Esta noche junto a ti

 Esta noche junto a ti

hemos creado un mundo entre cuatro paredes

y toda preocupación ha quedado fuera.

Esta noche junto a ti

nada externo ha influido.

Esta noche junto a ti

lo único importante éramos nosotros;

sólo estábamos tú y yo abrazados,

gozosos,

disfrutando de cada segundo.

Esta noche junto a ti

las agujas del reloj de cuerda se han quedado paradas

mirándonos perplejas.

Esta noche junto a ti

toda dolencia ha cesado,

toda inquietud ha menguado.

Esta noche junto a ti

nuestra pequeña cama ha sido inmensa.

Esta noche junto a ti

el mal tiempo se ha quedado afuera

y nosotros hemos generado incendios aquí adentro.

Esta noche junto a ti

hemos visto el sol y la luna,

las estrellas y fuegos artificiales.

Esta noche junto a ti

hemos corrido, hemos andado,

hemos ido y hemos venido

sin movernos del sofá.

Esta noche junto a ti

nuestros corazones han palpitado con fuerza

o con terneza,

pero han palpitado al compás.

Esta noche junto a ti

me he sentido ardientemente enamorado.

A veces

A veces tiene que haber oscuridad
que contraste con la luz.
A veces tiene que haber días lluviosos
para valorar los soleados.
A veces nos deben pasar cosas malas
para comprobar cuán felices éramos antes.
A veces hay que comer comidas insípidas, mediocres,
para valorar un buen plato.
Sin frío no existiría el calor,
sin confusión no hay claridad,
y sin fragilidad no hay robustez. 
Sin quietud no habría movimiento,
sin dolor no habría placer,
pues el mayor placer es la ausencia de dolor.
A veces es necesario el silencio
para disfrutar de la música.
A veces, aunque duela, debemos sufrir pérdidas
para comprender lo que teníamos.
A veces hay que padecer escasez
para disfrutar de la abundancia.
A veces hay que visitar una ciudad gigante
o vivir una temporada en el campo
para ver el cambio de escala.
Siempre hay que viajar, conocer cosas nuevas.
A veces es bueno poner tiempo y distancia entre tú y yo
para sentir cuánta falta nos hacemos y
juntarnos una vez más, con mayor intensidad,
disfrutando aún más de cada instante.
A veces incluso debemos pasar sed para
saborear luego el dulzor de tus labios.
A veces se necesita un opuesto para valorar lo que se tiene.
Tú y yo somos opuestos en muchas cosas,
y eso complementa nuestras muchas coincidencias.
A veces sencillamente el mundo se para
cuando estamos juntos,
o empieza a bullir porque tú lo haces girar con frenesí.
En el amor, siempre es necesario conocer personas que te gustan mucho, poco o nada
para valorar cuando encuentras a otras como a ti
y saber que eres justo lo que necesito.

Navegando en la noche

Me he despertado como en un barco
navegando solo en la noche.
Traspasando hielo e icebergs bajo la helada bóveda celeste.
Las estrellas
parecían más lejanas que nunca
y todo estaba calmo y en un profundo silencio.
La inmensidad del océano hacía ridícula a la nave.
Tan sólo la estela que marcaba un surco de
olas burbujeantes
evidenciaba el movimiento.
Me he despertado con varios nudos marineros
en el cuello y el corazón,
que los oprimían y machucaban.
No había en el cielo Luna para rielar en la mar
ni para iluminar mi cara somnolienta.
¿Por qué esta melancolía?
¿A qué esta desazón?
Tal vez me faltan unos brazos que me acojan
y me inunden en su calor.
Si sintiera su pecho contra el mío y
su piel tocara la mía,
entonces sí,
entonces dormiría tranquilo y dichoso,
y mi corazón se libraría de este nudo para expandirse
como una vela viento en popa.
Este barco cuya derrota desconozco
sería más acogedor con ella, y no importaría
si nos dejara en lugares recónditos
o sencillamente flotase por siempre entre estas gélidas latitudes.
Sólo puedo esperar hasta que vuelva a sumergirme en su calidez
y consolarme sabiendo que
esos brazos también desean los míos
y que, aunque lejos,
su corazón palpita al mismo compás que el mío. 
 

