El arquitecto y la realización del espacio público urbano. Responsabilidad(es) social(es).

         El arquitecto es el encargado de diseñar el espacio público urbano mediante planos y abstracciones. Debe imaginar cómo mejorar la calidad de vida de los ciudadanos estudiando sus hábitos y costumbres, aunque al final son éstos los que conforman y afianzan el espacio público urbano con sus pasos, sus paseos, su cuidado por lo público, su uso individual y colectivo. Influyen también las intenciones del político detrás del encargo. El arquitecto tiene pues un papel importante pero no único en la realización del espacio público. Para acertar debe analizar y reconocer los problemas del espacio existente, así como su historia, su significado, su dimensión social. El arquitecto debe saber de geometría, geografía, historia, antropología, economía, sociología, etc. para proponer un espacio acorde a sus íntimas y únicas circunstancias.
         El arquitecto tiene, qué duda cabe, una responsabilidad social al trabajar sobre el espacio público.         A día de hoy, la práctica urbanística, juntamente con la realidad actual, se hace cada vez más compleja. En una sociedad cada vez más injusta y menos equitativa, en que surgen desafíos y nuevos problemas cada día, el papel del arquitecto es clave. En una sociedad en que, a pesar de décadas de activismo ecologista y social, muchas de las grandes cuestiones de nuestro siglo no se abordan apenas desde el poder, corrompido como está por los mercados, las multinacionales y su dinero, las soluciones deben empezar desde todos los campos antes de esperar la respuesta necesaria del gobierno. Todos podemos poner nuestro granito de arena para mejorar el mundo. Todos podemos ahorrar en electricidad, usar menos el coche, no despilfarrar papel, gasolina, calefacción, participar en ONGs, reciclar… Al mismo tiempo, las empresas de electrodomésticos cierran los oídos al oír hablar de obsolescencia programada, las constructoras miran sin remordimiento el ascenso del ladrillo (al tiempo que la televisión recomienda invertir en el sector si te toca la lotería) cuando aún sufrimos desde hace demasiados años esta crisis interminable, las empresas armamentísticas callan cuando hablan de derechos humanos y los norteamericanos se llevan las manos a la cabeza cuando un loco protagoniza los telediarios de todo el mundo por una matanza a mano armada en su país. Pero el cambio necesario es posible, y empieza por nosotros mismos. El arquitecto tiene más posibilidades para mejorar una diminuta parte de nuestro diminuto mundo, tiene una importante responsabilidad social. Por eso es necesario que recapacite sobre el mundo en que le ha tocado vivir, que busque unos espacios públicos de calidad usando el principio de elegancia de Brugmann, resolviendo los problemas con medios económicos y simples y sacando su máxima potencialidad. El arquitecto debe sensibilizarse con los problemas de la sociedad, debe tener en cuenta los principios ecológicos para realizar espacios sostenibles y a la vez atractivos, que inviten al paseo, a la estancia. Desgraciadamente tenemos en nuestro país muchos ejemplos de arquitectos que se han olvidado de todo esto, muchas veces corrompidos por las redes del poder igualmente corrupto, y ha provocado daños irreparables. Debemos aprender de esas Ciudades de la Justicia, de esas Ciudades del Medio Ambiente, de esas urbanizaciones fantasma, de esas construcciones en espacios protegidos, de todo ese despilfarro para intentar no caer en los mismos errores del pasado y pensar más en las personas y en la “naturaleza”; debemos pensar en los errores (y aciertos) de las generaciones pasadas para mejoras las presentes y futuras. Resulta sintomático que a día de hoy el Ministerio de Justicia prefiera una gran Ciudad de la Justicia en el barrio Girón en un nuevo y resplandeciente edificio, en contra de la propuesta del concejal de urbanismo de Izquierda Unida Manuel Saravia, que quiere alojarla en el abandonado colegio de El Salvador, en la plaza de San Pablo. Éste es tan sólo un ejemplo de los muchos que podemos encontrar a nuestro alrededor si nos fijamos bien. Alguien que prefiere alejar los comercios, los hospitales, las universidades, los juzgados, las industrias no está pensando en los errores del pasado ni en el medio ambiente ni en las personas para las que se mandan construir estos servicios. No está pensando en la necesidad de ir en automóvil, en la contaminación, en la ocupación de más y más suelo, en las personas que no tienen coche o no pueden conducir. Muchos políticos han preferido obra nueva y fotografías de inauguraciones en periódicos locales a afrontar los problemas de la sociedad y la ciudad modernas. Y muchos arquitectos han optado por esta vía fácil, olvidando la despoblación de los centros urbanos, el descenso del comercio minoritario, los edificios ruinosos o abandonados, los barrios degradados. Tampoco hay que olvidar la importancia del papel de intermediario entre los usuarios, los promotores, las autoridades políticas y los financieros de que hablaba Lefebvre.
         Como los arquitectos y diseñadores de principios del pasado siglo, vivimos momentos de extrema confusión, debido al aumento de complejidad del fenómeno urbano. Hay quien añora supuestos tiempos mejores, hay quien construye parques de atracciones en lugar de espacios públicos…  Pero también son momentos de oportunidades. La globalización, Internet, los avances tecnológicos y constructivos hacen que prácticamente cualquier cosa se pueda hacer.
         Por todo ello afirmo que el arquitecto tiene una importante responsabilidad social a la hora de construir espacios públicos, y sobre ella debe reflexionar.

