"Mañana de niebla, tarde de paseo" (Apuntes de distintos días rutinarios I)

        Siempre me ha fascinado la niebla; y no por ser algo extraño, pues en mi ciudad menudea en los días de otoño e invierno. Tengo como especial el recuerdo infantil de ir camino al colegio junto a la verja, cuyos barrotes de colores surgían siguiendo el ritmo de mis pasos, y que, de repente, aparecieran personas frente a mí de entre la niebla. Cuando más adelante supe que la niebla eran nubes bajas, mi fantasiosa imaginación salió por los aires para saltar en mis sueños de una nube a otra. Ahora que soy más mayor, la fascinación sigue, aunque de otra manera. Conduciendo de camino a la universidad por una carretera junto a un río (la Esgueva), lo que se aparece frente a mí son máquinas de rostro infernal, con focos y sonrisa diabólica. Una vez salió de entre la densidad de la niebla un camión a escasos metros de mí, ¿cómo no sobrecogerme? Y aun así es tan bella la imagen de farolas, focos, antinieblas, semáforos e incluso el sol luchando por un hueco entre la neblina... El refrán que sirve de título a estas líneas, que quiere decir que, una vez levantada la niebla matutina, por la tarde hace un tiempo agradable, a pesar de ser originario de estas tierras, no deja de incumplirse, no os lleve a engaño. Muchos días, la niebla es tanta que no se levanta en todo un día (¿alguna vez habéis visto Valladolid en el telediario por esto que os cuento?) Y, sin embargo, cuando mi tiempo me lo permite yo gusto de pasear cuando hay niebla. He llegado a escribir versos de amor con niebla de por medio (¿algún lector incondicional con memoria de elefante?) La idea de internarme en la niebla siempre me ha parecido agradable, entrar entre las nubes suena a aproximarse al cielo (o que el cielo se aproxime a nosotros, siempre tan alto e inalcanzable para nuestro querido pecador entendimiento.) ¿O es la niebla lo que impide ver el cielo? La niebla es algo que me inspira, ya sea a tomar fotos o a escribir éstas y otras palabras (todo con mayor o menor fortuna, de la que la niebla no tiene ni culpa ni pena y, como dicen: perdonad sus muchas faltas).
 




El regalo perfecto

  Jamás le gustó la Navidad. Sus recuerdos de infancia de esas épocas eran fríos y oscuros. Recordaba la inmensa soledad y amargura que lo atormentaban allá donde fuese y que veía en los rostros anónimos de la gente que veía pasar por la calle. Recordaba el frío húmedo que lo agarrotaba y no lo abandonaba jamás, metiéndose en su ropa, en sus huesos, en lo más recóndito de su cuerpo. Recordaba los alaridos de su madre golpeada a cintazos por su marido, ese hombre alcohólico y colérico que apenas pisaba por casa, y que, cuando lo hacía, rompía con sus gritos la relativa calma y silencio que reinaban la casa apenas turbados por el constante repiqueteo de la lluvia en los cristales rotos. Entonces era cuando él se escondía bajo la cama, acobardado, pero nunca se libraba de las palizas que le daba su padre, que lo tumbaba boca abajo en su cama y lo linchaba con el cuero, con el rostro enrojecido y surcado de lágrimas de rabia.
  Su padre fue un soldado que traicionó sus ideas por salvar su vida y la de su familia cambiándose de bando en la Guerra Civil. Si bien tuvo suerte porque consiguió su propósito de ponerlos a salvo, jamás pudo soportar la carga psicológica de la traición, y las imágenes de la guerra fratricida no lo abandonaron jamás durante sus terribles borracheras de vino barato, que ocupaban la mayor parte de su tiempo. Aunque no murió en el frente, su vida quedó vacía para siempre, hasta el día en que se fue para no volver. Más tarde se halló su cadáver destrozado por la tremenda caída desde una peña. Su viuda, que lo quería a pesar de todo lo que le hizo sufrir, lloró cada noche por su muerte y por la situación en que quedaban ella y su hijo de ocho años.
  Para mantenerse vendió todos los muebles que compraron tras la boda y de los que su marido no se quiso desprender nunca; cuando el dinero se acabó, empezó a bordar, pero los beneficios eran tan escasos que tuvo que humillarse y acceder con mucho dolor a ser poseída sin amor por varios hombres, que tenían la misma violencia y aliento a alcohol que su esposo. El frío y el hambre y los remordimientos que se comían su conciencia acabaron con sus fuerzas, y en un gris atardecer de diciembre murió entre lágrimas y fuertes toses en su lecho de paja. El huérfano, que siempre se mantuvo mudo e impasible ante las adversidades, rompió al fin a llorar. Lloró la noche entera, y aun el día siguiente, y en un arranque de cólera y desesperación salió a la calle, apenas iluminada por solitarias lámparas de gas. Anduvo errante por las calles hasta llegar al centro de la ciudad, donde hendió por las calles llenas de gente que no lo veía, gente que salía intentando olvidar el mal tiempo, intentando olvidar las barbaridades de la reciente y aún humeante guerra de la que no salieron vencedores y vencidos, ya que todos habían perdido mucho en apenas tres años, intentando olvidar…
  Corrió, corrió como jamás lo había hecho, corrió sin rumbo como alma que lleva el diablo hasta que sus congeladas extremidades no respondieron y cayó sobre la nieve negra de pisadas y dolor inconfesable.

  Cuando despertó, le dolía todo el cuerpo. Aunque el sol incidía con rayos cálidos y amables en sus párpados, tenía miedo de abrir los ojos. Así estuvo, conteniendo las ganas de seguir corriendo que no lo habían abandonado, no así como sus fuerzas, hasta que oyó un ruido que le pareció lejano: una puerta cerrándose, pasos que se acercaban… Finalmente abrió los ojos y se encontró tumbado en una pequeña cama junto a una ventana, por la que se veía la calle llena de nieve. Miró a su alrededor y vio un hombre, el mismo que lo encontró tirado en el frío suelo de la calle y lo acogió en su casa, el mismo que lo recibiría en su familia como un hijo más y le daría calor y amor, un hogar, lo que le había faltado en su casa materna. Así fue como la fortuna le dio otra oportunidad en la vida: el mejor regalo que podría desear.