Cuando estamos juntos

Cuando estamos juntos, pocas cosas necesitamos:
dos copas de vino,
o nuestras lenguas solamente;
música en la bocina,
o el murmullo de nuestras conversaciones;
el calor nos lo damos nosotros;
el lugar nos es igual,
pero siempre buscamos nuevos horizontes,
acogedores,
emocionantes.
Cada casa que ocupamos la llenamos de alegría;
cada rincón, de sonrisas;
cada cocina, de ricos guisos.
Y si nos faltan los brazos del otro,
los besos, las caricias,
si no podemos cubrirnos con el cálido manto de nuestros pechos
y nos falta el otro porque nos sobra distancia, sufrimos;
pero igual capeamos la tormenta y
acercamos la mayor de las distancias:
el tiempo.
Hoy el tiempo tiene una fecha muy especial,
cinco años desde que nos conocimos.
Nos espera una larga vida juntos, cinco no es más que el principio.
Brindemos por ella.
Te quiero, Belén.

Rufino

Hoy son dos años desde que te fuiste. A veces te pienso en mis noches de insomnio. Un día, me desperté de nuevo pensando en ti. Soñé por segunda ocasión que volvías a morirte, pues la vez verdadera no lo hiciste, sino que escapaste del hospital y estuviste viviendo en Francia dos años para luego volver de sorpresa. Y no me sorprendió nada en el sueño. Pero aunque a veces me den bruscos ataques de nostalgia y te recuerde con lágrimas en los ojos, te tengo presente día a día.

Mi abuelo era, fue, un gran
viajero, 
soñador, 
emprendedor, 
vividor, 
correndón (en palabras de mi abuela). 
Sin duda, una de las personas que más me ha influido en la vida. 
También era un hombre todo terreno. 
Hasta donde yo sé llegó a ser fabricante de maquinaria agrícola (aventadoras), comercial por toda España vendiendo esa maquinaria en moto, instalador de antenas, técnico de televisores, fontanero, ayudante de albañilería, vendedor de electrodomésticos y vendedor de muebles, pintor, aparte de otras mil y una chapuzas que debieron surgirle. 
También fue pseudo escritor, 
músico, 
cartógrafo (medía las dimensiones de algunas plazas con sus pasos),
humorista (aunque había que entender su gracia)...
Un hombre que no dejaba indiferente a nadie.

Te llevo conmigo y te pienso mucho más que cuando estabas vivo, pero no por ello puedo decir que no aprovechara los momentos contigo, pues ya te encargabas tú de hacerlos intensos, de sacar siempre una sonrisa o contar cualquier historia.

Para mí siempre has sido una gran fuente de inspiración. En ocasiones me gusta imaginar cómo encararías una situación o un problema, qué pensarías de cierto tema, y llevar conmigo tu voz y tu opinión, que pueden ser distintas de las mías, me ayuda a veces a ver las cosas con otros ojos.

Te he echado y te echo tanto de menos que me cuesta creer que te fueras hace tan solo dos años.
Echo de menos
las collejas antes de comer,
las partidas de brisca con la abuela, o de tute con mi padre y mi tío, 
las reuniones familiares, cuando bebías un poco más de la cuenta,
tus continuas anécdotas,
tus cantares que cada día tenían una letra distinta.
Nunca olvidaré mis primeros paseos en bicicleta contigo
(engrasarla era lo primero al llegar al pueblo),
las visitas a la casa vieja y la bodega,

tu alegría prácticamente constante, 
tu fuerza de voluntad, 
tus ganas de vivir (no aceptar tu edad y seguir subiéndote a escaleras, por ejemplo),
las tonterías que decías de cualquier tema, relativizando todo,
las miles de historias que contabas continuamente sobre tu larga vida...
Y tantas otras cosas.

A veces pienso que algún día me costará cada vez más acordarme de todos estos detalles que aún conservo en mi memoria, y me revuelvo en mi interior. No, no quiero, no quiero perder todos esos bellos recuerdos, no quiero perderte. Pero lo más probable es que así acabe ocurriendo. Sólo espero llevarte conmigo siempre. Jamás te olvidaré. 
Sé que no estás en ninguna parte, ya sea entre las estrellas, en el limbo ni recibiendo azotes en las entrañas de la tierra. Donde tengo claro que estás es en mi corazón y en mi pensamiento siempre, y allí te llevaré toda mi vida. Te quiero, abuelo.

Dos noches

La noche está serena e inspiradora.
Bajo su manto estrellado se esconden grillos,
ranas que croan a la luna,
una lechuza que chilla,
gatos y perros sueltos,
caracoles y caballos;
también las siluetas de viejos edificios, algunos ocupados,
casi todos abandonados;
y nosotros que contemplamos, mudos.
Vivir ese ambiente es un placer de pueblo.

