Viaje a la nieve: Alto Campoo


Delante de mí pasa una interminable sucesión de sillas vacías. Una paz absoluta lo envuelve todo. Descanso. Este gélido manto que lo cubre todo inspira una tranquilidad peligrosa, abstracta.
El fragoroso motor,
los vidrios vibrando,
los enseres y abrigos agitándose...
nada era tan escandaloso en ese
autocar
como la voz de ése que no
nos dejó dormir; eso
sí, conocimos toda su vida.
Después llegamos a duras penas:
empinada y curvada carretera coronó el autobús.
Avanzar.
Caer y
levantarse.
No hay vuelta atrás, siempre
hacia adelante.
El tiempo es insuperable:
viento,
niebla,
frío,
granizo y/o
nieve y/o
lluvia.
Las nubes besan a la
montaña, en un
mágico abrazo, fusionándose.
El espeso mar de éter
volátil
sube y baja,
borrando la visión.
Torvas caen como puñales sobre nosotros,
que pronto se hunden
en nuestro pecho. De poco
sirven los abrigos estancos:
las caídas y la nieve se filtran hasta 

los huesos.
Cada vez más pistas cierran, pero
seguimos subiendo y
lanzándonos.
En uno de los descensos,
subimos más que nunca
y caí como antes no lo hice. El espacio
había desaparecido, inundado
por niebla, viento y granizo; y la vista
apenas alcanzaba a los esquíes.
La velocidad,
la adrenalina,
las curvas y
esta blanca ceguera
me hicieron saltar por los aires.
Más llevadero fue otro sobre-salto:
el vendaval chocaba contra
mi cuerpo;
sentía rapidez en mis orejas
descubiertas; hasta que me fui hacia atrás,
cercana la caída.
Con dificultad seguía a mis compañeros, pero
se alejaban. Entonces
miré hacia abajo: estaba parado.
Empapado,
cansado,
helado: así
asciendo hacia mi última carrera.
Sí, ha hecho terrible; pero
podría ser peor:
la previsión del tiempo hablaba de riesgo de aludes...




(Saludos a los presentes, Medi, Dani y Pablo; y a los que faltan en la foto, Keko y Nacho)

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