Cartagena: La pequeña Roma

Hacía tiempo que no tenía el placer de viajar, pero esta vez lo he hecho a lo grande. La suerte me ha sonreído con la posibilidad de pasar una semana en una ciudad desconocida y lejana para estudiar un curso de inglés y, aunque no suelo escribir demasiado sobre estas cosas, ésta vez voy a hacer una excepción.
Después de un largo e incómodo viaje de siete horas en tren, llegué a Cartagena. No me perdí demasiado hasta llegar al hotel, donde todos mis futuros compañeros estaban cenando. La casualidad quiso que me sentara con mis futuras vecinas de habitación y futuras amigas, con quienes desde el primer momento conecté (esperaron a que terminara de cenar para no dejarme solo, fue todo un detalle). Cuando terminamos, nos arreglamos y salimos. Era una sensación extraña estar con gente que no conocía y salir por una ciudad  por la que nunca había pisado; lo cierto es que fue una noche muy divertida.
Al día siguiente, empezaron las clases y se acabó la libertad de no tener nada que hacer. Nuestro horario fue muy apretado, pero aun así tuvimos tiempo de disfrutar de la estancia también fuera de clase. Los grupos eran reducidos y los profesores excelentes.
Esa misma tarde fuimos de excursión y pude conocer más de esta antigua ciudad. Cartagena es una ciudad llena de encanto y secretos escondidos. A cada paso que daba, encontraba rincones llenos de magia mezclada con historia; visitamos entre ése y otros días todo el centro de la ciudad, donde pudimos subir a la colina donde supuestamente se oculta, bajo tierra, piedras y otros edificios de culturas posteriores, el gran palacio de Asdrúbal, que allá por el siglo III antes de Cristo fundó la ciudad. Lo que hoy se puede ver es parte de la muralla que Carlos I de España y V de Alemania levantó para proteger la ciudad de los ataques de los piratas berberiscos, que atemorizaban a todos los países cristianos bañados por el Mare Nostrum de los romanos (¿os imagináis? Soldados de entonces mirando por su catalejo hacia el mar, distinguiendo en el horizonte unos puntos negros similares a barcos árabes dispuestos a violar a sus mujeres, raptar a sus hijos y matarlos a ellos. Entonces empezarían a gritar y correrían a hacer un fuego para avisar a todas las fortalezas de alrededor de la ciudad, las campanas de las ciudad empezarían a sonar y la guardia metería al pueblo a golpes en sus casas o en las iglesias, a la espera del ataque enemigo); los restos de un templo de los tiempos de la República romana; un antiguo molino; uno de tantos refugios que usó la población para protegerse de las barbaridades de la Guerra Civil y una especie de torre que también debió usarse como molino y, además, como una especie de iglesia extraña. Desde lo alto pudimos otear toda la ciudad y ver el sol ponerse entre las atalayas del este, surcadas por antiguas fortalezas que en otros tiempos protegieron la ciudad. Fue además la primera vez que vi el Mediterráneo abrazado por la bahía y la primera vez que vi a las gaviotas volar en esa dirección. Después de esto bajamos y llegamos a la plaza de San Francisco, cubierta por dos enormes árboles, cuyo tamaño me dejó impresionado; jamás había visto unos árboles así, exuberantes, cuyo tronco podía medir de ancho cuatro metros y cuyas copas inundaban el cielo de la plaza. De ésta fuimos hacia el teatro romano, encontrando por el camino una esquina rodeada por un pequeño santo de madera en cada esquina. La visión del teatro fue monumental: conforme subíamos los escalones, se nos presentaban mejor las gradas y la portada de la antigua catedral románica y, a nuestra espalda, la ciudad entera; al mismo tiempo, el sol había avanzado lentamente, totalmente invisible tras las atalayas, pero el cielo se resistía a apagarse y, rasgado de nubes que tomaban el color del ocaso, conservaba su azul claro entre las llamas que rodeaban los montes del este y las tinieblas que se ceñían sobre el oeste. En nuestra subida dejábamos bajo nosotros el teatro, que se abría al escenario y a la ciudad toda; el mar empezó a asomarse poco a poco entre los mástiles de los barcos del puerto. Nuestra ruta siempre ascendente nos llevó después al parque de los patos. Un pavo real, con sus brillantes plumas recogidas, nos sorprendió desde lo alto de un árbol. Finalmente llegamos al mirador. Antes de asomarnos, la brisa nos llamó a contemplar el horizonte, donde rivalizaba el azul del proceloso mar con el azul claro del cielo, separados apenas por una difusa franja naranja. A nuestra derecha, el sol luchaba por dar sus últimos fulgores, dejando a su paso un cielo irreal, un cielo blanco con nubes grises, y hacía brillar de tal manera la superficie marina que daba la sensación de que se había confundido y se había metido bajo el agua en lugar de tras las colinas. Sobre ésta se reflejaban también las luces del puerto y las sombras de los mástiles de los barcos, algunos de ellos iluminados. Al mismo tiempo, a nuestra espalda el reino de la noche ganaba terreno y la brisa se tornaba viento frío oscuro, quedando el castillo de la Concepción en medio de la penumbra. La inigualable escena me sobrecogió. Sé que algún día volveré a este mirador y pasaré horas contemplando el cuadro del mar, las montañas y la ciudad bajo las diferentes luces del día… y de la noche.
   La tarde del segundo día fuimos de excursión al puerto, donde no vimos marineritos con uniforme (estaban en las tiendas de la calle Mayor, tal vez esparciéndose después de un largo viaje allende los mares). Por la noche, a pesar del cansancio y los deberes que debíamos hacer, algunos no pudimos quedarnos en el hotel y volvimos al paseo marítimo. Desde pequeño he tenido la costumbre de comer un helado durante estos paseos junto al mar, y esta vez no podía ser menos. Las calles reflejaban el blanco de las farolas del mismo modo en que el mar reflejaba el atardecer, dando a cada rincón un toque de encanto.
Cartagena tiene una luz especial, tanto de día como de noche, que unida a la suave brisa marina y al canto de las gaviotas creaba una atmósfera acogedora y tranquila. Tal vez otros no se fijaran en estos detalles, pero para alguien del interior no puede nunca dejar de oprimirle el corazón mirar el mar calmo besando dulcemente las piedrecillas de la pequeña playa de Cala Cortina. Allí pasamos la tarde del miércoles un reducido grupo de personas, y de nuevo recordé mi infancia tirando piedras al agua, intentando que botaran en su superficie. No hubo ocasión de bañarse, pero sí de mojarnos los pies y ver el movimiento de un lejano barco de mercancías que se confundía en la línea que separa mar y cielo.
Recuerdo también el camino de vuelta al hotel, acompañado de Luis, nuestro cartagenero (murcianico), con el cual pude ver desde otro punto la ciudad, fuera de la calle Mayor y sus edificios singulares. Ya se había escondido el sol entre las atalayas, quedando una luz enrarecida que daba al mar un risueño color leche del lado de la bahía, que conforme se alejaba hacia el horizonte se tornaba azul oscuro primero y negro después, confundiéndose con el cielo, que empezaba a llenarse de pequeños ojos que parpadeaban y tomaban del mar su color. El puerto se llenó de puntos naranjas que se peleaban con el negro de la noche y se mezclaban con los puntos blancos de la calle Mayor. A nuestros pies teníamos el omnipresente mar besando con labios de espuma las oscuras rocas sobre las que andábamos; mientras que a nuestra espalda teníamos los lóbregos montes, llenos de misterio, donde apenas se distinguían las piedras de las fortalezas y castillos que en ellos se guardaban con las de los peñascos. En medio de nuestra soledad compartida sólo nos llegaban los sonidos de nuestros pasos, el canto de los grillos, el rumor del amor entre rocas y mar, y los coches que de vez en cuando pasaban a nuestro lado para perderse de nuevo entre la oscuridad de la noche o la luz de la ciudad, que poco a poco se acercaba a nosotros. Finalmente llegamos a ella, que nos separó del mar para atraernos a su luz artificial. Antes de llegar al hotel, pasamos por muchos lugares que no aparecen en las guías turísticas, pero no por eso dejan de tener ese encanto que parecía rodear a la ciudad. Pasamos bajo la muralla de Carlos III para luego subir por ella y llegar frente a las ruinas de la plaza de toros, sostenida por los brazos de grúas y andamios; como tantas cosas en esta milenaria ciudad, es supuesto que el ruedo está construido encima de un anfiteatro romano; callejeamos en medio de la noche con paso apretado para llegar a tiempo a la cena, subiendo y bajando cuestas (mi ciudad me tiene acostumbrado a lo llano)  y dejando a nuestro lado más ruinas, luces de farolas y ruidos de coches hasta llegar a nuestro destino.
De esta semana maravillosa recuerdo conversaciones nocturnas hasta las tres de la mañana (después de la cual tuve que hacer los deberes del día siguiente metido en el baño para no molestar a mi compañero de habitación), pequeños conciertos de una compañera con su guitarra en el hall de nuestra planta del hotel, huidas nocturnas, cotilleos en las escaleras, exposiciones en público y pequeñas obras de teatro, entre otras cosas. Por desgracia, todo lo bueno se acaba y llegó el viernes. Esa noche fue la culminación de estas pequeñas vacaciones (y digo noche aunque se extendió hasta las ocho de la mañana, con desayuno incluido), y a pesar de que no llegué a entrar en ningún bar, nos bastó con el mismo hall que usamos el otro día para el concierto. Gracias al grupo de chicas que conocí el primer día no paré de reír en las más de diez horas que duró la noche, con chismorreos de todo tipo.
Al día siguiente (o unas horas después) tuvimos que desalojar el hotel, y visitamos el museo de artillería, donde un afable y ocioso jubilado nos estuvo enseñando los tanques y los morteros al tiempo que nos daba una clase de historia (a su modo, claro está). Estuvimos vagando como almas en pena por las relucientes calles de Cartagena, siempre con la botella de agua a mano, paseando por el puerto y jugando con las esculturas y monumentos que pueblan ingrávidos el centro de la ciudad.