Al día siguiente intento dormir de vuelta en la ciudad. Sé que no despertaré con el alboroto de los gorriones. Entre vuelta y vuelta en la cama, recuerdo la noche de ayer y pienso:

Anoche viví una noche normal.
Cómo las siento yo siempre, tras el crepúsculo en la urbe, es lo artificial,
y lo inhumano también.
Un silencio opresivo apenas turbado por
las voces de vecinos de pared.
Calma sonámbula.
¿Cómo pueden ser éstas dos noches tan
diferentes? Ni siquiera la oscuridad es igual.
Pero eso no tiene por qué ser así.
Pronto volveremos a reencontrarnos con la naturaleza,
con nosotros mismos;
acabaremos con la ciudad, las
aglomeraciones, el hacinamiento, la
desnaturalización.
Acabaremos con la alienación.
Romperemos las cadenas de la opresión y la
ideología,
desencadenando también todo nuestro potencial, al igual que
el que la naturaleza nos ofrece.
Y viviremos en paz, por fin, con nosotros mismos,
entre nosotros,
y gracias a nosotros.

Reflexiones en cuarentena

Puedes ver este vídeo recitado por mí en mi canal de Youtube:

El tiempo ha parado para nosotros, pero

ahí fuera sigue corriendo.
Yo, confinado, noto cómo mi
vitalidad corre fuerte por mis venas, llenando cada músculo.
Miro por la ventana
y cada rayo de sol es
una luz más que nos ilumina,
y cada chaparrón es
uno menos que nos pilla fuera.
Este encierro de al menos mes y medio
(escribía hace dos meses...) me
muestra todas mis ganas de vivir,
cuántas cosas me quedan por hacer,
y también me muestra con qué ganas voy a salir cuando
pueda hacerlo de nuevo.
¿Qué me encontraré?
¿Qué me espera tras la puerta de casa?
Sea lo que sea, algo está claro:
pienso disfrutar, reír, amar,
aprender, vivir, cantar y bailar,
brindar y celebrar, conocer,
y tantas otras cosas,
como antes, sí; pero ahora pienso
exprimir cada momento,
hacerlo intenso, como chocolate negro, y
sacar lo mejor de cada ocasión.
La distancia de seguridad no me separará de la emoción.
Voy a agarrar la vida con más ganas, como
los niños al salir del colegio.
Quisiera coger cuatro cosas e irme
lejos, a buscarme la vida en una ciudad desconocida,
empezar de cero, siempre con mayor ímpetu.
Una cosa tengo por seguro:
nunca haré todo lo que quiero hacer,
nunca comeré ni beberé todas las cosas que quiero probar,
nunca iré a todos los sitios que quiero visitar,
nunca me cansaré de conocer gente nueva.
Y es bueno que así sea, pues
nunca me faltarán motivos para vivir.



Adiós, Sebas

Cuando amamos pensamos que es para siempre, y en efecto lo es; mas no como pensamos. El amor es algo que llevamos dentro, que portamos con nosotros incluso cuando a quien amamos se ha ido. Hoy se ha marchado mi abuela.
Sebas tenía un corazón que no le entraba en el pecho. No he conocido nunca una persona tan buena, desprendida, dulce bajo su sequedad castellana, humilde... en ella no cabía maldad. Si en verdad existe el cielo, cosa que dudo mucho, Sebastiana debe estar ya a la diestra del señor en el que ella sí creía.

Si supieras cuánto he llorado
pensando en este día funesto.
Sin ti
comer es un vacío,
abuela.


Esto escribí cuando la enfermedad de mi abuela fue a peor, hace años; y, sin embargo, hace tiempo que el vacío ya había llegado a su mente. Apenas una tenue sonrisa se podía dibujar en sus ojos, en raras ocasiones. Sebas no era más que una sombra de lo que fue ("Sebastiana, Sebastiana, quién te ha visto y quién te ve"). Esto ha sido el final de una larga decadencia. Hace dos años mi abuela dejó definitivamente de andar, y lo que sentí lo dejé aquí escrito:

https://espejeel.blogspot.com/2017/03/fria-vision.html?m=1

¿Por qué lloro si llevas años ausente?
Cierro los ojos y pienso que
ya no volverás a gritar levántame una y otra vez.
¿Cómo saber qué tarta de cumpleaños sería la última que compartiríamos?

