El vino vuelve a su cauce


Como de costumbre, Alberto fue a su pueblo a celebrar la virgen patronal, a finales de septiembre; y, como de costumbre también, su abuelo Eligio se lo llevó a la bodega familiar a cuidar de que todo estuviera en orden. Eligio sabía que los amigos de su nieto eran buenos zagales, pero ya se sabe que el alcohol trastorna las mentes y, aunque nunca le permitió hacer allí la peña, sabía que de vez en cuando bajaban a tomar algo, a cenar, a fumar, o a lo que fuera. Siempre era prudente echar un vistazo. Así lo habían hecho desde que Alberto tenía uso de razón. Pero ese año iba a ser diferente, aunque eso su abuelo todavía no lo sabía.
         Antes de ir allí ya habían ido a ver el palomar, que seguía igual que siempre, lleno de excrementos de pájaro que casi no se podía ni andar; la vega, donde tenían cuatro almendros abandonados al hambre insaciable de herrerillos y carboneros, según decía el anciano; y ahora tocaba visitar lo más importante de todo. Eligio hacía décadas que se había mudado a la ciudad, a Valladolid, a buscar mejor fortuna, así que sólo iban al pueblo en fechas señaladas; y, aparte de las fiestas de santa Engracia en julio, la virgen en septiembre y el día de Todos los Santos, pocas más había a lo largo del año. Alguna comida familiar, entre amigos… no mucho más. Lo que él ignoraba es que pocos días antes, ese mes de septiembre, la bodega había sido ocupada para otros fines.
         Hacía poco más de un año que se había muerto su esposa, Catalina, y eso había sido un duro golpe para él. Había perdido la vitalidad, el brío que siempre lo había caracterizado; y eso su familia lo sabía muy bien. Así que a Alberto se le había ocurrido algo para animarlo: darle vida de nuevo al lagar, hacer vino nuevamente, como hacían con su abuelo antes de que perdiera las fuerzas y las ganas, unos años atrás. De hecho, todavía quedaba alguna botella llena de polvo con vino muy añejo de entonces, casi moscatel. Era una idea que tenía en mente hacía tiempo, pero no se atrevió a plantearla a su familia hasta que se la contó a Cristina, una amiga suya que estudia enología, que se emocionó por poder hacer su primer vino en una bodega tradicional. Su padre, Carmelo, estaba igualmente entusiasmado, pues él mismo había ayudado a Eligio durante muchos años en la elaboración, antes incluso de que llegara la Denominación de Origen, y recordaba el empleo de todas las herramientas.
         Mientras subían la cuesta, dejando a cada lado las puertas de entrada y los humeros de otras tantas bodegas, Alberto iba recordando todo el proceso. El majuelo familiar lo vendió su abuelo hacía varios años, así que tuvieron que comprar la uva a Fernando, el viticultor amigo de la familia. Eran unos doscientos cincuenta kilos, no querían pasarse en la primera prueba. Una vez que se la subieron hasta el pie de la zarcera, la dejaron caer los ocho o nueve metros que podía haber hasta la sisa; la sala, que habían lavado a conciencia antes, donde la esperaba el jaraíz para pisarla. Fue algo bastante divertido; al principio le pareció bastante menos penoso de lo que se había figurado, pero después de un buen rato dale que te pego todo se veía con otros ojos. Su padre, Carmelo, su amiga Cristina, la enóloga, y él se turnaron en el pataleo y, según iba saliendo, el mosto se iba depositando en el tinillo, que tiene capacidad para dos arrobas (unos quince litros). Luego lo filtraban para separarlo de la casca, que más tarde prensaban en la prensa vertical dándole vueltas al huso. De ahí, todo el mosto colado lo metieron con una manguera al tonel, bien desinfectado con azufre quemado (¡qué divertido salirse de la bodega para no infectarse con los vapores que salían de ahí, como una emergencia química, para no asfixiarse!), y a esperar a que fermentara. Tenía algo de mágico todo aquello. ¡Sólo exprimir el jugo de la uva y dejarlo en una barrica unos días para sacar vino, ese alcohol maravilloso! Y lo habían hecho ellos mismos, con sus propios pies. ¿Cómo habría quedado?