Visitando esta antigua urbe surgen debates tan importantes como si es lícito demoler unas ruinas para buscar otras más antiguas que supuestamente se hallan abajo. Sólo he tenido el tiempo de conocer dos interesantes casos: el palacio de Asdrúbal y el anfiteatro romano. En el primero de ellos, tenemos una muralla del siglo XVI y las antas, el perímetro y el arranque de las dos columnas de entrada al templo romano, y según textos griegos y excavaciones recientes hay un enorme palacio del conquistador cartaginés que fundó Cartago Nova. ¿Se puede eliminar el rastro de las dos primeras generaciones en ese lugar para buscar otro rastro que no sabemos en qué estado puede encontrarse? Desde luego, hablar de temas así me trae a la memoria mis juegos, lecturas y fantasías de mapas que llevan a un tesoro oculto. Yo no soy un experto en estos temas, pero lo cierto es que me parece arriesgado llevar a cabo lo que algunos arqueólogos pretenden. Por supuesto, lo que no se puede es quedarse quietos en un tema tan trascendente como éste, pero ésa parece la actitud del actual alcalde, que ha gastado miles de euros en hacer una intervención superficial para hacer un parque feo y poco funcional que la única ventaja que ofrece es una barandilla para no caerte. En mi opinión, primero se debe conservar lo que se tiene para luego aventurarse a buscar nuevos tesoros ocultos. Si se empieza a excavar en una parte de la colina y se descubren restos importantes que hagan creer que es preferible borrar las existencias que hay encima, se podría plantear trasladar éstos a otro lugar (no es nada raro, ¿qué hace si no un templo egipcio en pleno centro de Madrid?). En el caso de la muralla, para hilar fino se debería buscar en planos de la época la traza de la tal muralla para trasladar la que se conserva a un lugar donde estuviera antes; sin embargo, lo del templo romano es bastante más difícil: es un valioso testigo de la victoria romana sobre los cartagineses, pues decidieron poner su edificio más representativo justo encima del edificio cartaginés más importante; pero por otra parte los restos son muy escasos. En todo caso, si no se actúa no se puede tomar decisión alguna al respecto.
Este debate se muestra también en la plaza de toros, que está en ruinas y sólo conserva la fachada y el rastro del ruedo, y bajo la cual es supuesto que se encuentra un anfiteatro romano (lo que no tiene poco sentido, si pensamos en que las formas de ambos tipos arquitectónicos son similares y, a lo largo del tiempo, todas las civilizaciones se han aprovechado de los restos de las anteriores para economizar a la hora de hacer sus edificios; no tenemos más que ver las numerosas columnas y piedras que se expoliaron de restos romanos durante siglos, y cuyo ejemplo más famoso podría ser el Coliseo de Roma o, en otra cultura, los cientos de sillares que faltan en las pirámides egipcias). En la modesta opinión de este estudiante de arquitectura que desconoce los detalles de todo esto, no se puede tirar un testigo tan valioso de la cultura española como esa bella plaza de toros; sin embargo, se podría pensar que lo que pueda haber bajo ella es más valioso (plazas de toros hay muchas, anfiteatros no tantos). Pero se me podría poner el mismo argumento que acabo de usar con la muralla de Carlos I. Desde luego, es un tema muy puntiagudo que debe estudiarse; para mí lo ideal sería conservar la fachada de la plaza, que remodelada albergase los restos sacados a la luz del anfiteatro. No sé si esto sería posible (tal vez el edificio romano exceda los límites de la plaza), pero lo que es inaceptable es tener esas dos joyas arquitectónicas escondidas y cerradas por grúas y andamios.
En otro terreno, encontramos una bella ciudad donde se han gastado millones de euros en proyectos de funcionalidad discutible y presupuestos que acaban desorbitándose en la práctica, que además está plagada de parcelas vacías y abandonadas y fachadas antiguas sin edificio detrás, cubiertas por toldos de obra y sostenidas por grúas. Se han hecho muchas excavaciones y restauraciones, pero hay otros muchos lugares abandonados o vallados. Creo que se debería actuar para embellecer aún más la imagen de esta ciudad milenaria; se lo merece.
Dado que las despedidas no son lo mejor, no hablaré de ellas. Sólo diré que durante esta semana (una semana fantástica, como la de El Corte Inglés) he crecido como persona conociendo gente maravillosa (MariCarmen, Laura artista, Laura buenorra, Leyre… gracias, gracias a todos), visitando una ciudad ajena (que ahora siento propia) y aprendiendo mucho inglés en unas vacaciones en medio del curso. Me llevo un bonito recuerdo, difícil de olvidar. Espero tener de nuevo una oportunidad como ésta, reencontrarme con mis compañeros y volver a esta pequeña Roma. ¿Sabíais que la llamaban así los romanos por estar rodeada de nueve colinas, igual que su capital lo está por cuatro?


