La Granja de san Ildefonso

El pasado puente de la Constitución nos fuimos tú y yo de festival y de viaje primero, a la Granja de san Ildefonso. Cada vez mejor planeado, aunque no visitáramos Valsaín ni Riofrío, ni siquiera abarcamos los extensos jardines en su totalidad; pero aprovechamos al máximo el tiempo (qué ricos saben los bocatas caseros cuando el menú más barato era de catorce euros).

El amanecer resplandeció rosa
tras la ventana;
el vaho de las ventanas no
negaba la niebla.
Niebla maldita
que nos retuvo en casa.
"Empezamos bien el día."
Pero cuando no pudimos
más,
salimos.
Conforme nos alejábamos de Valladolid,
se dispersaba la niebla y
el sol nacía:
llegados allí,
no podía hacer mejor.
Pasamos todo el
día
desentrañando enigmas de
góticos tapices,
analizando lúcidamente los
secretos que encierran;
paseando cual reyes por
cortesanos
salones
(en vez de cetro, cámara
en mano);
descifrando cuadros
(clases de mitología);
contemplando
fastuosos interiores
(mármoles, estatuas, muebles dorados,
lámparas de araña-, tapices,
pinturas...)
broncíneas fuentes,
canales, estanques;
relaciones visuales,
perspectivas
increíbles:
hectáreas y hectáreas de naturaleza
artificial:
es la victoria del ingenio.
Los eternos ejes están para
romperlos.
Fresco entre seto y seto paseábamos
nuestro aliento
de amor,
del mismo modo que fluía
el agua de las fuentes.
Por vez primera, tomé
apuntes, hice
dibujos
mientras inquieta tú
te impacientabas.
Las relaciones visuales seguían en
el pequeño pueblo,
lleno de subidas y 
bajadas;
junto al arco de Carlos III
comimos nuestros bocadillos.
Como siempre,
el ocaso, reflejado
en los calmos lagos, marcó el fin de 
nuestra aventura.


El día acabó tal y como empezó, con un cielo rosa cubierto esta vez de sedosas nubes, reflejadas en los vidrios del coche que nos llevaba de vuelta a casa.
Desgraciadamente, no estaba permitido hacer fotos en el interior del palacio; pero el resto de cuanto vimos los documentamos bien.



 

































 

























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