De Quijotes y Sanchos

Muchas veces recordaba él también tiempos pasados, tiempos felices de inocencia, travesuras, infancia. Entonces era su padre su guardián, su escudero, su acompañante realista de las aventuras que él imaginaba en sus juegos. Recordaba los buenos ratos que pasaron juntos en el corral de su casa del pueblo, en que se subía a la parra con su espada de madera para combatir monstruos mientras su padre vigilaba atento, cuidando de que no se cayera, diciéndole que tuviera cuidado de no rasparse con el rugoso tronco…
Aun cuando mozo, siguió soñando con un mundo mejor mientras su padre se mostraba escéptico con sus esperanzas. Pero el tiempo pone a veces las cosas del revés y, mientras uno maduró y se casó, el otro sucumbió al peso de los años. El mismo que le enseñó a caminar necesitaba su ayuda para no caer. El mismo que lo limpiaba y lo bañaba cuando apenas contaba un año necesitaba de su hijo después de casi una centuria de vida. El mismo que lo ayudó a pensar y razonar era incapaz de recordar en qué día vivía.
Antes, la sabiduría de los años del uno se complementaba con la vitalidad del otro; entonces a aquél sólo le quedaban unas canas de testigos de  aquella sabiduría que fue y una mezcla atropellada de melancolía y recuerdos confusos, desordenados. La ya de por sí difusa línea divisoria entre pasado y presente se revolvía en tremendo remolino, y el anciano confundía el ayer con el hace veinte años. Entonces era el hijo el que llevaba a su progenitor, cuando hacía tan poco era éste quien tenía que sacar a aquél a rastras del parque para volver al calor de su casa, para resguardarse del oscuro manto con que el cielo se iba cubriendo lentamente, en claro contraste con el dinamismo del chiquillo. Entonces, ese quietismo etéreo se reflejaba en el anciano, por dentro y por fuera. La nieve cayó sobre sus sienes y la niebla densa penetró en su cráneo, en su lugar pensante, paralizando de manera gradual su voluntad, su espíritu. En ese momento era él el idealista, el que soñaba cada día con mil fantasmas, con personas que murieron hace mucho, mientras se preguntaba qué día era, qué había de comida… Al mismo tiempo que iba olvidando caras, recordaba nombres e historias ajenas o propias de hace años. Su hijo, un adulto, lo acompañaba día a día respondiendo a sus cuestiones y guardando de él, cuidando de que tomase sus pastillas… Cada vez que decía algo fuera de lugar, su hijo se reía; pero por dentro lloraba. Cada frase sin sentido era una daga hiriente que se clavaba en su estómago. La sonrisa amarga del uno era inocente e infantil en el otro.
          Uno de sus fantasmas era el de su mujer, muerta y enterrada hacía pocos años, con quien le gustaba tomar café y ver pasar a la gente del pueblo sentados en sillas blancas de metal a la puerta de su casa, como siempre habían hecho. En ocasiones se le metía cualquier trivialidad en la cabeza que lo atormentaba, y su hijo pensaba que las voces que daba y su pérdida de la orientación debían semejar una terrible e inacabable pesadilla. Incluso se cabreaba por cualquier motivo, llegando a llorar, enfadado con el mundo y la vida, la que, decía, le gustaría acabar de una vez. Finalmente, su paradójico deseo se cumplió, y una mañana se despertó diciendo que se iba a morir. Su hijo, que se negaba a creerlo, observaba a su padre y le proponía escaparse de allí a pasear como todos los días, a lo que su padre negaba con la cabeza, templado. Miraba por la ventana el día gris claro, luminoso; la plaza del pueblo con las casas de adobe; la piedra rugosa de la iglesia; la cal suave de otras casas…el pueblo donde pasó la mitad de su vida y del que tuvo que mudarse para mantener a su familia. Veía las escasas sombras que cruzaban lentamente la calle hacia el bar y las moreras, cuyas hojas se cayeron una a una de las oscuras ramas, igual que sus propios recuerdos volaron de su cabeza. Lloraba su hijo junto a la cama de matrimonio en que reposaba el decumbente, cuya mano apretaba con fuerza la suya, hasta que desapareció poco a poco la presión y su cabeza cayó a un lado. El que fuera su sabio escudero murió loco, atormentado, pero sereno.