Playa de Cala Cortina
Teatro romano
Teatro romano



Vista del atardecer desde el teatro romano

Vista del atardecer desde el mirador

Vista del atardecer desde el mirador





Romancillo

Muerto me han;
Te despertarás.

A la calle salí,
Salí enhoramala,
De haberme quedado
Bien que me quedara.

Muerto me han;
Te despertarás.

Que un despechado,
Con afrenta mala,
Tomome por otro:
Su espada sacaba.

Muerto me han;
Te despertarás.

Su espada sacaba
Dando grandes  gritos,
No había quien calmar
Pudiera al maldito.

Muerto me han;
Te despertarás.

Quise defenderme
Mas ganó el destino;
Clavome hasta el fondo
El hierro bruñido.

Muerto me han;
Te despertarás.

Estación del Norte

      No son los míos recuerdos de otro siglo, pero sí los de otra época. No hablaré de imágenes en blanco y negro de máquinas que llenan de vapor la estación, aunque en el tiempo en que viví estos recuerdos fantasease con ellas. Cada vez que entro en la decimonónica estación de trenes pienso en mi abuelo llevándome de la mano al andén para mirar pasar los convoyes. En mi tierna infancia, mi abuelo me traía de vez en cuando a este lugar, donde podía soñar con viajes lejanos y ver cómo las cajas metálicas se llevaban a la gente a otros lares. Me gustaba mirar hacia abajo y ver los raíles (esas frías lenguas de metal), las piedras negras como el carbón... Recuerdo las filas inacabables de remaches, las columnas que semejan árboles, los dos grandes relojes a cada lado de la estructura de hierro, los pasos inferiores para pasar al otro lado de las vías, el cielo azul al fondo, los bancos algo incómodos de metal donde nos sentábamos mi abuelo y yo, la exposición de maquetas de locomotoras de otros años, los talleres oxidados, el potente ruido de los motores y de los frenos, el repiqueteo de las maletas rodando por el suelo... Nada de eso ha cambiado; pero la estación se ha modernizado. Ha llegado el AVE, y ya no se ven las vías, tapadas por horrendos paneles traslúcidos; ya nadie usa el viejo paso inferior, todos cruzan por la nueva etérea pasarela de vidrio y acero; ya no es posible sentarse en los inflexibles bancos y ver a los trenes pasar con los niños pegados en la ventana; antes era mi abuelo quien me llevaba a mí, ahora que el peso de los años le va cayendo cada vez más sobre los hombros soy yo quien lo lleva. Todo esto ha cambiado, pero la fuerza de mis recuerdos es la misma. No me cuesta ver a un chiquillo enérgico tirando del brazo de un anciano para llegar a ver un tren que se marcha. Seguramente, al anciano le preocupará que el zagal se asome demasiado a las vías, se caiga al bajar a trompicones las escaleras del paso inferior, se pierda en una de tantas carreras hacia ninguna parte... Los recuerdos se mezclan con mi imaginación y me dejan en un estado de feliz nostalgia. Y aunque no es la primera vez que escribo sobre mi abuelo, ni será la última, la remembranza hace que tenga más ganas de verlo y darle un pestorejazo más intenso, disfrutar de su presencia y de sus gracias y demostrarle cuánto lo quiero.

      Y parece mentira que, con lo joven que soy, tenga estos encuentros con el pasado. Aunque, al fin y al cabo, todos vivimos del pasado, somos una imagen de lo que fuimos y de lo que podemos llegar a ser...¿no?