Llegaron al fin. Su bodega estaba en la cima de ese montecillo, desde donde las entradas y chimeneas de las demás iban cayendo, desparramadas aquí y allá. Parecían madrigueras o incluso refugios para guarecerse del sol de justicia del verano, que ya había pasado; y, tal vez por eso, las cuevas se habían dejado abandonadas nuevamente. De ellas ya no salían humo ni ecos de músicas y voces alegres, como en santa Engracia. Todo estaba tranquilo, y hasta ellos sólo llegaba el sonido del viento arqueando las espigas bajas que recién empezaban a erguirse, sin que nadie se hubiera molestado en plantarlas ni en arrancarlas. Un viento que unos días atrás había estrenado la temporada de llevar chaquetilla.
       Antes de alcanzar la entrada, Alberto sacó su móvil un momento para enviar un mensaje. Ya allí, lo primero que sorprendió a Eligio fue el humo que salía de la chimenea.
-          – ¿Quién está ahí adentro?
-          – Pues no lo sé, abuelo, ahora lo veremos.
-          – ¿No serán ladrones…?
-          – ¡Qué van a ser ladrones! ¿Haciéndose la comida?
El viejo quedó pensativo pero alerta. Bajo el dintel de una sola piedra, la robusta puerta de madera estaba abierta de par en par, y dentro las luces encendidas. Bajaron las escaleras por el callejón, un pasillo estrecho cubierto con una tosca bóveda de cañón ejecutada con mampostería; Alberto iba delante dándole el brazo a su abuelo para que se apoyara en él y en la cuerda a modo de pasamanos que había en la pared, y poco a poco fueron notando la humedad creciente en el ambiente. Lo que más extrañaba a Eligio es que abajo no se oyera nada; y él había perdido oído, es cierto, pero tanto…
Una vez abajo llegaron a una pequeña sala a modo de recibidor, donde el observador Eligio vio colgadas chaquetas en el perchero.
-             – No habrán venido aquí tus amigos, ¿no, hijo?
-             – Que no, abuelo, estate tranquilo.
La sala principal, el comedor, estaba oscura; se acercaron, aún Eligio del brazo de su nieto, y encendieron la luz.
-            ¡Sorpresa! – gritaron todos los allí presentes.
-            – ¿Pero qué…?
Allí estaban reunidos sus cuatro hijos con sus maridos y esposas y con sus nietos. A un lado el hogar ardía; al otro, la mesa larga de madera estaba puesta con mantel de papel, ofreciendo quesos y embutidos, pan, ensalada y vino tinto para acompañar el asado y zapatillas para comer con el verdejo recién elaborado.
– Ay, hijo, casi me dais un infarto… ¿cómo no avisáis?
-               – Porque hoy es un día especial, padre – respondió Carmelo, su hijo, que dejó de remover las gavillas de sarmientos que estaba prendiendo en la hoguera para servirle un poco del vino que tenían en una botella de vidrio. Luego le dio a probar de otro que seguía reposando, recién sacado de un carral con la espita. Cuando bebió el culo de la copa de un trago, una lágrima le cayó por la mejilla y en su cara se dibujó una mueca de felicidad que no le habían visto desde antes de morir Catalina, su esposa.
-             – Muchas gracias a todos, de verdad, gracias…
La cueva estaba hecha toda de ladrillo, pintado de blanco hasta cierta altura. A un lado, en unos estantes, había a modo de decoración un cuévano de mimbre, un garrafón, un botijo, platos de cerámica y un porrón, este último más usado todavía. De la otra pared colgaban asimismo un imponente yugo, una horca y otros aperos de labranza. Una vez que estuvo listo el cordero, se sentaron todos en los bancos corridos y comieron, bebieron y disfrutaron, alegres; y Eligio, animado por el vino, empezó a hablar de sus tiempos mozos, de cuando su padre le enseñó el viejo arte, e incluso tuvo palabras para valorar y criticar el resultado, sacando a la luz las carencias y los excesos con tan solo olerlo y removerlo en su copa, dando valiosos consejos para la próxima vez.
-         – Venga, abuelo, déjate de cuentos y dale al porrón.