Por el Canal de Castilla (Apuntes de distintos días rutinarios VI)

                Este sábado de finales de febrero lo hemos pasado disfrutando de la bella tarde en un paseo. Después de recoger a Belén con mi coche, hemos llegado como hemos podido hasta el margen del Canal de Castilla, y hemos acabado en un pueblo buscando aparcamiento. Era la primera vez que iba por allí con coche, y no lo conocía muy bien desde el punto de vista del conductor. Una vez bajamos del coche, decidimos internarnos en esa población desconocida, sin nombre a su entrada. Lo único que encontramos fueron casas y más casas, casi todas de nueva construcción, a lo largo de la calle Arrabal, lo que nos hacía sospechar que estábamos en la periferia; pero no fuimos capaces de encontrar el centro del pueblo. Lo único que nos llamó la atención fue un pequeño parque al que había que bajar, con un par de columpios y una fuente que llenaba un pequeño estanque, donde para nuestra sorpresa nadaban varios peces de colores. Poca gente se veía por las calles, y reinaba en las calles una calma y un silencio sólo acompañados por el trino de los pájaros. Más adelante supimos por el nombre de un bar que el tal pueblo era la Overuela. 
               Decidimos volver junto al canal, a cuyo margen anduvimos olvidando por unos momentos el tiempo, la ciudad, las obligaciones… para contemplar de primera mano aquella tarde en que el invierno agonizaba. Nuestro camino se veía continuamente interrumpido cuando nos deteníamos a contemplar, tocar, oler y recoger flores, plantas, ramas o piedras que tirar al agua, haciendo que boten yo, intentándolo ella. La lámina plana de agua, que parecía inmóvil, se movía perezosa en lentos círculos concéntricos, mansamente, tras engullir la piedra lanzada, que se perdía de vista tras ese cristal de apariencia plácida y misteriosa. La superficie reflejaba todo cuanto a ella se asomaba como un voluptuoso espejo, y se diría que su color natural no era el marrón de febrero sino el azul más puro del cénit del cielo. 
               Como decía, en ese entorno de ensueño, la naturaleza mostraba indicios visibles por doquier de la cercanía de la primavera. La temperatura era templada; el agua del Pisuerga, más allá de la carretera y a menor altura que nosotros, tomaba el color marrón propio de sus crecidas; los almendros (símbolo del amor juvenil en su exuberancia) abrían sus flores a las ávidas abejas, que extraían su oro con impaciencia, volando de una a otra, y dejaban un agradable olor a su alrededor; por todas partes, las plantas asomaban sus pequeños y cerrados brotes verdes, sus capullos, al tiempo que los pájaros cantaban felices sobrevolando nuestras cabezas. Los chopos nos cobijaban y sus ramas desnudas, que parecían garras retorcidas que acababan en uñas puntiagudas, se acercaban a nuestra conversación para no perder detalle; del otro lado, sus ramas se curvaban buscando el agua, de donde brotaban una especie de espigas de trigo acuáticas o flotaban ramas caídas. El viento hacía murmurar a los árboles de hoja perenne que, unido al crujir de ramas secas y tierra bajo nuestros pies y el canto de los pájaros, era el único sonido que nos acompañaba, exceptuando algunos otros paseantes que, como nosotros, querían recrearse con este mundo apartado y a la vez cercano. Más adelante se oía también el ruido monótono de la maquinaria de una industria de madera, en su continuo movimiento y serrado de árboles desvencijados, exánimes. Cuando llegamos junto a un molino, restaurado recientemente y cuya función actual desconozco, este ruido se sustituyó por el de las aguas, que pasaban de su reposo a un frenesí de algas y espuma lanzándose hacia un agujero que las devoraba y las perdía, ocultándolas bajo tierra. Un poco más adelante, una compuerta metálica impedía el paso del líquido en su obstrucción. Al otro lado, el nivel del agua, estancada entre roblones e hierro de fundición, era menor e igual a la que fluía al otro lado de otra compuerta cerrada. Terminaba el conjunto en un arco de piedra y otro menor de ladrillo, bajo el cual el agua desviada al molino volvía a su curso entre cañas, lavandas y espuma. 
               Bajamos y nos sentamos en el margen de los muros de este último arco para descansar con el rumor acuático de fondo. El sol que en principio nos cegaba con su luz incisiva fue cayendo en la bóveda celeste hasta ocultarse en los alcores del otro lado del canal, dejando como único testigo de su existencia una línea divisoria cada vez más lejana de las tierras y campos que iluminaba y los que dejaba en sombra. Conforme el astro perdía fuerza, ésta la ganaba el color de la luna, en el lado opuesto. Cuando el gris cada vez más oscuro fue dominando el cielo, la luna creciente, casi llena, iluminó con intensidad el camino, rielando en la pacífica superficie del agua. Esta luz se veía violentada por las farolas de la factoría, que a pesar de la apariencia almidonada de algodón de azúcar del humo de sus chimeneas, en incesante emisión, rompía radicalmente con el entorno, siendo la carretera secundaria una barrera entre dos mundos, sin diálogo entre sí. 