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Nocturno

      Después de la tormenta, siempre vuelve la calma. Y ésta se deja sentir aún más en las noches de verano. Por fin, tras largo invierno, vuelven las románticas noches estivales con su frescor, su negrura mágica, su silencio insondable, tan imposible de día... ¿Quién se atreverá a turbar la calma? Sólo la suave brisa que mece lentamente los árboles, metiéndose entre sus ramas, agitando sus hojas. Noches de murmullos, de canto de grillos y luz de luciérnagas, de aleteos de murciélagos, de lechuzas lejanas y melancólicas que le hablan a la oscuridad inmensa. Noches húmedas con un olor especial. Noches de recuerdos, noches de música, noches de gala. Ya un manto de agua fría, recién caída del cielo, cubre cada hoja, cada rama.
      En medio de este silencio se dejan oír los ecos más profundos de mi interior, los más recónditos pensamientos, mis anhelos, mis sueños salen a flor de piel y buscan unirse con la plenitud de la noche. Y quiero gritar, pero ningún sonido sale de mi garganta. ¿Cómo romper la magia de este momento? Y sin embargo, todo mi ser habla, habla muy quedo, como si esperara este momento para revelar sus inquietudes en medio de tanta calma y estatismo.
      Al mismo tiempo, en noches como ésta es cuando encuentro el reposo tan buscado para cuerpo y alma. Esa quietud cercana a la muerte me llama a salir y fundirme con la hierba húmeda y la luz de las estrellas en un tranquilo abrazo con lo ignoto. Mi pecho se encoge al sentir esta calma profunda que lo invade todo. ¿Quién? ¿Quién se atreverá a romper este silencio semejante al agua fría, estancada en la marmórea fuente? La lluvia llenó la delicada pila de la fuente de la que tiempo hace que no brota agua. Y aún se perciben las últimas pesadas gotas que caen ingrávidas de las verdes hojas. 
      Es ahora cuando despiertan nuestros más profundos pensamientos irracionales, nuestros miedos más profundos que nos emparentan con nuestros antepasados los salvajes. Pero en una noche como ésta, esos miedos no son más que meros cosquilleos.
      El reloj del ayuntamiento da las doce, y cada campanada se pierde inundándolo todo con su vibrar de frío metal. Por un momento he pensado que tenía los ojos cerrados, hasta que los he alzado hacia la esfera celeste y he contemplado los gélidos astros, tan fríos y tan parados. Tan juntos y a la vez tan solos. Y pienso. Siempre me sorprende y me hace sentir lo ridículo que soy el pensar que ese cielo que veo puede no ser el cielo de hoy, que estoy viendo ahora cómo estaban los astros hace miles de años, pues la luz que entonces emitieron me llega ahora tras tantos años de viaje ininterrumpido. ¿Cómo será el cielo ahora mismo? ¿Qué habrá cambiado? Nos hemos acostumbrado a mirar este cielo (cuando lo miramos) y lo hemos tomado por nuestro, cuando no es más que un espejismo, un mero reflejo de lo que fue. ¿No pasa lo mismo día a día? ¿En qué podemos confiar? ¿Es acaso la realidad un sueño como decía el poeta? Nos sentimos tan seguros de lo que hacemos por mera costumbre, pero ¿cómo saber que lo que hacemos es bueno? Muchas respuestas surgen en noches como ésta, y es una muestra más de nuestra pequeñez no encontrar respuesta a algo tan cotidiano, tan cercano. ¿Es posible que no seamos más que un reflejo de lo que fuimos como las estrellas del firmamento? Antes he dicho que a todos nos sorprenden a veces, nos desvelan los pensamientos más irracionales, que debemos a nuestro pasado en la selva, cuando conocíamos tan poco el mundo y dábamos todo por mágico o supersticioso; pero, ¿qué sabemos a día de hoy del mundo? Seguimos siendo ignorantes, pues jamás podremos darnos cuenta de lo grande de nuestra ignorancia; sin embargo, queremos saber, siempre saber más y más... En noches como ésta siento profundamente esas ansias de eternidad de las que hablaba Unamuno. Y no hallando modo, me lanzo a buscar la desaparecida línea del horizonte, la línea que separa lo terreno de lo etéreo. Corro en pos de ése y de otros imposibles impulsado por estos anhelos que afloran por la noche como aquella flor que se esconde durante el día. Lo cierto es que siempre quedan fuerzas para dar con ese imposible, aunque tal vez lo importante no está ya en encontrarlo sino en buscarlo, lo que me hace sentir que vivo. Pero precisamente porque vivo, siento y padezco me agoto en esa búsqueda de lo recóndito. Antes de sumirme en los brazos de Morfeo, pude escuchar el grito de los gallos que rasgaba la calma nocturna para avisar prematuramente de la llegada del día, a modo de preludio del resto de gritos y mundanal ruido que lo seguirán con el despertar de la gente. Cuando empezaron los trinos y gorjeos de los pájaros, caí en un profundo sopor y me dormí.


A ti acudo

A ti acudo ¡oh, mundo intransigente! Tú que me has dado y me das todo cuanto tengo, tú que me apelas irremediablemente a desahogarme en estas letras: ¡socórreme! Me aburre todo lo que me divertía, me cansa lo que antes me alentaba; y esa necesidad de decir que necesito algo cuyo nombre se me escapa. He de confesarte lo inconfesable, lo insondable, lo inabarcable, lo inabordable, lo inaguantable. ¿Por qué me arrancas lo que me concediste antes? Mucho me afecta lo que no comprendo, y tampoco comprendo por qué me afecto tanto. Inalcanzable me parece la solución a esta intriga. De esta desazón culpo a alguien, cuando realmente ese alguien no me importa. ¿Tan irremediable es esta congoja que siento? ¿Tan solo me encuentro como creo? Pero, mirado de otro modo, ¿no vivimos todos en soledad a ratos interrumpida? ¿Por qué nadie nos enseñó a vivir con nosotros mismos? ¿Es pues inalcanzable aquello tras lo que corro a ciegas? ¿Son posibles tantas ganas de vivir? La deleznable felicidad, ¿dónde se encuentra, oh, mundo inaprensible? ¿Es acaso incombustible este sentir insano, indescifrable? ¿Son realmente irresolubles estos desvelos? Mudo e inmóvil, inalterable escuchas esta duda que me corroe, estas ansias de salir de entre estas cuatro paredes que me oprimen y me acorralan, y de las que, cuanto más tiempo pasa, más imposible se me antoja escapar. Este fuego indómito, este deseo irrefrenable, ¿por dónde ha de salir? ¡Responde, responde, oh, mundo insoportable! Si ni yo mismo sé qué siento, ¿lo has de saber tú, mundo incomprensible? Este mar embravecido e irresistible pelea contra las rocas de mis entrañas, y de esa sangrienta liza sólo me queda la espuma de lo inasible. ¿Cuándo, cuándo llegará la calma tras esta tempestad irreconciliable? Aprender a cuestionarme no es suficiente, ¡enséñame a responderme! Necesito respuestas, pero más aún necesito soluciones. ¿Es acaso un reprimido pesar lo que me angustia? Necesito, necesito… Algo (o alguien) me falta, no consigo realizarme. ¡Responde, oh, mundo inmisericorde! La salida de este túnel he buscado, mas cuantos pasos he dado me parecen en vano. Y sigo preso en mí, en este sinsentido, en esta ignorancia de mí, esta falta ilusoria que afanosamente rastreo. ¿A qué se debe esta sensación indescifrable de soledad, estas ansias intransferibles de vivir y ser vivido? En ti busco respuestas, mundo intolerable, pues tú me ocasionas estas preguntas. Tú abres en mi pecho indefenso las grutas inescrutables por las que se filtra y se extiende la duda incesante, indecente, inconclusa. A ti me entrego fervoroso para recibir una respuesta, y una solución. ¿No me respondes…?
            Tras no hallar respuesta, me acosté abatido y meditabundo. Pero en los sopores míos siguió desvelándome la inclemente duda. ¿No te bastó robarme los sueños, ingrata, que por la noche me lo quitas también? La cuestión irresoluta vagaba por mis pensamientos, revolviéndome sueño y entrañas. Sudores polares me inundaban, me ahogaban efluvios de lava ardiente, las sábanas de la cama me zarandeaban preguntando todas “¿Por qué? ¿Por qué?” Me agarré de lo superfluo e injustificado para salir de ese abismo de pesadilla tempestuosa, y me revolví en las ignotas simas inertes de la incertidumbre inexpugnable, hasta que finalmente hallé la inequívoca, la irremplazable mano divina que me sacó del fragoroso vendaval de la intemperie para encararme a solas con el irrespirable mundo; y entonces sonó, sonó el mundo, la vida entera, y pude respirar del inefable perfume de la infinitud inflamable que me estalló en plena ansia por la vida, por la eternidad, por la belleza, por la plenitud, por el amor. Y fue tras palpar el mundo entero en clímax cuando de mi cuerpo todo de carne y hueso y sueños e ilusiones salió la respuesta de lo ineludible, y entonces sí, lo supe, entonces supe que la respuesta a mis anhelos y mis carencias no era otra cuya misma madre, hermana e hija es la muerte, no era otra que la causa de tanto vivir y tanto sinvivir, de tanta dicha y tanta desdicha, la causa de tanto… Y no es otro que el amor, amor carnal, amor espiritual, amor pasional, amor parabólico. Y mi alma desnuda se llenó agitada de color y de olor y de sabor para volar por las inmensidades estelares y me trajo el polvo lunar y la música celestial que me hizo llorar de felicidad y sonreír tanto como jamás pensara que podría, y así me redimió de mi pesar y me invadió la maravilla, sentí el aire fresco del océano calmo, al fin sosegado, llegó la calma tras la tempestad en que me vi sumido por la duda inexcusable y volví a soñar y, con los sueños confundidos con la realidad, caí de nuevo exhausto en mi cama, y pude dormir tranquilo y sonriente como en otro tiempo inmemorial hiciera cada noche por eso que buscaba, por el amor.

