edad; pero con ésta había algo distinto y no sabría explicarlo. La saludó. Ella no lo había visto y se sorprendió, pero pronto estuvieron sentados sobre las hojas secas, apoyados en un árbol, charlando sobre cualquier cosa.
   Esto pasó día tras día, mes tras mes. Hiciera frío o calor, lloviera o granizara. Habían encontrado un pequeño escondrijo, un agujero hecho en unas piedras donde cabían sentados y podían resguardarse de las inclemencias del tiempo. Tenían los mismos gustos: les encantaba leer, el cine, escuchaban la misma música, ambos tenían problemas con sus padres... Él creía que había algo mágico y a la vez extraño en su relación Había veces que estaban callados todo el tiempo, contemplando el paisaje o caminando; otras hablaban sin parar...Incluso algunas veces pasaban el tiempo mirándose fijamente.
   Él sentía algo cada día más profundo por ella, algo que no había sentido antes por una chica, y no sabía cómo actuar ni qué hacer cuando pensaba en ello. Pero cuando estaban juntos, todos los problemas se esfumaban. No había momentos incómodos ni tensos; no había discusiones ni riñas. Ella era la mujer que él siempre había soñado. Era perfecta...
   Hasta que un día de junio, en que estaban sentados en un saliente de roca desde el que se alcanzaba a ver buena parte del panorama, sucedió. Lo recordaba perfectamente, como si hubiera sido ayer. Estaban hablando de lo que harían esas vacaciones. Ella iría a su pueblo y se iba al día siguiente. Él viajaría por su país, pero no sabía cuándo se iría. Lo cierto es que la idea de no verla en un tiempo lo entristeció, y bajó la cabeza, meditabundo. Ella se dio cuenta, y cogió su barbilla con una mano y la subió para que lo mirara. Estaba llorando, y le enjugó las lágrimas. "No llores, bobo. Volveremos a vernos... pronto." Le decía. En estas estaban cuando ella se acercó lentamente hacia él. Éste no sabía muy bien que hacer, así que la imitó. Esos momentos se le hicieron eternos, hasta que al fin sus labios se rozaron. 
   Él nunca pensó que su primer beso sería así. Fue algo mágico, extraño, y a la vez... frío.

   El verano pasó. Esperaba pletórico el momento de su reencuentro, y casi corría hacia el saliente de piedra donde se vieron por última vez. Era septiembre. Se conocían desde hacía un año, pensó. Y mientras esperaba, se puso a rememorar todos los hermosos momentos que habían pasado. Así estuvo, absorto en sus pensamientos y buscando con la mirada su llegada, hasta el anochecer. Día tras día, mes tras mes, él fue a aquella piedra y a mil sitios más. Pero ella no llegó. Pasó un año, y con él toda su ilusión y esperanza. "No volverá" pensaba. Y lloraba amargamente, sin nadie que lo consolara en aquel bosque solitario. Solitario como lo era él. Y como siempre lo sería, pensaba.
   Pero un día, paseando por el bosque, tropezó con algo. Tras maldecir aquello que fuera, lo observó. Era una lápida, y parecía ser muy antigua. La limpió como pudo con la mano y, cuando contempló el nombre que en ella estaba escrito, enloqueció.

   A los pocos días, su cuerpo fue hallado junto a la lápida. Se había ahorcado, y su cara reflejaba una expresión de terror tal que nadie quería tocarlo. Finalmente fue enterrado debajo de donde se había suicidado... junto a Ella.




Noche invernal (29-1-2012)

   Hacía frío aquella noche de invierno. La más absoluta soledad lo acompañaba. Cada vez que pensaba en ella...
Todavía no comprendía bien lo que acababa de pasar. O más bien, no lo asimilaba; sabía perfectamente lo que había sucedido. Ella se había ido, y no la iba a volver a ver. Nunca.
   El gélido viento le apuñalaba la cara. Seguía de pie, tal y como estuviera cuando supiera que ella se había ido. Seguía junto al banco de siempre, frente al silencioso río. Ya era tarde. No había nadie por aquel lugar, por aquel parque de tétricas formas. Sólo estaba él, solo. No sabía cuánto llevaba allí, ni tampoco quería saberlo. Había perdido la noción del tiempo mucho antes. "Adiós, cariño" fueron sus últimas palabras. No volvería a besarla, a tocarla, a abrazarla; no la tendría más entre sus brazos ni en sus piernas; no notaría de nuevo sus caricias ni su pelo entre sus manos; no oiría otra vez su bellísima voz; no sentiría el roce de su cálida piel. Todo había acabado tras ella. Y ahora, solo ante la inmensidad, no tenía de otra. Cogió la pistola que se hallaba en el suelo. La martilleó, y se acercó al cuerpo inerte de ella. Púsose el arma mortal en la sien, y, tras recordar todo aquello que pasaran juntos, disparó.



Mañana de verano

En una glauca mañana de verano
en su cénit el sol abrasador
emprendo animado el camino
por el campo castellano en su extensión.
A cada momento
la naturaleza muestra su esplendor.
Caminando me siento vivo
alegría, cansancio, calor.
Suave el viento corre,
los pájaros me ofrecen su canción.
Y yo sigo adelante
en tan preciosa estación
disfrutando del paisaje
sin ninguna preocupación.