               Nuestro paseo continuó por la otra ribera del canal, y más adelante encontramos una serie de antiguas casas molineras, en línea con él. Estaban totalmente abandonadas, tapiadas, ruinosas, y heridas tanto por golpes y grafitis como por una vegetación descontrolada que se internaba en patios, llenos de escombros, vidrios rotos y objetos destruidos, como baldes o muebles, además de algunos vertederos y basura como botellas y envoltorios. Las casas, todas blancas, de tejas planas y un arco en su entrada, estaban dominadas por un elevado depósito de hormigón, y debieron construirse en tiempos de escasez, tal vez la posguerra, ya que utilizaban bóvedas de ladrillo en el techo, y sólo se veía el hormigón en su encuentro con el suelo. Movidos por una idea de descubrir lo desconocido, lo ignoto, lo oculto, nos internamos en sus patios traseros entre ramas y zarzas. Entre todo lo anterior vimos un conejo que al oírnos huyó entre los matorrales, solo entre la inmundicia. No fue el único que nos encontramos, aunque sólo pudimos verlos en su sorpresa inicial, resultando inútil buscarlos tras su estampida. Del suelo y la insignificancia recogimos una gruesa pizarra, donde ella grabó nuestras iniciales igual con una piedra igual que hace en un encerado con una tiza en clase (como profesora o como alumna). Cobró así la piedra una simbología que antes no tenía, y que yo no soy capaz de explicar. Seguimos nuestro recorrido y, en la última casa de la fila, encontramos los restos del que fue el más bello jardín de esas casas, con un almendro en flor, una palmera, rosales cuyos brotes asomaban tímidos esperando mejor tiempo… y una fuente de piedra, aún con agua. Por ello prometimos volver en primavera, para comprobar lo que había cambiado, lo que seguía en su sitio, los rosales en flor y buscar la piedra tallada. 
               El único rastro del sol era por entonces unas nubes rosadas al este y una claridad amarilla, luego blanca, al oeste; por lo que decidimos volver tras atravesar un puente metálico, verde, y hacerlo vibrar y ondular con nuestros saltos, ya que se sostenía en buena medida con cables metálicos tensos y su plataforma oscilaba ligeramente con nuestros movimientos. Se levantó algo un viento más frío y en el retorno nos entretuvimos menos; solamente paramos junto al arco de piedra y la esclusa un momento para escuchar la amorosa llamada de un pájaro mientras otra ave acuática y patosa volaba hacia el ocaso al tiempo que graznaba, tal vez volviendo a su hogar ante la llegada de las tinieblas. Finalmente el día se clausuró con pensamientos sobre la pizarra de las casas molineras (“un poblado de fantasía” según la cómica inscripción en el hormigón que tapaba la puerta de una de ellas), entre otros. ¿Qué somos? ¿Qué llegaremos a ser? Cuando volvamos en un par de meses, ¿seguirá la roca donde la dejamos? Y si es así, ¿qué haremos con ella? ¿Dejarla donde está? ¿Esconderla en algún lugar oculto que sólo nosotros conozcamos? ¿O tal vez tirarla al agua del canal? Así se fundiría con ella, hundiéndose en las misteriosas aguas que la ocultarían tras su cara falaz de reflejos engañosos, y la naturaleza sería la única que sabría de nuestro secreto, confesado por el ruido de agua, hojas y ramas secas que sólo nosotros podríamos comprender.
Para terminar estas palabras inspiradas por esta tarde invernal, añadiré otras menos poéticas que también me sugieren los murmullos sosegados del lugar antes descrito. El Canal es un producto del artificio del hombre, que supo dominar el agua para sus fines más ambiciosos. La idea de construir un canal en Castilla surgió durante la Ilustración, reinando Fernando VI, y consistía en unir la meseta y su trigo con los puertos del norte como Santander para facilitar su comercialización con el exterior, además de abastecimiento de otros productos. El proyecto, impulsado por el marqués de la Ensenada y realizado por Antonio de Ulloa, quedó incompleto tras un siglo de disputas territoriales, guerras y falta de inversión; y fue rentable pocos años, a mediados del siglo XIX, hasta la aparición de un nuevo ingenio: el ferrocarril, que realizaba la misma función en menos tiempo y dinero. El canal fue así perdiendo importancia hasta quedar completamente abandonado, cesando la navegación a finales del siglo pasado, engullido por la naturaleza y el vandalismo. Aunque no llegó a terminarse, se construyeron 207 kilómetros a través de las provincias de Valladolid, Palencia y Burgos (internándose en ciudades y pueblos) que a día de hoy sirve de riego a algunos campos, abastecimiento de agua y ocio, como paseo en algunos tramos, además de un barco (bautizado con el nombre del ingeniero que proyectó el canal) que navega con aspas de palas en Medina de Rioseco (como La leyenda del Pisuerga de Valladolid). Las mercancías se transportaban en barcas movidas por mulas a ambos lados del agua, por unos caminos de tierra que aún se conservan en algunos tramos. Para salvar los desniveles, que en la meseta son escasos pero al norte ascienden, siendo un total de unos 150 metros de desnivel, se instaló un sistema de compuertas presurizadas. Eran dos, entre las que la barca se metía, y, conforme necesitara subir o bajar de nivel, el espacio entre ambas puertas se llenaba o se vaciaba de agua hasta quedar a la misma altura que el tramo siguiente del canal, momento en que se abría la segunda compuerta. Ahora, esta obra de la ingeniería hidráulica, que en otros países europeos abunda y se conserva como ejemplo de la tecnología del pasado y que en nuestro país es más escasa, está en boca de los políticos locales, siempre con ideas vanas de revitalización. Mientras los edificios que acogían los talleres de los barcos se hunden de miseria y abandono, lo que realmente se ve realizado de cuanto estos señores dicen es escaso. Todo esto está unido al desconocimiento de mucha gente de esta joya ingenieril, como mi compañera (algo por cierto muy habitual y muy dañino en este país, eso de no valorar nuestro patrimonio). Esta ignorancia de la relevancia de lo nuestro ha servido para otros ignorantes codiciosos y sin escrúpulos para destruirlo, degradarlo, olvidarlo, especulando de mil maneras. Por ello yo os invito a disfrutar de esta importante obra, testigo de nuestro pasado, y a sentir la belleza de esta vena de agua y el bosque de galería a su alrededor que recorre la llanura castellana creando un importante espacio ecológico, natural y cultural. ¿Os imagináis un negocio de barcas de remos en las que cualquiera pudiera montar como en el lago de El Retiro de Madrid?