         Espero no haberme desviado del tema que se trataba a lo largo de este discurso ni haberme alargado en exceso.

Paseo (Apuntes de distintos días rutinarios IV)


"No es paz, sino misterio lo que deja la luna en la tierra."
Dionisio Ridruejo, Diario de una tregua.

Llegué a casa con ganas de andar, y con las mismas salí. Dos facciones combatían por el control del cielo: el azul celeste unido a un rosa ardiente y sensual en el poniente, y la creciente negrura que teñía de oscuridad y misterio el azul que tocaba. Tras un pequeño paseo hacia ninguna parte (el camino no es un medio sino un fin en sí mismo), cuando ya las lindes del camino se me hacen borrosas, me paro y contemplo los rastros de las urbes, con sus lejanos y tambaleantes puntos de luces naranjas y blancas que parecen guiños, al igual que los de las inmutables y escasas estrellas que se dejan ver. Entre ellas se vislumbra la estela almidonada de un avión. En medio del silencio sobrecogedor llegan los ecos de algunos coches, niños jugando, perros ladrando... Entre las casas se erigen altos postes de luz, que juntos parecen esos bosques de nueva plantación, tan regulares y monótonos. A pesar de ser la única persona en este camino de tierra, es imposible sentir que estoy solo. La luz del sol va desapareciendo entre las nubes al oeste, y las sombras ganan terreno en la cúpula celeste, pero no me es posible retomar el camino a casa aún. Éste se confunde cada vez más con los campos y el mismo cielo, cada vez más oculto en la oscuridad. La luna apareció, achatada como un melón, amarilla y horadada como un queso, mientras más estrellas poblaban el cielo como pámpanos de hielo.

Volviendo ya con paso incierto, a lo lejos vi como unas tinieblas cernidas sobre el pueblo, algo como si los montes lejanos hubiesen sido pintados con tiza blanca. Al mismo tiempo llegaron a mis oídos los gritos distantes de mucha gente, por lo que mi imaginación pensó en lo que no confirmaba mi olfato: incendio, fuego. Casi había entrado en la población cuando entendí lo que realmente pasaba: las altas farolas del campo de fútbol iluminaban un partido aclamado desde fuera por el público excitado.
Al final el frío y las tinieblas me devolvieron a casa, desde donde ordeno como puedo estas palabras. No ha sido un paseo muy largo pero he descubierto el placer de andar y disfrutar andando.





Despertar (Apuntes de distintos días rutinarios III)

                Entre legaña y legaña viajaba  de camino a la universidad; más dormido que despierto, soñando a pesar de la creciente distancia que me separaba de la cama. Mi coche era un punto negro entre dos lenguas grises. La carretera era el reflejo del cielo, con un gris claro y húmedo. Dejando a un lado a los árboles que se movían perezosamente saludando al nuevo día, mis ruedas aplastaban los charcos de leche sin piedad en una rotación vertiginosa que me impulsaba velozmente. El cielo, todo nubes, parecía querer aplastarnos con su pesadez invernal, presionando a la carretera, que trataba de escapar mimetizándose con su oponente y serpenteando en su huida. La inmutable máquina escapaba de la claridad creciente del este, buscando un refugio en la ciudad, que ante ella se extendía. Sus faros alumbraban el agua del suelo y los puntos reflectantes de los quitamiedos. En medio de esta atmósfera enrarecida se alzaron, imponentes, los postes de luces, y aparecieron otros coches, cuyos focos se unían a los de mi coche y los de las farolas para vencer la oscuridad, en esa indiferencia urbana por la naturaleza. Había entrado en un mundo diferente, había pasado por los verdes llanos, encajados entre montes lejanos y nubes, donde el ritmo natural es constante, imperturbable, en continuo cambio; para internarme en el reino del bullicio, el ruido, los horarios fijos, la luz… Había empezado un nuevo día.