Que esto haya pasado en este momento, en medio del confinamiento, ha tenido para mí algo positivo: me he ahorrado velatorios, misas y funerales. Jamás olvidaré lo mal que lo pasé en la misa de mi abuelo; y, con todos los velatorios a los que he debido asistir, ya tengo claro que es justo lo contrario de lo que se debería hacer. Familiares, amigos y conocidos, todos reunidos en una atmósfera cargada con el féretro en la sala de al lado; momentos incómodos, gente que asiste obligada, conversaciones vanas, fórmulas vacías repetidas mil veces, falsos consuelos...
Esta vez no ha habido nada de eso. La familia junta bajo un mismo techo, hablando de la difunta, cada uno contando una historia o un aspecto de su vida. Compartiendo la carga de su pérdida recordando momentos remarcables de su vida. Claro está, en la conversación tenía que estar también mi abuelo Rufino. ¿Cómo pensar en la una sin el otro? Los dos han vivido los mismos años, y la vida ha querido que muriera primero el que conservaba la cabeza en su sitio, ahorrándole el dolor de la muerte de la otra; mientras que la otra tampoco se enteró prácticamente de la pérdida de su marido, así estaba ella.
Ahora que los dos se han ido, sólo queda de ellos el recuerdo que nos han dejado, así como las enseñanzas y formas de ver y encarar la vida. Así, y no de otra manera, es como nos acompañarán el resto de nuestras vidas.
Te quiero mucho, abuela.