Por último quisiera explicar a qué llamo naturaleza, en la que últimamente me he fijado tanto y me ha servido de sana fuente de inspiración en mis textos. Viviendo como vivo en una tierra cuyos habitantes hace muchos siglos que empezaron a dominar los terrenos que los rodeaban (hace mucho que las ardillas no pueden cruzar la península saltando de rama en rama), colonizando y cultivando la tierra, sembrándola de caminos, carreteras, vías de tren, gaseoductos, líneas de teléfono, postes de electricidad, talando bosques… Cuando hablo de naturaleza, incluso en este tramo del canal cercado a un lado por una autovía y a otro por una carretera secundaria y una industria maderera, no me refiero a ningún paisaje, pues la mayoría (si no todos) de los paisajes de nuestro alrededor son producto de la mano del hombre; sino a una fuerza sobrehumana, difícil de explicar y de comprender, que todo lo mueve, misteriosa, ya se la llame mágica, divina, matemática… Una fuerza poderosa, tangible, que influye sobre nosotros; y que, hagamos lo que hagamos, estemos o no estemos, seguirá actuando de manera exacta, sólo en apariencia arbitraria.

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Oficio de carpintero (Apuntes de distintos días rutinarios V)



Las horas, minutos y segundos de tedio y trabajo se suplen (o intento suplirlas) con pequeños detalles: El ruido de las cuchillas hiere al aire y nuestros oídos; los trozos de serrín bailan al son de la vibración, a modo de hormigas organizadas; los tornillos se resisten a entrar en su lugar; la motosierra, en su frenética revolución, rasga el aire a modo de amenaza antes de internarse en la madera. Polvo, polvo que nunca acaba de irse, que se entromete en todos los rincones, los pulmones, ojos, la ropa... es el terror de las amas de casa. La madera, que se opone a la violencia, se va convirtiendo en virutas junto a bocanadas de humo, que salen despedidas como en un juego de fuegos de artificio. El estridente fragor de golpes de martillo, sierras, taladros, cepillos, compresores de aire es un ruido penetrante, que reverbera como lo hace el aullido de la bestia en su cueva. Meticuloso, buscando la perfección tras sus gafas, mi padre comprueba su trabajo observando como un pájaro observa su comida y picotea. Punteros, formones, destornilladores, taladros, llaves, puntas, tirafondos, tuercas, escuadras, reglas, lápices, metros, grapas, pistolas...

A veces es necesario desmenuzar muebles enteros. Muebles grandes, que llegan hasta el techo, a modo de montañas que desmontamos con destornillador como el monte con dinamita. Los pesados muebles se ven separados y se mueven con pereza, a veces con peligro de desprendimiento. Cuando se trata de montarlos, las piezas como el plomo parecen despertarse de un largo y profundo letargo, reacias a levantarse y unirse unas con otras, tirando con todas sus fuerzas hacia abajo, buscando el suelo, la destrucción. La tierra, en su poder maternal, atrae hacia sí todos los objetos cercanos a ella en invisible y misterioso abrazo.