La revuelta castellana


Castilla se va a revelar y yo lideraré a los castellanos. Me llamo Juan de Padilla y dirijo a los rebeldes toledanos. No voy a negar que tengo un poco de miedo, pero os juro por mi honor que ganaremos esta batalla. Nuestro rey es indigno de la corona de Castilla, no se merece estar donde está. Nuestra reina es doña Juana de Castilla, y a ella juraremos lealtad y obediencia.
A lo lejos, veo lo poco que queda de Medina, recientemente quemada. Únicamente muros calcinados. Y junto a mí, Juan Bravo, mi valeroso compañero, picando espuelas se precipita hacia allí diciendo:
         ¡Nunca olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho! Disponed de cuanto tiene, cuanto atesora, ya es vuestro. ¡Nunca olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho!

Nuestra siguiente parada es Tordesillas, donde la reina Juana está presa. El pueblo nos recibe con gran contento, tocan campanas, cuelgan pendones bermejos. Por fin ha llegado el momento que tanto habíamos esperado. Doña Juana nos recibe sorprendida, pues nada sabía del levantamiento, y la apena que su reino se veía así abocado a la guerra civil, pero cree que nuestras demandas son justas. Era un gran día, nuestra reina nos había legitimado.
Mientras, su hijo Carlos, contra quien combatimos, dio desde Alemania la orden de acabar con la revuelta y ajusticiar a sus jefes. ¡A nosotros! Sería inocente pensar que eso nos desanimaba; al contrario, nos daba más fuerzas. Cuando ese extranjero intente volver a poner un pie en estos reinos para pedirle sus dineros ya será demasiado tarde para él. Ni un maravedí saldrá de nuestras arcas.
Más tarde me entero de cosas interesantes: Valladolid se une a la revuelta. Ya somos... Segovia, Zamora, Ávila, León, Cuenca, Soria, Guadalajara, Toro, Alcalá, Valladolid, Madrid... No podrán con nosotros.

Pronto sin embargo llegan malas noticias. Los ejércitos fieles a Carlos han devastado la villa de Mora. Miles de personas han muerto indefensas. Al enterarme, grito de rabia. Esto no puede continuar así. En cuanto tenga oportunidad, pienso coger a uno de esos imperiales por el cuello y hacerle sufrir lo más posible. Me voy a la cama, será lo mejor. Prefiero no seguir pensando en esto, descansar...
Pero no puedo. Pesadillas recorren mi mente: matanzas, quemas, la gran batalla... Pero al final cumplíamos nuestro deber: acabar con todo. Doña Juana reinaba España, y todos estábamos contentos... Después apareció una imagen que no se me olvidará en toda mi vida: las cabezas de todos los líderes comuneros clavados en estacas, la mía y las de mis compañeros, exhibidas como si fueran trofeos. Fuera del pueblo donde estaban las picas, una mezcla de cadáveres, agonías y campos devastados.
He despertado angustiado; el miedo se acumula a lo largo de todo mi cuerpo, como si no se quisiese ir. Oprimiendo mi pecho, haciéndome daño, desconectándome el cerebro... Por suerte no duró mucho. En seguida me digo que es imposible. Respiro hondo y consigo calmarme. Espero que no sea una premonición...