El vino vuelve a su cauce


Como de costumbre, Alberto fue a su pueblo a celebrar la virgen patronal, a finales de septiembre; y, como de costumbre también, su abuelo Eligio se lo llevó a la bodega familiar a cuidar de que todo estuviera en orden. Eligio sabía que los amigos de su nieto eran buenos zagales, pero ya se sabe que el alcohol trastorna las mentes y, aunque nunca le permitió hacer allí la peña, sabía que de vez en cuando bajaban a tomar algo, a cenar, a fumar, o a lo que fuera. Siempre era prudente echar un vistazo. Así lo habían hecho desde que Alberto tenía uso de razón. Pero ese año iba a ser diferente, aunque eso su abuelo todavía no lo sabía.
         Antes de ir allí ya habían ido a ver el palomar, que seguía igual que siempre, lleno de excrementos de pájaro que casi no se podía ni andar; la vega, donde tenían cuatro almendros abandonados al hambre insaciable de herrerillos y carboneros, según decía el anciano; y ahora tocaba visitar lo más importante de todo. Eligio hacía décadas que se había mudado a la ciudad, a Valladolid, a buscar mejor fortuna, así que sólo iban al pueblo en fechas señaladas; y, aparte de las fiestas de santa Engracia en julio, la virgen en septiembre y el día de Todos los Santos, pocas más había a lo largo del año. Alguna comida familiar, entre amigos… no mucho más. Lo que él ignoraba es que pocos días antes, ese mes de septiembre, la bodega había sido ocupada para otros fines.
         Hacía poco más de un año que se había muerto su esposa, Catalina, y eso había sido un duro golpe para él. Había perdido la vitalidad, el brío que siempre lo había caracterizado; y eso su familia lo sabía muy bien. Así que a Alberto se le había ocurrido algo para animarlo: darle vida de nuevo al lagar, hacer vino nuevamente, como hacían con su abuelo antes de que perdiera las fuerzas y las ganas, unos años atrás. De hecho, todavía quedaba alguna botella llena de polvo con vino muy añejo de entonces, casi moscatel. Era una idea que tenía en mente hacía tiempo, pero no se atrevió a plantearla a su familia hasta que se la contó a Cristina, una amiga suya que estudia enología, que se emocionó por poder hacer su primer vino en una bodega tradicional. Su padre, Carmelo, estaba igualmente entusiasmado, pues él mismo había ayudado a Eligio durante muchos años en la elaboración, antes incluso de que llegara la Denominación de Origen, y recordaba el empleo de todas las herramientas.
         Mientras subían la cuesta, dejando a cada lado las puertas de entrada y los humeros de otras tantas bodegas, Alberto iba recordando todo el proceso. El majuelo familiar lo vendió su abuelo hacía varios años, así que tuvieron que comprar la uva a Fernando, el viticultor amigo de la familia. Eran unos doscientos cincuenta kilos, no querían pasarse en la primera prueba. Una vez que se la subieron hasta el pie de la zarcera, la dejaron caer los ocho o nueve metros que podía haber hasta la sisa; la sala, que habían lavado a conciencia antes, donde la esperaba el jaraíz para pisarla. Fue algo bastante divertido; al principio le pareció bastante menos penoso de lo que se había figurado, pero después de un buen rato dale que te pego todo se veía con otros ojos. Su padre, Carmelo, su amiga Cristina, la enóloga, y él se turnaron en el pataleo y, según iba saliendo, el mosto se iba depositando en el tinillo, que tiene capacidad para dos arrobas (unos quince litros). Luego lo filtraban para separarlo de la casca, que más tarde prensaban en la prensa vertical dándole vueltas al huso. De ahí, todo el mosto colado lo metieron con una manguera al tonel, bien desinfectado con azufre quemado (¡qué divertido salirse de la bodega para no infectarse con los vapores que salían de ahí, como una emergencia química, para no asfixiarse!), y a esperar a que fermentara. Tenía algo de mágico todo aquello. ¡Sólo exprimir el jugo de la uva y dejarlo en una barrica unos días para sacar vino, ese alcohol maravilloso! Y lo habían hecho ellos mismos, con sus propios pies. ¿Cómo habría quedado?
Llegaron al fin. Su bodega estaba en la cima de ese montecillo, desde donde las entradas y chimeneas de las demás iban cayendo, desparramadas aquí y allá. Parecían madrigueras o incluso refugios para guarecerse del sol de justicia del verano, que ya había pasado; y, tal vez por eso, las cuevas se habían dejado abandonadas nuevamente. De ellas ya no salían humo ni ecos de músicas y voces alegres, como en santa Engracia. Todo estaba tranquilo, y hasta ellos sólo llegaba el sonido del viento arqueando las espigas bajas que recién empezaban a erguirse, sin que nadie se hubiera molestado en plantarlas ni en arrancarlas. Un viento que unos días atrás había estrenado la temporada de llevar chaquetilla.
       Antes de alcanzar la entrada, Alberto sacó su móvil un momento para enviar un mensaje. Ya allí, lo primero que sorprendió a Eligio fue el humo que salía de la chimenea.
-          – ¿Quién está ahí adentro?
-          – Pues no lo sé, abuelo, ahora lo veremos.
-          – ¿No serán ladrones…?
-          – ¡Qué van a ser ladrones! ¿Haciéndose la comida?
El viejo quedó pensativo pero alerta. Bajo el dintel de una sola piedra, la robusta puerta de madera estaba abierta de par en par, y dentro las luces encendidas. Bajaron las escaleras por el callejón, un pasillo estrecho cubierto con una tosca bóveda de cañón ejecutada con mampostería; Alberto iba delante dándole el brazo a su abuelo para que se apoyara en él y en la cuerda a modo de pasamanos que había en la pared, y poco a poco fueron notando la humedad creciente en el ambiente. Lo que más extrañaba a Eligio es que abajo no se oyera nada; y él había perdido oído, es cierto, pero tanto…
Una vez abajo llegaron a una pequeña sala a modo de recibidor, donde el observador Eligio vio colgadas chaquetas en el perchero.
-             – No habrán venido aquí tus amigos, ¿no, hijo?
-             – Que no, abuelo, estate tranquilo.
La sala principal, el comedor, estaba oscura; se acercaron, aún Eligio del brazo de su nieto, y encendieron la luz.
-            ¡Sorpresa! – gritaron todos los allí presentes.
-            – ¿Pero qué…?
Allí estaban reunidos sus cuatro hijos con sus maridos y esposas y con sus nietos. A un lado el hogar ardía; al otro, la mesa larga de madera estaba puesta con mantel de papel, ofreciendo quesos y embutidos, pan, ensalada y vino tinto para acompañar el asado y zapatillas para comer con el verdejo recién elaborado.
– Ay, hijo, casi me dais un infarto… ¿cómo no avisáis?
-               – Porque hoy es un día especial, padre – respondió Carmelo, su hijo, que dejó de remover las gavillas de sarmientos que estaba prendiendo en la hoguera para servirle un poco del vino que tenían en una botella de vidrio. Luego le dio a probar de otro que seguía reposando, recién sacado de un carral con la espita. Cuando bebió el culo de la copa de un trago, una lágrima le cayó por la mejilla y en su cara se dibujó una mueca de felicidad que no le habían visto desde antes de morir Catalina, su esposa.
-             – Muchas gracias a todos, de verdad, gracias…
La cueva estaba hecha toda de ladrillo, pintado de blanco hasta cierta altura. A un lado, en unos estantes, había a modo de decoración un cuévano de mimbre, un garrafón, un botijo, platos de cerámica y un porrón, este último más usado todavía. De la otra pared colgaban asimismo un imponente yugo, una horca y otros aperos de labranza. Una vez que estuvo listo el cordero, se sentaron todos en los bancos corridos y comieron, bebieron y disfrutaron, alegres; y Eligio, animado por el vino, empezó a hablar de sus tiempos mozos, de cuando su padre le enseñó el viejo arte, e incluso tuvo palabras para valorar y criticar el resultado, sacando a la luz las carencias y los excesos con tan solo olerlo y removerlo en su copa, dando valiosos consejos para la próxima vez.
-         – Venga, abuelo, déjate de cuentos y dale al porrón.


