El vino vuelve a su cauce


Como de costumbre, Alberto fue a su pueblo a celebrar la virgen patronal, a finales de septiembre; y, como de costumbre también, su abuelo Eligio se lo llevó a la bodega familiar a cuidar de que todo estuviera en orden. Eligio sabía que los amigos de su nieto eran buenos zagales, pero ya se sabe que el alcohol trastorna las mentes y, aunque nunca le permitió hacer allí la peña, sabía que de vez en cuando bajaban a tomar algo, a cenar, a fumar, o a lo que fuera. Siempre era prudente echar un vistazo. Así lo habían hecho desde que Alberto tenía uso de razón. Pero ese año iba a ser diferente, aunque eso su abuelo todavía no lo sabía.
         Antes de ir allí ya habían ido a ver el palomar, que seguía igual que siempre, lleno de excrementos de pájaro que casi no se podía ni andar; la vega, donde tenían cuatro almendros abandonados al hambre insaciable de herrerillos y carboneros, según decía el anciano; y ahora tocaba visitar lo más importante de todo. Eligio hacía décadas que se había mudado a la ciudad, a Valladolid, a buscar mejor fortuna, así que sólo iban al pueblo en fechas señaladas; y, aparte de las fiestas de santa Engracia en julio, la virgen en septiembre y el día de Todos los Santos, pocas más había a lo largo del año. Alguna comida familiar, entre amigos… no mucho más. Lo que él ignoraba es que pocos días antes, ese mes de septiembre, la bodega había sido ocupada para otros fines.
         Hacía poco más de un año que se había muerto su esposa, Catalina, y eso había sido un duro golpe para él. Había perdido la vitalidad, el brío que siempre lo había caracterizado; y eso su familia lo sabía muy bien. Así que a Alberto se le había ocurrido algo para animarlo: darle vida de nuevo al lagar, hacer vino nuevamente, como hacían con su abuelo antes de que perdiera las fuerzas y las ganas, unos años atrás. De hecho, todavía quedaba alguna botella llena de polvo con vino muy añejo de entonces, casi moscatel. Era una idea que tenía en mente hacía tiempo, pero no se atrevió a plantearla a su familia hasta que se la contó a Cristina, una amiga suya que estudia enología, que se emocionó por poder hacer su primer vino en una bodega tradicional. Su padre, Carmelo, estaba igualmente entusiasmado, pues él mismo había ayudado a Eligio durante muchos años en la elaboración, antes incluso de que llegara la Denominación de Origen, y recordaba el empleo de todas las herramientas.
         Mientras subían la cuesta, dejando a cada lado las puertas de entrada y los humeros de otras tantas bodegas, Alberto iba recordando todo el proceso. El majuelo familiar lo vendió su abuelo hacía varios años, así que tuvieron que comprar la uva a Fernando, el viticultor amigo de la familia. Eran unos doscientos cincuenta kilos, no querían pasarse en la primera prueba. Una vez que se la subieron hasta el pie de la zarcera, la dejaron caer los ocho o nueve metros que podía haber hasta la sisa; la sala, que habían lavado a conciencia antes, donde la esperaba el jaraíz para pisarla. Fue algo bastante divertido; al principio le pareció bastante menos penoso de lo que se había figurado, pero después de un buen rato dale que te pego todo se veía con otros ojos. Su padre, Carmelo, su amiga Cristina, la enóloga, y él se turnaron en el pataleo y, según iba saliendo, el mosto se iba depositando en el tinillo, que tiene capacidad para dos arrobas (unos quince litros). Luego lo filtraban para separarlo de la casca, que más tarde prensaban en la prensa vertical dándole vueltas al huso. De ahí, todo el mosto colado lo metieron con una manguera al tonel, bien desinfectado con azufre quemado (¡qué divertido salirse de la bodega para no infectarse con los vapores que salían de ahí, como una emergencia química, para no asfixiarse!), y a esperar a que fermentara. Tenía algo de mágico todo aquello. ¡Sólo exprimir el jugo de la uva y dejarlo en una barrica unos días para sacar vino, ese alcohol maravilloso! Y lo habían hecho ellos mismos, con sus propios pies. ¿Cómo habría quedado?