Infancia

Estas navidades he hecho un viaje al pasado, a mi infancia. Y no por las películas que siempre emiten en la tele, los regalos, los dulces o la familia. Simplemente me he introducido en los renglones donde pasé mi Edad de Oro, escarbando cajones, revolviendo estanterías, ojeando fotos, libros y juguetes antiguos... He entrado en lo más recóndito de mi cuarto a gatas hasta encontrar verdaderos tesoros ocultos, como un baúl lleno de mapas que dibujé hace tantos años (que debía estar escondido en la playa del río que pasa enfrente de mi casa, el Pisuerga, y cuyas indicaciones náuticas llevarían a una isla perdida repleta de peligros, aventuras y tesoros), mi caja en forma de casa donde guardaba las pinturas, el maletín que servía de pupitre y almacén de folios, o el resto de libretas llenas de dibujos de cuando tenía siete, ocho...doce años. De niño me pasaba horas y días dibujando; algunas veces, me movía el deseo de terminar la libreta y empezar otra nueva. Dibujaba edificios, camiones, trenes, barcos, idílicos atardeceres en el mar con barcos surcando horizontes y veraneantes en la playa, verdes campos surcados por un río serpenteante y un pastor con su grey, soles resplandecientes con gafas de sol (qué paradójico, ¿no?). Son dibujos perfectos para psicoanalizar y contrastar con quien soy a día de hoy; no hay más que ver mi pasión por los edificios de todas las clases y formas para relacionarlo con la carrera que estoy estudiando (cosa que deseo desde que tenía tres años, es como cumplir un sueño). Mi imaginación, que ha cambiado un poco en todo este tiempo, ha vuelto a volar en medio de mis juegos fantasiosos de mocedad, como el "club del árbol" que ideé para jugar con mis amigos. Incluso he amenizado esta vuelta al pasado con la música que más natural me era para entonces: La Flauta Mágica de Mozart, que llevo escuchando desde antes de tener consciencia en boca de mi padre y su grupo de canto; tanto es así, que cantaba sin vergüenza alguna lo que oía sin tener ni idea de alemán.
En los estantes menudean los libros de aventuras, viajes (Julio Verne, Emilio Salgari, Los cinco), policíacos (cómo no, Agatha Christie), cómics de Astérix y Obélix o Mordatelo y Filemón, mi colección de sellos, los guiones de las obras de teatro que representé en el instituto...
Todo esto lo he realizado además en el marco de ésta que fue mi habitación, que conserva el ambiente decadente de pubertad en que se ha congelado, con sus libros olvidados, sus pósteres de conciertos, sus carteles políticos satíricos... Todo mi cuarto está repleto de antiguas anécdotas indelebles, recuerdos de viajes, objetos simbólicos de otras épocas (como la bandera de mi primera manifestación, una huelga general, o la guitarra de mi padre que nunca llegué a aprender a tocar) cubiertos por una gruesa pátina de polvo y olvido que, sin embargo, les da una imagen vetusta, regia, tras soportar el paso del tiempo y la desidia. Medallas del futbito de mi pueblo, diplomas de cursos y concursos, discos como mi primera colección de música clásica o mi época de Michael Jackson, libros de texto, puzles, juegos de mesa, juguetes (coches, aviones, trenes, barcos, peluches, animales, bichos)... Podría escribir un libro con todo lo que podría contar buscando en esta habitación.
Este retorno a mis orígenes me ha hecho valorar la importancia de la infancia en el desarrollo de las personas (¿cuándo deja un niño de ser inocente y puro, de ser un niño?). El pasado forma parte intrínseca del presente y del futuro, y creo que se puede ser más feliz si se conserva y cuida ese niño que todos llevamos dentro, ideal de alegría y despreocupación.
De mi infancia echo algunas cosas en falta, como el interés de los maestros por sus alumnos, su aprendizaje y evolución; esto tan recomendable, esta comunicación entre profesores y alumnos, se fue perdiendo en secundaria (aunque con tímidos intentos de acercamiento con la profesora de “orientación”) hasta llegar finalmente a los estudios superiores, inferiores en empatía, algo muy sano que nos hace más humanos. Si bien es cierto que somos adultos que nos valemos por nosotros mismos, eso no tiene que ver con el pasotismo generalizado, la indiferencia de los docentes en la universidad, que en su mayoría no piensan más que en dar las clases que tienen que dar y cobrar a final de mes, sin importarles lo más mínimo lo que sus alumnos aprendan o no y dejando como única prueba de sus conocimientos un examen a final de curso. Estos mismos profesores (no cualquiera puede ejercer esta profesión) deberían bajar de sus departamentos y aprender (sí, ellos también pueden aprender) de los maestros de escuela. Seguro que sacarían muchas cosas en claro.
Otro aspecto interesante de la infancia es la facilidad de los niños para sobrellevar con alegría los pequeños infortunios de la vida, su general buen humor e inocencia (todo esto depende de la edad, claro). Tal vez deberíamos ser más niños, como proponía Nietzsche, llevar los sinsabores de la existencia con humor infantil, como hizo Mozart, un alma atormentada y desgraciada que, sin embargo, supo componer obras alegres, elegantes, tanto para adultos como para niños (¿recordáis que os hablaba de La Flauta Mágica?), obras de aparente sencillez en un mundo tan complejo como el que le tocó vivir, que son tan válidas hoy como en su época.
Tal vez deberíamos dar menos importancia a algunos aspectos de la vida, aprender a reírnos de nosotros mismos y empatizar con nuestros congéneres; al fin y al cabo, somos seres sociales e individuales, no podemos vivir sin nuestros vecinos, y todo lo que somos y sabemos se lo debemos a esa sociedad y esa cultura en que nos hemos criado.