La revuelta castellana


Castilla se va a revelar y yo lideraré a los castellanos. Me llamo Juan de Padilla y dirijo a los rebeldes toledanos. No voy a negar que tengo un poco de miedo, pero os juro por mi honor que ganaremos esta batalla. Nuestro rey es indigno de la corona de Castilla, no se merece estar donde está. Nuestra reina es doña Juana de Castilla, y a ella juraremos lealtad y obediencia.
A lo lejos, veo lo poco que queda de Medina, recientemente quemada. Únicamente muros calcinados. Y junto a mí, Juan Bravo, mi valeroso compañero, picando espuelas se precipita hacia allí diciendo:
         ¡Nunca olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho! Disponed de cuanto tiene, cuanto atesora, ya es vuestro. ¡Nunca olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho!

Nuestra siguiente parada es Tordesillas, donde la reina Juana está presa. El pueblo nos recibe con gran contento, tocan campanas, cuelgan pendones bermejos. Por fin ha llegado el momento que tanto habíamos esperado. Doña Juana nos recibe sorprendida, pues nada sabía del levantamiento, y la apena que su reino se veía así abocado a la guerra civil, pero cree que nuestras demandas son justas. Era un gran día, nuestra reina nos había legitimado.
Mientras, su hijo Carlos, contra quien combatimos, dio desde Alemania la orden de acabar con la revuelta y ajusticiar a sus jefes. ¡A nosotros! Sería inocente pensar que eso nos desanimaba; al contrario, nos daba más fuerzas. Cuando ese extranjero intente volver a poner un pie en estos reinos para pedirle sus dineros ya será demasiado tarde para él. Ni un maravedí saldrá de nuestras arcas.
Más tarde me entero de cosas interesantes: Valladolid se une a la revuelta. Ya somos... Segovia, Zamora, Ávila, León, Cuenca, Soria, Guadalajara, Toro, Alcalá, Valladolid, Madrid... No podrán con nosotros.

Pronto sin embargo llegan malas noticias. Los ejércitos fieles a Carlos han devastado la villa de Mora. Miles de personas han muerto indefensas. Al enterarme, grito de rabia. Esto no puede continuar así. En cuanto tenga oportunidad, pienso coger a uno de esos imperiales por el cuello y hacerle sufrir lo más posible. Me voy a la cama, será lo mejor. Prefiero no seguir pensando en esto, descansar...
Pero no puedo. Pesadillas recorren mi mente: matanzas, quemas, la gran batalla... Pero al final cumplíamos nuestro deber: acabar con todo. Doña Juana reinaba España, y todos estábamos contentos... Después apareció una imagen que no se me olvidará en toda mi vida: las cabezas de todos los líderes comuneros clavados en estacas, la mía y las de mis compañeros, exhibidas como si fueran trofeos. Fuera del pueblo donde estaban las picas, una mezcla de cadáveres, agonías y campos devastados.
He despertado angustiado; el miedo se acumula a lo largo de todo mi cuerpo, como si no se quisiese ir. Oprimiendo mi pecho, haciéndome daño, desconectándome el cerebro... Por suerte no duró mucho. En seguida me digo que es imposible. Respiro hondo y consigo calmarme. Espero que no sea una premonición...