O sink hernieder, Nacht der Liebe, gib Vergessen dass ich lebe; nimm mich auf in deinen Schoss lose von der Welt mich los!


¡Oh, desciende, noche de amor, dame el olvido de que vivo! ¡Recíbeme en tu seno, libérame del mundo!


Capítulo final.

Yo amé, amé mucho. (Qué desagradable hablar en pasado). Y por primera vez realmente fui amado. Y por primera vez la poesía invadió mi amor y fue su guía. Y agrandó sus placeres. El amor se acabó, murió desconsolado como se seca una flor encerrada en un arbusto; pero la poesía siguió latente y me acompañó por todos los capítulos que siguieron. Y gracias a ella volví a caminar después de caer tras tan violento golpe contra una fría, lisa, inabarcable, altísima pared. La poesía me dio fuerzas para continuar, me ayudó a pasar la tristeza de aquellos días. A veces miraba por la ventana y veía el aleteo de las verdes hojas recién nacidas e iluminadas por el sol; y, por un momento, olvidaba todas mis cuitas sin sentido (pues sabía que no tenía sentido sufrir, pero no sufría con la razón, sino con el corazón, que no atiende a razones). Y abría la ventana y sentía el calor de los rayos solares y la brisa de la Primavera. Y cerraba los ojos, respiraba hondo y entonces la sentía: sí, había esperanza. Y ahora veo que quedó algo muy bello de esos días, y no sólo el recuerdo. Quedaron mis palabras regadas con lágrimas. Mis días de inspiración se acabaron tras una conversación con ella. Dijo que sólo sufrió en el momento, y mientras yo seguía torturándome a mí mismo. Tras aquello, la indiferencia que antes era con el mundo y cuanto me rodeaba empezó a convertirse en indiferencia y tibieza con ella o con su imagen. Y la poesía siguió fluyendo por otros cursos, tras secarse por completo esa fuente de inspiración. Porque un poeta puede permitirse estar sin amor; pero jamás, jamás sin poesía.

Capítulo 4. Rabia

Quienes más hacen sufrir son los que menos parecen hacerlo. Y es que son golpes como éstos los que hacen ver lo injusto de este mundo. Quiero gritar y no me sale. Quiero llorar,  y cuando parece que agoté todas mis lágrimas brotan otras más cálidas que corren veloces por mis mejillas. Me siento vacío como un abismo inmenso, sin calor, sin valor. Sin sonrisa. Miro sin ver esa foto, busco algo a lo que aferrarme, algo que pueda decir que es mío. Mas nada encuentro. Solo, solo y cansado. A veces busco razones, pero a veces es mejor no razonar. A veces no se puede razonar. Pero ¿qué ha ocurrido? Por más que me lo pregunto, no hallo respuesta. Ni siquiera sé si una respuesta serviría de algo, pues lo que ha ocurrido ya no se puede arreglar. Debo aceptar las cosas como son, pero eso implica dejar de soñar. Me niego a dejar de soñar. Mis ilusiones han sido tiradas, aplastadas, rotas; y yo estoy solo, solo y cansado. Con un escalofrío miro en mi interior y se me encoje el estómago. No tengo fuerzas, o eso creo. Seguiré buscando algo incierto, difuso. No quiero, no quiero volver a empezar otra vez; no tengo fuerzas...Y pensar que he tenido ese algo tan cerca... Pero se ha ido, se ha escapado de mis brazos; y yo estoy solo, solo y cansado. Tú derribaste mis murallas, fuiste tú quien me desarmó, quien me dio fuerzas e ilusiones; y ahora, nada; y de nuevo estoy solo, solo y cansado.

Capítulo 3. Despedida. Lo que pudo ser y no fue

Hace dos días que hablaba de nuestro amor y ya escribo una despedida. Y escribo una despedida y no quiero despedirme. No acababa de creer que estuviéramos juntos cuando nos separamos. No he llegado a rozar tu piel y ya no tengo esperanzas de hacerlo. Quiero nombrarte y me sale amor. Parece que no te conocía tan bien como creía. Sólo sé decir que me has hecho muy feliz como nunca antes lo habían hecho. 5 de febrero: lo que pudo ser y no fue. 1 de abril: se cierra una de las más felices etapas de mi vida.