La flauta mágica



    Vistas desde mi cuarto.

Momento (Apuntes de distintos días rutinarios II)

                Como saliendo de una pesadilla que me oprimía el pecho, me incorporé sobresaltado de la cama con el sonido de la alarma. 8:32. Tras el susto, mis párpados se volvieron de acero y mi cuerpo de plomo. Toda la fuerza de mi sueño me empujaba de nuevo hacia la cama, pero mi cabeza estaba muy despierta. Me levanté, rápido aunque con desgana, para apagar la alarma y seguir los ritos matutinos. Ducha, desayuno, universidad. Pero cuando subí mi persiana, llevé otro sobresalto. Una claridad blanquecina me cegó los ojos. Aturdido, pensé que me había levantado tarde, que había sonado mal la alarma, que no era la hora que el reloj decía… Cuando mis ojos se habituaron a la luz, miré hacia el este, y entre tejas cubiertas por la escarcha vi las nubes arreboladas, que formaban un cuadro de explosión solar: un nuevo día empieza hoy gracias a esa luz celestial que precede al sol. La imagen de este amanecer rodeado de cielo blanco como la nieve de montaña eliminó todas mis sensaciones anteriores y me llenó el pecho de felicidad infinita, de vida. Se me hizo necesario correr los vidrios y respirar el aire fresco (a pesar de mi reciente catarro) para sentir aún más ese momento, para notar el frío en mis mejillas, en mis dedos, en mi garganta, y juntar a todo ello mi aliento cálido, cálido como las imágenes que esta visión traen a mis mientes. He sentido la naturaleza más fuerte en medio de esta sucesión mía de estudios encerrado en mi habitación y paseos de casa al coche y del coche al aula. Y me doy cuenta de que éste es el primer amanecer del año en que reparo. Debería hacerlo más veces. Es un día más, sólo hemos coincidido mi alarma y el ciclo solar; pero contemplar ese oro y esa grana me han hecho sacar el portátil a escribir, sin importar el tiempo que es, devolviéndome a la cama.
                Ahora, todo el esplendor de luz y vida se ha apagado, se ha esfumado como un fantasma, se ha escondido entre los ladrillos de las casas de enfrente; igual que el agua de mar huye de la arena donde acaba de dejar su beso de sal y espuma, e igualmente volverá, en un ciclo repetitivo, mañana, como las olas del mar. Lo que ahora me queda son estas líneas, esta luz fría que empieza a entrometerse en todos los rincones de mi cuarto, y este cielo que se confunde con el aluminio de mi ventana. Después de esto, entiendo mucho mejor a los pintores impresionistas, los momentos se escapan y, cuando se han ido, ya no es igual, ya es otro momento distinto. Después de esto, digo, valoro más la poesía de cada momento, como también me enseñan Dionisio Ridruejo o Juan Ramón Jiménez en sus letras. Mi intento de retener este cuadro se limita a estas palabras y estas fotografías. Éstas reflejan una realidad visible; aquéllas, otra sólo sensible. 
                 Y me pongo a pensar. El cuerpo no es ajeno a la poesía. Sus sentidos son los labios que beben de la fuente, que es la vida; y el líquido que emana, la poesía. La vida de un poeta (si no por la calidad de lo escrito, por lo sincero de sus palabras) a veces se detiene en estos pequeños detalles...

                De repente, se oye otra persiana subir, como un mecanismo desengrasado, y una puerta que se abre, seguida de unos pasos bajando la escalera y una puerta que se cierra. Mi padre, con su despertar, me ha devuelto adonde estoy: es momento de ir a la universidad. Tras este episodio voy más contento a mi último examen de enero. 

La música de Mahler me lleva de nuevo a esta imagen.