Noche de vendaval

El viento azota la ciudad,
sibilante,
y no me deja dormir.
Golpea fachadas y persianas
y entra en mi cabeza.
No logro conciliar el sueño pues
por mi mente pasan decenas de imágenes de experiencias pasadas.
Nombres que no recuerdo, personas, lugares,
vivencias.
Todo se me antoja lejano,
todo inasible.
No soy capaz de agarrar las ideas de ese pasado en que fui feliz.
¿Tanto tiempo ha pasado?
Y mientras tanto el viento suena, violento,
dejándome pensativo, descolocado.
¿Dónde está toda esa gente?
¿Qué fue de esos bellos momentos?
Siento desconsuelo, intranquilidad.
El feroz vendaval me desapacigua y
no me da tregua ni descanso.
La certeza de que el tiempo pasa y pesa sobre mí,
de que me encuentro mayor,
y tengo menos brío.
Pero ¿no estaré exagerando un poco?
El sonido funesto que me inquieta
fustiga mi conciencia
y corta mis pensamientos.
Un viento terrible, sobrecogedor,
silbando tras cada artista,
que hace bailar a las finas ventanas,
me hiela el espíritu y me encoge el pecho.
La noche se me antoja tan vacía y solitaria,
llena de incertidumbre y desasosiego.
Si me inquieta de esta manera el silbo,
ya sea rumor, ya bramido,
¡qué noches de penuria
debieron pasar los conquistadores de Tenochtitlán,
cuando noche tras noche,
desde lo más alto del templo mayor,
donde habían visto caer a sus compañeros,
sacrificados,
sus enemigos hacían sonar silbatos con sonido horrendo, mortal!
Mis pensamientos divagan anárquicamente
como la propia ventisca,
y pienso:
¿me será tan sencillo olvidar lo que estoy viviendo hoy?
Finalmente el viento arrecia,
mi cuerpo se destensa,
mis músculos se relajan
y mi mente se calma hasta
quedarme dormido.

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