Salto (al) inconsciente

Cojo carrerilla y salto al vacío. Ante mis ojos se suceden los estratos de color verde y amarillo eléctrico, en cascada, cada vez más distorsionados, y se van alternando con morados y azules que con la caída van haciendo ondulaciones hasta tomar una curva perfecta, senoidal. Pierdo la noción del tiempo y cuando llego abajo recuerdo que estoy en caída libre. Estoy entre árboles espesos con tucanes y monos en sus ramas umbrosas. Al fin caigo en un gran lago de un azul muy claro y puro. Cocodrilos nadan tranquilos a mi alrededor. Voy hasta la orilla y salgo seco del agua. Allí me espera un magnífico festín. Una mesa larga con mantel blanco y repleta de frutos exóticos: papayas, mangos, plátanos, caquis... También hay uvas y arándanos y rajas de melón muy verde. Parece que estuvieran esperándome, como si me miraran ellos con hambre de ser comidos. Como sin apetito, por el placer de sus néctares, y me alejo luego por entre la vegetación. Ando apenas unos minutos hasta encontrarme con un indio en un claro; está fumando una pipa gigante. Me ofrece, me siento junto a él y aspiro. Después trepo hasta la copa de un árbol para otear a todo alrededor: ante mí, cuando el bosque acaba, aparece un valle más deprimido con un hermoso castillo-palacio francés a la vista, con sus inclinados tejados de pizarra y sus grandes fosos rodeados de jardines. Entonces un gran pájaro me agarra y me lleva volando hasta una terraza del palacio. Dentro una doncella me espera en camisón y, en cuanto me ve entrar, desata un cordón y éste cae a sus pies, quedando completamente desnuda y mirándome incitante, como invitándome. Me acerco a ella sin dudar y la beso con pasión mientras toco su cuerpo ardiente y reculamos hasta llegar a la cama. Empezamos a follar ardorosamente pero en medio del acto nos interrumpe un caballero abriendo las puertas de la alcoba con violencia. Me mira furioso y saca de su cinto un enorme trabuco con el que me apunta. Sin perder un instante corro a la terraza y me tiro con seguridad.
Abajo me encuentro unas escaleras que descienden y bajo por ellas hasta el sótano, muy oscuro. Empiezo a andar a tientas sin ninguna noción del espacio por el que me estoy moviendo y al poco tiempo se enciende a mi alrededor una luz potente que por un momento me impide ver qué está pasando. Cuando mis ojos se habitúan a la claridad veo ante mí a un juez subido en su mesa y rodeado de otros letrados. A los lados todo son gradas atestadas de espectadores esperando el veredicto final. Me siento centro de todas las miradas, pero la que más siento es la del juez, dura e inflexible, que al hablar finalmente dice con voz recia: el destierro. Tras dar dos golpes secos con su mazo de madera, una trampilla bajo mis pies se abre.
Una vez más vuelvo a caer, y esta vez los colores frente a mí son cálidos. Primero rojos, luego naranjas y finalmente amarillos, todos en estratos ondeando desordenadamente. Cuando caigo, el cielo está inundado por un amarillo clarísimo. Miro a mi alrededor y no encuentro más que tierra yerma y agrietada, completamente seca. Un desierto inhóspito y caliente se extiende ante mí. Me pongo a andar, pero con cada paso voy perdiendo la esperanza de encontrar algo. Caigo al suelo de rodillas, derrotado; mas veo a pocos pasos un agujero negro en el suelo y no lo pienso dos veces. Cojo carrerilla y salto.


Cuando he empezado a escribir estas palabras me he lanzado hacia mi subconsciente, buscando imágenes que de él brotasen y empezando un viaje de cuyo final sabía lo mismo que tú cuando empezaste a leerlo. He aquí el inesperado final.

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