Me encuentro en Torrelobatón. Los imperiales están a apenas una milla. Nobles de todas partes vienen a su encuentro para unirse a ellos. No puedo esperar más, no podemos seguir así.
         Atención, comuneros y comuneras que aquí con tanto valor os habéis unido a tan noble causa -empiezo yo-. No es cosa de esperar, debemos partir. Nuestro destino: Toro comunera. Pronto nos enfrentaremos a las tropas imperiales. Debéis saber que éste puede ser vuestro último día en este mundo, pero seguro que todos aquellos que muráis en la próxima batalla iréis al cielo. Dios no se lo pensará dos veces. San Pedro se enorgullecerá de abriros las puertas. Ahora partid. Pensad en lo que os acabo de decir, y luchad hasta el último aliento, luchad por nuestra patria, luchad por Castilla. Matad a todos los enemigos que podáis, y no olvidéis nuestro lema.
         ¡QUE TODAS LAS CRUCES BLANCAS ROJAS DE SANGRE SE VUELVAN! -clamó todo el pueblo en un solo grito.
Después de lo cual continuamos la marcha. Pero antes, me retiro a meditar, a pensar en todo lo sucedido. Al cabo de un rato, cojo un pergamino y escribo estas palabras:
Mañana se va a luchar,
aunque quedemos un puño,
hasta el fin se combatirá.
Que nunca nos diga el pueblo
que nos echamos atrás,
si la suerte nos faltara
el valor no ha de faltar.

Al poco rato nos encontramos bajando por las cárcavas del camino. Al no haber luna en el cielo, no necesitamos ocultarnos; sin embargo, todo está oscuro, nos azota la borrasca y avanzamos con esfuerzo, pero con decisión. Por un momento el pánico vuelve a mí, al igual que en mi última pesadilla; mas no me dejo vencer. Éste no es el momento, vamos a ganar. Y viene a mi mente el sueño de la victoria, gracias al cual me siento mucho mejor, y continúo cabalgando por la explanada.
         Padilla.
         ¿Sí, Juan?
         La noticia de que nos hemos ido se ha difundido en el ejército imperial. Más de dos mil quinientos jinetes, y ocho mil infantes al menos. Nos siguen.
         ¿Sí, eh? Gracias Juan.
         No hay de qué, camarada.
Estoy un rato corto pensando, un minuto a lo sumo. Después proclamo:
         ¡Que redoblen los tambores,
los tambores desplegad,
que no piensen los reales
que vamos huyendo ya!


Me gustaría acampar en Vega de Valdetronco, pero mi vanguardia no oye las órdenes que les doy, así que debo esperar a Villalar.
Al poco rato aparece el pueblo. Por fin salimos de ese maldito lodazal. Llegamos hasta las casas, e instalamos allí las piezas, que empiezan a disparar. Ya vienen los imperiales, la batalla comienza ya. Todos nuestros hombres luchan con valentía, pero parte de nuestras piezas de artillería ha quedado en el lodo, y son demasiados... Al cabo, cogen a Maldonado y a sus hombres. Los siguientes son los míos, junto con todos los demás. Qué día tan trágico, ¿quién lo hubiera pensado?


Al despertar, me doy cuenta de que estoy encerrado. ¡Encerrado! No puedo aguantarlo más. A mi alrededor, luego de acostumbrarme a la oscuridad, no veo a nadie, tan solo tinieblas. Intento avanzar hacia la puerta y, ¡oh, desdicha! estoy encadenado a la pared. Me vuelvo y, siguiendo mis cadenas, llego al muro de piedra. El techo es alto y únicamente entra una luz tenue por una ventana a la que es imposible llegar. Siguiendo la gélida pared hasta donde mis ataduras me lo permiten, compruebo que no hay forma de salir y que estoy, como imaginaba, solo.

Durante el tiempo que estuve encerrado, tuve ocasión de reflexionar... ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Qué había hecho mal, Dios? Recé. Tenía la impresión de que Él estaba conmigo, y al mismo tiempo estaba distante. Empecé a hablar conmigo mismo. A gritar, enfurecerme, intentar deshacerme de mis cadenas... pero no pude. Pensé entonces en la suerte de mis compañeros, y en la mía. Estaba claro que Carlos iba a cumplir con su palabra. Todo Villalar contemplaría nuestras cabezas por mucho tiempo, a no ser que... A mi mente llegó una esperanza. Es posible que tropas de otros lugares lleguen en nuestra ayuda. Y con este pensamiento en la cabeza me quedé dormido.