Capítulo 5. Algo

La indiferencia se apodera de mí, matando todo sentimiento. La apatía vence a la emoción, el ánimo al desánimo, la vitalidad al cansancio. Sí, eso es, cansancio. Estoy muy cansado. De nuevo empieza la busca de algo incierto, desconocido; pero no tengo fuerzas. La vida sigue su curso, mas parece que me he convertido en mero espectador.

Me siento como en una ciudad desconocida, como en una casa que no es mía. Me choco siempre con los mismos muebles, aunque intente cambiarlos de sitio. Todo sigue igual, pero Todo ha cambiado tanto... Sólo encuentro desahogo en estas líneas. Las mismas que no me dejan dormir tranquilo, pues no están acabadas. Nunca están acabadas. Queda mucho ahogo por desahogar. Lo peor de todo es que te escribo más de lo que te hablo. Tal vez por hablarnos tanto antes te escribo tanto ahora que quedé solo. Algo de mi corazón se fue contigo, y sólo una parte de ese algo quedó en mi cabeza como recuerdo. Una inmensidad azul me rodea, me aturde, me pierde. Me dejo llevar por la corriente como una hoja recién caída; o, mejor, como un árbol recién talado.

Lo sé, debo contenerme. Debo mantener la calma. Debo controlarme en público. El primer día no estaba para nadie y se notó. Ahora parece que lo llevo mejor; y digo parece porque siempre hay momentos vacíos, huecos como éste en que de sólo pensarte se me encoge el pecho y se me hace difícil respirar. Pero debo contenerme. Tengo mucho que hacer y tan pocos ánimos... Muchas veces intento concentrarme y ni puedo. Necesito, debo, me exijo concentrarme y no puedo. 
Me rehuye hasta mi sombra. 

Conforme pasan los días, el recuerdo de aquello que perdí se difumina. Pasa inexorablemente el tiempo, y el recuerdo de aquellos días y aquella dicha se vuelve más vano. Ya no hay dolor, sólo una sensación extraña, de vacío. Me quedo pensando en que me falta algo para acabar este día y no consigo averiguar qué. Algo me falta. Puede que me falte sonreír. Además, algo espero; espero algo que nunca llega. Tal vez tus buenas noches antes de acostarme. Tal vez por eso me cuesta dormir tanto, por eso que nunca llega. Así, reflexionando, llega un momento en que, cansado, cierro los ojos. Ya no me acuesto con tanta alegría como hace tan sólo unos días. Se me han escapado los ánimos. ¿Qué me falta? ¿Tal vez soñar? ¿Creer fuertemente en algo? ¿Poder hablar con alguien que me entienda? ¿Acaso fue cierto todo aquello que de vez en cuando asalta mi cabeza y me aturde? ¿Toda esa dicha? Todo me hace pensar que fue un sueño. Fue tan bonito, fui tan feliz con tan poco... Abro los ojos como queriendo buscar algo, pero la luz está apagada y no encuentro nada... Tal vez sólo espero a que vuelva a mandar la razón sobre mi corazón, volver a la normalidad, a la cordura, a la rutina, a la maldita rutina; hasta la próxima. Así, día tras día; noche tras noche. Algo...algo me falta. Ese algo me inquieta, ese algo me incomoda. Me quita el sueño. Me trastorna. La misma idea me vuelve una y otra vez, y no consigo calmarme. Para cuando creo saber qué es, cansado, como todos los días cansado, me duermo.

Capítulo 2. La pérdida. Solo

De nuevo me encuentro solo;
Y aunque la música sigue sonando no la escucho.
El disco da vueltas sin parar,
Pero hace tiempo que no oigo nada.
El sol me da de frente,
Pero hace tiempo que no siento su calor.
Los árboles están en flor,
Pero hace tiempo que para mí es invierno.
Ya amanece,
Pero hace tiempo que no veo más que tinieblas.
Ya levan anclas,
Pero hace tiempo que mi barco se hundió.
Ya empieza el ascenso,
Pero hace tiempo que caí en picado.
Ya caen las murallas,
Pero hace tiempo que estoy encerrado.
Ya el agua brota,
Pero hace tiempo que morí de sed.
Ya me dan la mano,
Pero fría como el mármol la sentí.
Ya me consigo dormir,
Pero una jarra de agua fría me despertó.
Ya abren las puertas,
Pero ante mí se cerraron.
Ya a las rosas me acerco,
Pero sus espinas me clavaron.
Ya toco superficie lisa
Que rugosa me sembló.
Ya llega la primavera,
Pero la pena me hundió.
Ya lo que semejaba agua,
Como alcohol en mis heridas cayó.
Ya cojo un palo,
Pero en espada que me hiere se convirtió.
Ya el cordero
En lobo violento se tornó.
Ya la sonrisa
En llanto se convirtió.
Ya la carcajada
A grito pasó.
Ya el beso
Mordisco salió.
La caricia
Puñetazo.
El abrazo
Patada.
Ya el amor
En palabras se quedó.
Ya la esperanza voló.
Ya el reloj se paró, el timbre no suena, todo cambió.
Un pensamiento, un escalofrío.
Nada...
El disco quedó a medias,
La almohada mojada.
El poema quedó incompleto;
No tiene sentido seguir.
Hace tiempo que no tiene sentido.

Capítulo 1. El amor. Dame la mano

Dame la mano; ha llegado la hora de internarnos en la niebla; ha llegado la hora de cumplir nuestros sueños. Juntos lo podemos todo, nada ni nadie podrá pararnos. Dame la mano; ¿quieres conquistar las nubes o atrapar estrellas? ¿Quieres robar rosas o luz al sol? ¿Quieres guardar nuestro secreto? ¿Quieres que nos perdamos en el bosque o en la ciudad? ¿O entre las sábanas? Yo me pierdo en tu mirada, tú me pierdes con tu sonrisa. Dame la mano; vamos a correr bajo la lluvia, vamos a recorrer los caminos, vamos a disfrutar nuestra locura. Dame la mano; vamos a volar muy alto, por encima de tejados, ríos, montañas, la realidad... Dame la mano; juntos partiremos por aguas cristalinas en busca de nuevas playas. Dame la mano, vamos a escaparnos juntos, vamos a vivir lo que siempre hemos soñado. Pon los pies en la tierra: estés donde estés, estaremos juntos. Yo también te quiero, artista mía.

