Estación del Norte

      No son los míos recuerdos de otro siglo, pero sí los de otra época. No hablaré de imágenes en blanco y negro de máquinas que llenan de vapor la estación, aunque en el tiempo en que viví estos recuerdos fantasease con ellas. Cada vez que entro en la decimonónica estación de trenes pienso en mi abuelo llevándome de la mano al andén para mirar pasar los convoyes. En mi tierna infancia, mi abuelo me traía de vez en cuando a este lugar, donde podía soñar con viajes lejanos y ver cómo las cajas metálicas se llevaban a la gente a otros lares. Me gustaba mirar hacia abajo y ver los raíles (esas frías lenguas de metal), las piedras negras como el carbón... Recuerdo las filas inacabables de remaches, las columnas que semejan árboles, los dos grandes relojes a cada lado de la estructura de hierro, los pasos inferiores para pasar al otro lado de las vías, el cielo azul al fondo, los bancos algo incómodos de metal donde nos sentábamos mi abuelo y yo, la exposición de maquetas de locomotoras de otros años, los talleres oxidados, el potente ruido de los motores y de los frenos, el repiqueteo de las maletas rodando por el suelo... Nada de eso ha cambiado; pero la estación se ha modernizado. Ha llegado el AVE, y ya no se ven las vías, tapadas por horrendos paneles traslúcidos; ya nadie usa el viejo paso inferior, todos cruzan por la nueva etérea pasarela de vidrio y acero; ya no es posible sentarse en los inflexibles bancos y ver a los trenes pasar con los niños pegados en la ventana; antes era mi abuelo quien me llevaba a mí, ahora que el peso de los años le va cayendo cada vez más sobre los hombros soy yo quien lo lleva. Todo esto ha cambiado, pero la fuerza de mis recuerdos es la misma. No me cuesta ver a un chiquillo enérgico tirando del brazo de un anciano para llegar a ver un tren que se marcha. Seguramente, al anciano le preocupará que el zagal se asome demasiado a las vías, se caiga al bajar a trompicones las escaleras del paso inferior, se pierda en una de tantas carreras hacia ninguna parte... Los recuerdos se mezclan con mi imaginación y me dejan en un estado de feliz nostalgia. Y aunque no es la primera vez que escribo sobre mi abuelo, ni será la última, la remembranza hace que tenga más ganas de verlo y darle un pestorejazo más intenso, disfrutar de su presencia y de sus gracias y demostrarle cuánto lo quiero.

      Y parece mentira que, con lo joven que soy, tenga estos encuentros con el pasado. Aunque, al fin y al cabo, todos vivimos del pasado, somos una imagen de lo que fuimos y de lo que podemos llegar a ser...¿no?


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Nocturno

      Después de la tormenta, siempre vuelve la calma. Y ésta se deja sentir aún más en las noches de verano. Por fin, tras largo invierno, vuelven las románticas noches estivales con su frescor, su negrura mágica, su silencio insondable, tan imposible de día... ¿Quién se atreverá a turbar la calma? Sólo la suave brisa que mece lentamente los árboles, metiéndose entre sus ramas, agitando sus hojas. Noches de murmullos, de canto de grillos y luz de luciérnagas, de aleteos de murciélagos, de lechuzas lejanas y melancólicas que le hablan a la oscuridad inmensa. Noches húmedas con un olor especial. Noches de recuerdos, noches de música, noches de gala. Ya un manto de agua fría, recién caída del cielo, cubre cada hoja, cada rama.
      En medio de este silencio se dejan oír los ecos más profundos de mi interior, los más recónditos pensamientos, mis anhelos, mis sueños salen a flor de piel y buscan unirse con la plenitud de la noche. Y quiero gritar, pero ningún sonido sale de mi garganta. ¿Cómo romper la magia de este momento? Y sin embargo, todo mi ser habla, habla muy quedo, como si esperara este momento para revelar sus inquietudes en medio de tanta calma y estatismo.
      Al mismo tiempo, en noches como ésta es cuando encuentro el reposo tan buscado para cuerpo y alma. Esa quietud cercana a la muerte me llama a salir y fundirme con la hierba húmeda y la luz de las estrellas en un tranquilo abrazo con lo ignoto. Mi pecho se encoge al sentir esta calma profunda que lo invade todo. ¿Quién? ¿Quién se atreverá a romper este silencio semejante al agua fría, estancada en la marmórea fuente? La lluvia llenó la delicada pila de la fuente de la que tiempo hace que no brota agua. Y aún se perciben las últimas pesadas gotas que caen ingrávidas de las verdes hojas. 
      Es ahora cuando despiertan nuestros más profundos pensamientos irracionales, nuestros miedos más profundos que nos emparentan con nuestros antepasados los salvajes. Pero en una noche como ésta, esos miedos no son más que meros cosquilleos.
      El reloj del ayuntamiento da las doce, y cada campanada se pierde inundándolo todo con su vibrar de frío metal. Por un momento he pensado que tenía los ojos cerrados, hasta que los he alzado hacia la esfera celeste y he contemplado los gélidos astros, tan fríos y tan parados. Tan juntos y a la vez tan solos. Y pienso. Siempre me sorprende y me hace sentir lo ridículo que soy el pensar que ese cielo que veo puede no ser el cielo de hoy, que estoy viendo ahora cómo estaban los astros hace miles de años, pues la luz que entonces emitieron me llega ahora tras tantos años de viaje ininterrumpido. ¿Cómo será el cielo ahora mismo? ¿Qué habrá cambiado? Nos hemos acostumbrado a mirar este cielo (cuando lo miramos) y lo hemos tomado por nuestro, cuando no es más que un espejismo, un mero reflejo de lo que fue. ¿No pasa lo mismo día a día? ¿En qué podemos confiar? ¿Es acaso la realidad un sueño como decía el poeta? Nos sentimos tan seguros de lo que hacemos por mera costumbre, pero ¿cómo saber que lo que hacemos es bueno? Muchas respuestas surgen en noches como ésta, y es una muestra más de nuestra pequeñez no encontrar respuesta a algo tan cotidiano, tan cercano. ¿Es posible que no seamos más que un reflejo de lo que fuimos como las estrellas del firmamento? Antes he dicho que a todos nos sorprenden a veces, nos desvelan los pensamientos más irracionales, que debemos a nuestro pasado en la selva, cuando conocíamos tan poco el mundo y dábamos todo por mágico o supersticioso; pero, ¿qué sabemos a día de hoy del mundo? Seguimos siendo ignorantes, pues jamás podremos darnos cuenta de lo grande de nuestra ignorancia; sin embargo, queremos saber, siempre saber más y más... En noches como ésta siento profundamente esas ansias de eternidad de las que hablaba Unamuno. Y no hallando modo, me lanzo a buscar la desaparecida línea del horizonte, la línea que separa lo terreno de lo etéreo. Corro en pos de ése y de otros imposibles impulsado por estos anhelos que afloran por la noche como aquella flor que se esconde durante el día. Lo cierto es que siempre quedan fuerzas para dar con ese imposible, aunque tal vez lo importante no está ya en encontrarlo sino en buscarlo, lo que me hace sentir que vivo. Pero precisamente porque vivo, siento y padezco me agoto en esa búsqueda de lo recóndito. Antes de sumirme en los brazos de Morfeo, pude escuchar el grito de los gallos que rasgaba la calma nocturna para avisar prematuramente de la llegada del día, a modo de preludio del resto de gritos y mundanal ruido que lo seguirán con el despertar de la gente. Cuando empezaron los trinos y gorjeos de los pájaros, caí en un profundo sopor y me dormí.