Al poco me despierta un ruido de puertas abriéndose y cerrándose. Al abrir los ojos contemplo que el sol ha salido y mi prisión se ha iluminado de luz. La celda es cuadrada; la ventana, de muy pequeñas dimensiones con un par de barrotes. Frente a mí se encuentra una puerta cerrada, sin ningún resquicio en ella. El sonido que me despertó se acerca, y al poco rato se oye el giro de una gran llave. ¿Serán amigos o enemigos? Enemigos. Al ver al carcelero con una pequeña sonrisa en la boca entiendo que mis esperanzas no eran más que eso, esperanzas. El hombre enjuto cierra la puerta tras de sí y me pone unas esposas en las manos, tras lo cual me desata las cadenas de mis pies. En cuanto tengo las piernas libres le doy una patada en su entrepierna. Mientras el carcelero retrocede de dolor, yo aprovecho el momento para quitarle las llaves del cinturón, quitarme las esposas, abrir la puerta lo más rápido posible y salir de allí.
El pasillo está vacío. Entre las sombras llego a una celda y la abro: mi amigo Juan Bravo corre a abrazarme al verme. Tras liberarlo de sus grilletes corremos sin hacer ruido hasta la siguiente celda, ocupada por Maldonado. Libres los tres, empezamos a buscar la salida. El tiempo apremia, pues los guardas pronto han de sospechar por la tardanza del carcelero quejumbroso. Seguimos hacia delante, pero no encontramos nada. Sólo nos queda escondernos. Entramos en una celda cualquiera, que por suerte ocupaba un seguidor comunero.
Al poco oímos pasos presurosos que van y vienen, puertas que se abren y que se cierran. Están registrando las celdas una a una. Pronto llegarán a la nuestra, así que intentamos escondernos al lado de la puerta, para que no nos vean al abrirla. El preso nos da su palabra de no decir palabra, al fin y al cabo está de nuestra parte. No sirvió de nada. Cuando entran en la estancia, la examinan de punta a punta y pronto nos descubren. Estamos perdidos. No hay escapatoria ya, así que no oponemos resistencia.

Ahora puedo ver a los lugareños de Villalar. Esperan amontonados en la plaza mayor, en silencio desde que salimos por la puerta de la cárcel del pueblo. Nadie dice nada, todos tienen miedo. Se oye lejos, muy lejos, un tambor de guerra que va marcando el ritmo de nuestros apesadumbrados pasos. La mañana es fría y silenciosa; sólo se escucha el sombrío tambor. Nos suben al patíbulo, donde nos espera el verdugo. Agarran a mi fiel Juan Bravo de los pelos y lo arrodillan con violencia frente al tronco. Cuando su mejilla toca la madera, un hombre en medio del público grita. Al momento un soldado va hacia él, se lo lleva aparte y lo hace callar.
Mientras, el verdugo alza su hacha y la deja caer con fuerza sobre el cuello de mi amigo. Su cabeza cae a las tablas con un golpe seco. Debo contenerme para no gritar. Yo era el siguiente. Antes de caer de rodillas alzo la voz:
-          ¡Libertad para Castilla!
Ni una lágrima rodó por mis mejillas cuando me vi allí, derrotado y humillado frente a quienes ayer me apoyaban y hoy me veían ajusticiado; ni cuando sentí el frío acero en mi cuello para preparar el golpe. Entonces sólo podía pensar en una cosa: ¡LIBERTAD PARA CASTILLA!