Artista mía, tú que alegras mis días,
tú que me enloqueces, tú que me inspiras.
Tu amor me tiene embriagado.
Tú me nublas la vista,
tú me entorpeces,
tú me calientas,
tú me gustas...

Tú que me alumbras las noches
Y me tapas del sol.
Tú que me cubres de la lluvia y el viento,
Tú has cuidado de mi amor con amor
Desde que semejaba una pequeña planta
Hasta que en un gran árbol se convirtió.
Ya nadie podrá talarlo
Ya contigo mi amor enraizó.

Este amor nuestro que es tan grande que traspasa fronteras, ríos, montañas; y se mantiene firme contra viento y marea, y crece día a día con cada latido de nuestros corazones, que buscan a cada momento latir a la par para unirse en mágico vínculo; vínculo por algunos llamado amor.

Un amor tan grande que
Dos corazones alejados pero palpitando a la par
No pueden estar separados mucho tiempo;
Al final nuestros corazones se vuelven imanes sin norte
Y acaban juntándose.

Lo que me quitas de razón
Me lo llenas de amor.
Y ahora no hay más razón en mi corazón
Que el calor de ese amor.

Ese corazón que a veces se fatiga de latir pues está ocupado en amarte.
A mí me duele el alma y sólo tu compañía puede curarla.

Cupido es ciego, porque el amor es ciego y cega la vista.
Pero a veces acierta.

Ahora que no nos oye nadie,
Quiero confesarte:
Te amo, vida mía.
Yo te confío mi felicidad,
Te confío mi alma para hacerte
Feliz a ti también,
En mi pecho,
Entre mis brazos,
Con el calor de mi amor
Y el compás de mi corazón.

Tú eres quien mejor me exprime
Como a una fruta prohibida
Y el jugo de este poeta
En poesía consiste.

Tú has prendido la mecha a mi corazón
Y ahora, igual que el sol,
Quiere darte su luz y su calor.

Tú que penabas por ahí
En mi vida te colaste.
Yo tu tristeza di al traste
Pues ya no te dejaré salir.

Tú eres el sol que alumbra mis días
Haga frío o calor, niebla o nieve, lluvia o sol, me calientas con tu amor.

Tú eres quien tapa mis goteras,
Quien llena mis vacíos.
Quien alumbra mis días
Quien me da nuevos bríos.

La esencia de mi amor
Nace en tu sonrisa.

Alegría la que mana de nuestros corazones.
Carrillo, los que marca tu sonrisa.
Victoria... Victoria la que alcanzará nuestro amor cuando estemos juntos y al fin seamos uno.

Eres delicada como una flor
rodeada de bestias.
Déjame ser el mísero insecto que se
Pose en tu cáliz para libar tu dulzor.

La más bella flor jamás vista
en los jardines de mi corazón.
(Alcaparra, buganvilla, crisantemo).

Amor, hermosa flor, eres preciosa. Nada en este mundo es equiparable a tu belleza, ni en el cielo ni en la tierra, ni en otoño ni en primavera, ni en el bosque ni en el mar. Tu belleza sólo es comparable a la de Afrodita, al dulce y atrayente canto de las sirenas, a la noble música de Apolo.

Quiero apretarte muy fuerte
Y acariciarte muy suave.
Quiero que me quites el frío y la respiración.
Las preocupaciones y... la ropa.
Límpiame de preocupaciones y problemas
Con tus manos y tu lengua.
Quiero perderme entre tus curvas,
Quiero recorrer el camino inexplorado de tus lunares.
Quiero olvidarme de todo entre tus brazos.
Y tirar por la ventana el calendario y el reloj;
entonces el tiempo será nuestro.
Entonces habremos ganado.

Ya he venido, ya estoy aquí, junto a ti. ¿Me das la mano?

Capítulo 1. El amor. Victoria...

En medio del desierto nació la rosa. En el pueblo de maloliente nombre nació la chica de nombre triunfal y apellido alegre. Ésa cuya sonrisa me eleva al cielo. Ésa cuyos ojos azules como el hielo me congelaron el corazón, y ahora sólo por ella late. Esos ojos azules como el mar en los que hundirme y ahogar mis males para que tus labios me rescaten. Ésa que me hace sonreír como nadie. Ésa de nariz fina, labios carnosos, piel blanquecina, muslos sabrosos... Ésa que ocupa mi mente y mi imaginación, ésa a la que deseo con fervor. Ésa que es buena, rozando la perfección. A ti te escribo, vida mía; en ti pienso a todas horas; por ti mis días son mejores y mi felicidad es mayor. En ti pienso cuando sale y cuando se pone el sol. Luz del alma mía, tú alejas la monotonía de mis días y traes la Alegría. Tú haces que tenga una sensación de vacío en el estómago, como si se saliera de su sitio, como si me cayese desde el abismo. Tú haces que se me encoja el corazón de sólo pensarte. Tú haces que un escalofrío recorra mi espalda. Tú haces que sienta una presión en el pecho, como si me faltara el aire que sólo tú puedes insuflarme... Puede sonar exagerado, grandilocuente; no lo sé, es lo que siento. Todos hemos estado enamorados, ¿verdad? Son muchas las cosas que olvido o que no alcanzo a expresar en este escrito. Siento que mis palabras no reflejen todo lo que siento. Cada día me siento más incapaz de expresarte lo que siento con palabras. Sé que sabrás perdonarme. El poeta siempre busca la perfección (que eres tú, te encontré). Larga distancia nos separa, la misma que nuestro amor elude. Tú has conseguido día a día romper las murallas de mi corazón, asaltar mi gélida fortaleza y llenarla de calor. Por eso te doy las gracias. Gracias por ser mi lucero entre las sombras. Por eso digo: Victoria...

Capítulo 0. Poema de un amor incompleto (no tiene sentido acabar)

Ya partió mi tren

Ya un asiento vacío se fue

Una esperanza.


Ya se borró una ilusión

Ya la orquesta calló

Y la inseguridad se apoderó de nuestros corazones semejante

A una jarra de agua fría en la cabeza.


Con qué rapidez

Con qué facilidad

Cambian las cosas

La rueda puede girar.


¿Sabes? Miro a la luna y pienso en ti.
La veo solitaria sin mí,
la veo vacía,
la veo hermosa
Blanca, pura