Me encuentro en Torrelobatón. Los imperiales están a apenas una milla. Nobles de todas partes vienen a su encuentro para unirse a ellos. No puedo esperar más, no podemos seguir así.
         Atención, comuneros y comuneras que aquí con tanto valor os habéis unido a tan noble causa -empiezo yo-. No es cosa de esperar, debemos partir. Nuestro destino: Toro comunera. Pronto nos enfrentaremos a las tropas imperiales. Debéis saber que éste puede ser vuestro último día en este mundo, pero seguro que todos aquellos que muráis en la próxima batalla iréis al cielo. Dios no se lo pensará dos veces. San Pedro se enorgullecerá de abriros las puertas. Ahora partid. Pensad en lo que os acabo de decir, y luchad hasta el último aliento, luchad por nuestra patria, luchad por Castilla. Matad a todos los enemigos que podáis, y no olvidéis nuestro lema.
         ¡QUE TODAS LAS CRUCES BLANCAS ROJAS DE SANGRE SE VUELVAN! -clamó todo el pueblo en un solo grito.
Después de lo cual continuamos la marcha. Pero antes, me retiro a meditar, a pensar en todo lo sucedido. Al cabo de un rato, cojo un pergamino y escribo estas palabras:
Mañana se va a luchar,
aunque quedemos un puño,
hasta el fin se combatirá.
Que nunca nos diga el pueblo
que nos echamos atrás,
si la suerte nos faltara
el valor no ha de faltar.

Al poco rato nos encontramos bajando por las cárcavas del camino. Al no haber luna en el cielo, no necesitamos ocultarnos; sin embargo, todo está oscuro, nos azota la borrasca y avanzamos con esfuerzo, pero con decisión. Por un momento el pánico vuelve a mí, al igual que en mi última pesadilla; mas no me dejo vencer. Éste no es el momento, vamos a ganar. Y viene a mi mente el sueño de la victoria, gracias al cual me siento mucho mejor, y continúo cabalgando por la explanada.
         Padilla.
         ¿Sí, Juan?
         La noticia de que nos hemos ido se ha difundido en el ejército imperial. Más de dos mil quinientos jinetes, y ocho mil infantes al menos. Nos siguen.
         ¿Sí, eh? Gracias Juan.
         No hay de qué, camarada.
Estoy un rato corto pensando, un minuto a lo sumo. Después proclamo:
         ¡Que redoblen los tambores,
los tambores desplegad,
que no piensen los reales
que vamos huyendo ya!


Me gustaría acampar en Vega de Valdetronco, pero mi vanguardia no oye las órdenes que les doy, así que debo esperar a Villalar.
Al poco rato aparece el pueblo. Por fin salimos de ese maldito lodazal. Llegamos hasta las casas, e instalamos allí las piezas, que empiezan a disparar. Ya vienen los imperiales, la batalla comienza ya. Todos nuestros hombres luchan con valentía, pero parte de nuestras piezas de artillería ha quedado en el lodo, y son demasiados... Al cabo, cogen a Maldonado y a sus hombres. Los siguientes son los míos, junto con todos los demás. Qué día tan trágico, ¿quién lo hubiera pensado?


Al despertar, me doy cuenta de que estoy encerrado. ¡Encerrado! No puedo aguantarlo más. A mi alrededor, luego de acostumbrarme a la oscuridad, no veo a nadie, tan solo tinieblas. Intento avanzar hacia la puerta y, ¡oh, desdicha! estoy encadenado a la pared. Me vuelvo y, siguiendo mis cadenas, llego al muro de piedra. El techo es alto y únicamente entra una luz tenue por una ventana a la que es imposible llegar. Siguiendo la gélida pared hasta donde mis ataduras me lo permiten, compruebo que no hay forma de salir y que estoy, como imaginaba, solo.

Durante el tiempo que estuve encerrado, tuve ocasión de reflexionar... ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Qué había hecho mal, Dios? Recé. Tenía la impresión de que Él estaba conmigo, y al mismo tiempo estaba distante. Empecé a hablar conmigo mismo. A gritar, enfurecerme, intentar deshacerme de mis cadenas... pero no pude. Pensé entonces en la suerte de mis compañeros, y en la mía. Estaba claro que Carlos iba a cumplir con su palabra. Todo Villalar contemplaría nuestras cabezas por mucho tiempo, a no ser que... A mi mente llegó una esperanza. Es posible que tropas de otros lugares lleguen en nuestra ayuda. Y con este pensamiento en la cabeza me quedé dormido.