Muy amargamente lloró María Pacheco, mujer de Juan Padilla, cuando llegaron noticias de la batalla de Villalar a Toledo, de los pocos bastiones rebeldes que quedaban, donde ella esperaba. Quiso vengar su muerte y la de tan valerosos guerreros, y resistir cuanto fuera posible; mas pronto quedó claro que todo estaba perdido. Las villas fieles a los comuneros empezaron a rendirse, y así lo hizo finalmente Toledo. María murió años después exiliada en Portugal.
Y así acabó la revuelta comunera, un movimiento que cambió la historia de España para siempre, aunque de manera inversa a como sus cabecillas lo había planeado. El rey Carlos siguió siendo rey y se coronó emperador, la reina Juana la Loca siguió encerrada en Tordesillas hasta el fin de sus días, y los burgueses y campesinos quedaron sin fuerzas para volver a poner en jaque seriamente a la monarquía.

Puedes ver este relato recitado en mi canal de Youtube: https://youtu.be/LV8ya_Dg92w 






Castillo de Torrelobatón (Valladolid, España), bastión de los comuneros y actual Centro de Interpretación del Movimiento Comunero

La inspiración

La inspiración es dama caprichosa
a quien no bastan llamadas ni ruegos,
voces lisonjeras o recios llamados,
regalos o alhajas.
Antojadiza, jamás entra por la puerta
ni le gusta ser vista acompañando a nadie,
pues no entiende de celos y
a todos nos visita.
Cuando al fin lo hace,
casi siempre robando momentos a mi sueño,
es la amante más ardiente,
pero también la más ardua;
la más difícil de atraer y
la más fácil de alejar.
Y con ella una chispa salta
en mi cabeza y,
como llena de gasolina,
en un instante prende toda mi mente.
Todo mi ser estalla y ya no encuentra reposo
ni calma.
Un torrente de ideas surge y cae
con fuerza sobre una noria,
moviendo frenéticamente mi ánimo,
encauzando la potencia acuática.
Impulsos nerviosos se apoderan de mí,
buscando las letras, las palabras, las teclas;
y al fin brotan
como de una botella rota,
desparramándose por los surcos de tierra,
haciendo crecer las semillas,
los troncos,
las ramas,
las hojas,
el árbol y los frutos.
Acabada la obra llega paz
y gran satisfacción; mas
como haya otra a medias,
pronto saldrá su sed de marinero perdido
en la mar, se
removerá insaciable,
y no quedará satisfecha hasta ver colmados sus anhelos;
crecidos sus hijos, nunca bastardos,
pues con esfuerzo se han parido.
Cuando se marcha, siempre sin avisar,
estoy demasiado cansado;
el sosiego y el sopor,
como después de un orgasmo, me invaden;
me tiendo agotado sobre la cama
y duermo al fin.

Mira el vídeo recitando este poema en https://www.instagram.com/tv/B_E6HuFJu4_/?igshid=12tazg0c47eaj

