"Mañana de niebla, tarde de paseo" (Apuntes de distintos días rutinarios I)

        Siempre me ha fascinado la niebla; y no por ser algo extraño, pues en mi ciudad menudea en los días de otoño e invierno. Tengo como especial el recuerdo infantil de ir camino al colegio junto a la verja, cuyos barrotes de colores surgían siguiendo el ritmo de mis pasos, y que, de repente, aparecieran personas frente a mí de entre la niebla. Cuando más adelante supe que la niebla eran nubes bajas, mi fantasiosa imaginación salió por los aires para saltar en mis sueños de una nube a otra. Ahora que soy más mayor, la fascinación sigue, aunque de otra manera. Conduciendo de camino a la universidad por una carretera junto a un río (la Esgueva), lo que se aparece frente a mí son máquinas de rostro infernal, con focos y sonrisa diabólica. Una vez salió de entre la densidad de la niebla un camión a escasos metros de mí, ¿cómo no sobrecogerme? Y aun así es tan bella la imagen de farolas, focos, antinieblas, semáforos e incluso el sol luchando por un hueco entre la neblina... El refrán que sirve de título a estas líneas, que quiere decir que, una vez levantada la niebla matutina, por la tarde hace un tiempo agradable, a pesar de ser originario de estas tierras, no deja de incumplirse, no os lleve a engaño. Muchos días, la niebla es tanta que no se levanta en todo un día (¿alguna vez habéis visto Valladolid en el telediario por esto que os cuento?) Y, sin embargo, cuando mi tiempo me lo permite yo gusto de pasear cuando hay niebla. He llegado a escribir versos de amor con niebla de por medio (¿algún lector incondicional con memoria de elefante?) La idea de internarme en la niebla siempre me ha parecido agradable, entrar entre las nubes suena a aproximarse al cielo (o que el cielo se aproxime a nosotros, siempre tan alto e inalcanzable para nuestro querido pecador entendimiento.) ¿O es la niebla lo que impide ver el cielo? La niebla es algo que me inspira, ya sea a tomar fotos o a escribir éstas y otras palabras (todo con mayor o menor fortuna, de la que la niebla no tiene ni culpa ni pena y, como dicen: perdonad sus muchas faltas).
 




El regalo perfecto

  Jamás le gustó la Navidad. Sus recuerdos de infancia de esas épocas eran fríos y oscuros. Recordaba la inmensa soledad y amargura que lo atormentaban allá donde fuese y que veía en los rostros anónimos de la gente que veía pasar por la calle. Recordaba el frío húmedo que lo agarrotaba y no lo abandonaba jamás, metiéndose en su ropa, en sus huesos, en lo más recóndito de su cuerpo. Recordaba los alaridos de su madre golpeada a cintazos por su marido, ese hombre alcohólico y colérico que apenas pisaba por casa, y que, cuando lo hacía, rompía con sus gritos la relativa calma y silencio que reinaban la casa apenas turbados por el constante repiqueteo de la lluvia en los cristales rotos. Entonces era cuando él se escondía bajo la cama, acobardado, pero nunca se libraba de las palizas que le daba su padre, que lo tumbaba boca abajo en su cama y lo linchaba con el cuero, con el rostro enrojecido y surcado de lágrimas de rabia.
  Su padre fue un soldado que traicionó sus ideas por salvar su vida y la de su familia cambiándose de bando en la Guerra Civil. Si bien tuvo suerte porque consiguió su propósito de ponerlos a salvo, jamás pudo soportar la carga psicológica de la traición, y las imágenes de la guerra fratricida no lo abandonaron jamás durante sus terribles borracheras de vino barato, que ocupaban la mayor parte de su tiempo. Aunque no murió en el frente, su vida quedó vacía para siempre, hasta el día en que se fue para no volver. Más tarde se halló su cadáver destrozado por la tremenda caída desde una peña. Su viuda, que lo quería a pesar de todo lo que le hizo sufrir, lloró cada noche por su muerte y por la situación en que quedaban ella y su hijo de ocho años.
  Para mantenerse vendió todos los muebles que compraron tras la boda y de los que su marido no se quiso desprender nunca; cuando el dinero se acabó, empezó a bordar, pero los beneficios eran tan escasos que tuvo que humillarse y acceder con mucho dolor a ser poseída sin amor por varios hombres, que tenían la misma violencia y aliento a alcohol que su esposo. El frío y el hambre y los remordimientos que se comían su conciencia acabaron con sus fuerzas, y en un gris atardecer de diciembre murió entre lágrimas y fuertes toses en su lecho de paja. El huérfano, que siempre se mantuvo mudo e impasible ante las adversidades, rompió al fin a llorar. Lloró la noche entera, y aun el día siguiente, y en un arranque de cólera y desesperación salió a la calle, apenas iluminada por solitarias lámparas de gas. Anduvo errante por las calles hasta llegar al centro de la ciudad, donde hendió por las calles llenas de gente que no lo veía, gente que salía intentando olvidar el mal tiempo, intentando olvidar las barbaridades de la reciente y aún humeante guerra de la que no salieron vencedores y vencidos, ya que todos habían perdido mucho en apenas tres años, intentando olvidar…
  Corrió, corrió como jamás lo había hecho, corrió sin rumbo como alma que lleva el diablo hasta que sus congeladas extremidades no respondieron y cayó sobre la nieve negra de pisadas y dolor inconfesable.

  Cuando despertó, le dolía todo el cuerpo. Aunque el sol incidía con rayos cálidos y amables en sus párpados, tenía miedo de abrir los ojos. Así estuvo, conteniendo las ganas de seguir corriendo que no lo habían abandonado, no así como sus fuerzas, hasta que oyó un ruido que le pareció lejano: una puerta cerrándose, pasos que se acercaban… Finalmente abrió los ojos y se encontró tumbado en una pequeña cama junto a una ventana, por la que se veía la calle llena de nieve. Miró a su alrededor y vio un hombre, el mismo que lo encontró tirado en el frío suelo de la calle y lo acogió en su casa, el mismo que lo recibiría en su familia como un hijo más y le daría calor y amor, un hogar, lo que le había faltado en su casa materna. Así fue como la fortuna le dio otra oportunidad en la vida: el mejor regalo que podría desear.