Al poco me despierta un ruido de puertas abriéndose y cerrándose. Al abrir los ojos contemplo que el sol ha salido y mi prisión se ha iluminado de luz. La celda es cuadrada; la ventana, de muy pequeñas dimensiones con un par de barrotes. Frente a mí se encuentra una puerta cerrada, sin ningún resquicio en ella. El sonido que me despertó se acerca, y al poco rato se oye el giro de una gran llave. ¿Serán amigos o enemigos? Enemigos. Al ver al carcelero con una pequeña sonrisa en la boca entiendo que mis esperanzas no eran más que eso, esperanzas. El hombre enjuto cierra la puerta tras de sí y me pone unas esposas en las manos, tras lo cual me desata las cadenas de mis pies. En cuanto tengo las piernas libres le doy una patada en su entrepierna. Mientras el carcelero retrocede de dolor, yo aprovecho el momento para quitarle las llaves del cinturón, quitarme las esposas, abrir la puerta lo más rápido posible y salir de allí.
El pasillo está vacío. Entre las sombras llego a una celda y la abro: mi amigo Juan Bravo corre a abrazarme al verme. Tras liberarlo de sus grilletes corremos sin hacer ruido hasta la siguiente celda, ocupada por Maldonado. Libres los tres, empezamos a buscar la salida. El tiempo apremia, pues los guardas pronto han de sospechar por la tardanza del carcelero quejumbroso. Seguimos hacia delante, pero no encontramos nada. Sólo nos queda escondernos. Entramos en una celda cualquiera, que por suerte ocupaba un seguidor comunero.
Al poco oímos pasos presurosos que van y vienen, puertas que se abren y que se cierran. Están registrando las celdas una a una. Pronto llegarán a la nuestra, así que intentamos escondernos al lado de la puerta, para que no nos vean al abrirla. El preso nos da su palabra de no decir palabra, al fin y al cabo está de nuestra parte. No sirvió de nada. Cuando entran en la estancia, la examinan de punta a punta y pronto nos descubren. Estamos perdidos. No hay escapatoria ya, así que no oponemos resistencia.

Ahora puedo ver a los lugareños de Villalar. Esperan amontonados en la plaza mayor, en silencio desde que salimos por la puerta de la cárcel del pueblo. Nadie dice nada, todos tienen miedo. Se oye lejos, muy lejos, un tambor de guerra que va marcando el ritmo de nuestros apesadumbrados pasos. La mañana es fría y silenciosa; sólo se escucha el sombrío tambor. Nos suben al patíbulo, donde nos espera el verdugo. Agarran a mi fiel Juan Bravo de los pelos y lo arrodillan con violencia frente al tronco. Cuando su mejilla toca la madera, un hombre en medio del público grita. Al momento un soldado va hacia él, se lo lleva aparte y lo hace callar.
Mientras, el verdugo alza su hacha y la deja caer con fuerza sobre el cuello de mi amigo. Su cabeza cae a las tablas con un golpe seco. Debo contenerme para no gritar. Yo era el siguiente. Antes de caer de rodillas alzo la voz:
-          ¡Libertad para Castilla!
Ni una lágrima rodó por mis mejillas cuando me vi allí, derrotado y humillado frente a quienes ayer me apoyaban y hoy me veían ajusticiado; ni cuando sentí el frío acero en mi cuello para preparar el golpe. Entonces sólo podía pensar en una cosa: ¡LIBERTAD PARA CASTILLA!

Muy amargamente lloró María Pacheco, mujer de Juan Padilla, cuando llegaron noticias de la batalla de Villalar a Toledo, de los pocos bastiones rebeldes que quedaban, donde ella esperaba. Quiso vengar su muerte y la de tan valerosos guerreros, y resistir cuanto fuera posible; mas pronto quedó claro que todo estaba perdido. Las villas fieles a los comuneros empezaron a rendirse, y así lo hizo finalmente Toledo. María murió años después exiliada en Portugal.
Y así acabó la revuelta comunera, un movimiento que cambió la historia de España para siempre, aunque de manera inversa a como sus cabecillas lo había planeado. El rey Carlos siguió siendo rey y se coronó emperador, la reina Juana la Loca siguió encerrada en Tordesillas hasta el fin de sus días, y los burgueses y campesinos quedaron sin fuerzas para volver a poner en jaque seriamente a la monarquía.

Puedes ver este relato recitado en mi canal de Youtube: https://youtu.be/LV8ya_Dg92w 






Castillo de Torrelobatón (Valladolid, España), bastión de los comuneros y actual Centro de Interpretación del Movimiento Comunero