Salto (al) inconsciente

Cojo carrerilla y salto al vacío. Ante mis ojos se suceden los estratos de color verde y amarillo eléctrico, en cascada, cada vez más distorsionados, y se van alternando con morados y azules que con la caída van haciendo ondulaciones hasta tomar una curva perfecta, senoidal. Pierdo la noción del tiempo y cuando llego abajo recuerdo que estoy en caída libre. Estoy entre árboles espesos con tucanes y monos en sus ramas umbrosas. Al fin caigo en un gran lago de un azul muy claro y puro. Cocodrilos nadan tranquilos a mi alrededor. Voy hasta la orilla y salgo seco del agua. Allí me espera un magnífico festín. Una mesa larga con mantel blanco y repleta de frutos exóticos: papayas, mangos, plátanos, caquis... También hay uvas y arándanos y rajas de melón muy verde. Parece que estuvieran esperándome, como si me miraran ellos con hambre de ser comidos. Como sin apetito, por el placer de sus néctares, y me alejo luego por entre la vegetación. Ando apenas unos minutos hasta encontrarme con un indio en un claro; está fumando una pipa gigante. Me ofrece, me siento junto a él y aspiro. Después trepo hasta la copa de un árbol para otear a todo alrededor: ante mí, cuando el bosque acaba, aparece un valle más deprimido con un hermoso castillo-palacio francés a la vista, con sus inclinados tejados de pizarra y sus grandes fosos rodeados de jardines. Entonces un gran pájaro me agarra y me lleva volando hasta una terraza del palacio. Dentro una doncella me espera en camisón y, en cuanto me ve entrar, desata un cordón y éste cae a sus pies, quedando completamente desnuda y mirándome incitante, como invitándome. Me acerco a ella sin dudar y la beso con pasión mientras toco su cuerpo ardiente y reculamos hasta llegar a la cama. Empezamos a follar ardorosamente pero en medio del acto nos interrumpe un caballero abriendo las puertas de la alcoba con violencia. Me mira furioso y saca de su cinto un enorme trabuco con el que me apunta. Sin perder un instante corro a la terraza y me tiro con seguridad.
Abajo me encuentro unas escaleras que descienden y bajo por ellas hasta el sótano, muy oscuro. Empiezo a andar a tientas sin ninguna noción del espacio por el que me estoy moviendo y al poco tiempo se enciende a mi alrededor una luz potente que por un momento me impide ver qué está pasando. Cuando mis ojos se habitúan a la claridad veo ante mí a un juez subido en su mesa y rodeado de otros letrados. A los lados todo son gradas atestadas de espectadores esperando el veredicto final. Me siento centro de todas las miradas, pero la que más siento es la del juez, dura e inflexible, que al hablar finalmente dice con voz recia: el destierro. Tras dar dos golpes secos con su mazo de madera, una trampilla bajo mis pies se abre.
Una vez más vuelvo a caer, y esta vez los colores frente a mí son cálidos. Primero rojos, luego naranjas y finalmente amarillos, todos en estratos ondeando desordenadamente. Cuando caigo, el cielo está inundado por un amarillo clarísimo. Miro a mi alrededor y no encuentro más que tierra yerma y agrietada, completamente seca. Un desierto inhóspito y caliente se extiende ante mí. Me pongo a andar, pero con cada paso voy perdiendo la esperanza de encontrar algo. Caigo al suelo de rodillas, derrotado; mas veo a pocos pasos un agujero negro en el suelo y no lo pienso dos veces. Cojo carrerilla y salto.


Cuando he empezado a escribir estas palabras me he lanzado hacia mi subconsciente, buscando imágenes que de él brotasen y empezando un viaje de cuyo final sabía lo mismo que tú cuando empezaste a leerlo. He aquí el inesperado final.

Mi afán de escritor

En estos días de encierro
he tenido tiempo demás para reflexionar,
y mucho lo he hecho sobre mi
afán de escritor.
No hace mucho, una fiebre invadía mi mente que
se reflejaba en mis manos; mas
ya la poesía parece salida de mí
y yo ando cojo,
agarro manco,
veo tuerto.
Me falta el arrojo.
¿Qué es lo que me frena?
¿Qué lo que me inquieta?
¿Qué detiene a estos dedos sobre el teclado?
Tal vez la pérdida de costumbre,
tal vez la falta de lecturas inspiradoras,
¡puede incluso que la ausencia de inspiración misma!
O tal vez ninguna idea me agrade,
o no sea capaz de plasmar mis ideas.
Quiero crear algo nuevo y necesario
y olvidar los lenguajes antiguos,
colmados de frutas podridas hace décadas,
tiradas por el suelo como
bodegón barroco.
¿Cómo usar palabras firmes y evocadoras sin caer en el arcaísmo?
Mucho he cambiado, mis ideas, mis aspiraciones...
por ello me tiembla el pulso al
cincelar con palabras la imagen que imagino.
Mucho he cambiado, sí,
pero aún tengo alma de poeta y,
por suerte, las ascuas aún arden y,
cuanto más me lo cuestiono,
más parecen querer salir de mí las letras que me habían dejado,
dejándome mudo,
recobrando la voz.
Por ello ahora grito que
no cejaré en mi empeño;
pues poeta soy,
y así voy a seguir.

Puedes ver recitado este poema en mi canal de Youtube https://youtu.be/DgynN1jf_4g