Llegaron al fin. Su bodega estaba en la cima de ese montecillo, desde donde las entradas y chimeneas de las demás iban cayendo, desparramadas aquí y allá. Parecían madrigueras o incluso refugios para guarecerse del sol de justicia del verano, que ya había pasado; y, tal vez por eso, las cuevas se habían dejado abandonadas nuevamente. De ellas ya no salían humo ni ecos de músicas y voces alegres, como en santa Engracia. Todo estaba tranquilo, y hasta ellos sólo llegaba el sonido del viento arqueando las espigas bajas que recién empezaban a erguirse, sin que nadie se hubiera molestado en plantarlas ni en arrancarlas. Un viento que unos días atrás había estrenado la temporada de llevar chaquetilla.
       Antes de alcanzar la entrada, Alberto sacó su móvil un momento para enviar un mensaje. Ya allí, lo primero que sorprendió a Eligio fue el humo que salía de la chimenea.
-          – ¿Quién está ahí adentro?
-          – Pues no lo sé, abuelo, ahora lo veremos.
-          – ¿No serán ladrones…?
-          – ¡Qué van a ser ladrones! ¿Haciéndose la comida?
El viejo quedó pensativo pero alerta. Bajo el dintel de una sola piedra, la robusta puerta de madera estaba abierta de par en par, y dentro las luces encendidas. Bajaron las escaleras por el callejón, un pasillo estrecho cubierto con una tosca bóveda de cañón ejecutada con mampostería; Alberto iba delante dándole el brazo a su abuelo para que se apoyara en él y en la cuerda a modo de pasamanos que había en la pared, y poco a poco fueron notando la humedad creciente en el ambiente. Lo que más extrañaba a Eligio es que abajo no se oyera nada; y él había perdido oído, es cierto, pero tanto…
Una vez abajo llegaron a una pequeña sala a modo de recibidor, donde el observador Eligio vio colgadas chaquetas en el perchero.
-             – No habrán venido aquí tus amigos, ¿no, hijo?
-             – Que no, abuelo, estate tranquilo.
La sala principal, el comedor, estaba oscura; se acercaron, aún Eligio del brazo de su nieto, y encendieron la luz.
-            ¡Sorpresa! – gritaron todos los allí presentes.
-            – ¿Pero qué…?
Allí estaban reunidos sus cuatro hijos con sus maridos y esposas y con sus nietos. A un lado el hogar ardía; al otro, la mesa larga de madera estaba puesta con mantel de papel, ofreciendo quesos y embutidos, pan, ensalada y vino tinto para acompañar el asado y zapatillas para comer con el verdejo recién elaborado.
– Ay, hijo, casi me dais un infarto… ¿cómo no avisáis?
-               – Porque hoy es un día especial, padre – respondió Carmelo, su hijo, que dejó de remover las gavillas de sarmientos que estaba prendiendo en la hoguera para servirle un poco del vino que tenían en una botella de vidrio. Luego le dio a probar de otro que seguía reposando, recién sacado de un carral con la espita. Cuando bebió el culo de la copa de un trago, una lágrima le cayó por la mejilla y en su cara se dibujó una mueca de felicidad que no le habían visto desde antes de morir Catalina, su esposa.
-             – Muchas gracias a todos, de verdad, gracias…
La cueva estaba hecha toda de ladrillo, pintado de blanco hasta cierta altura. A un lado, en unos estantes, había a modo de decoración un cuévano de mimbre, un garrafón, un botijo, platos de cerámica y un porrón, este último más usado todavía. De la otra pared colgaban asimismo un imponente yugo, una horca y otros aperos de labranza. Una vez que estuvo listo el cordero, se sentaron todos en los bancos corridos y comieron, bebieron y disfrutaron, alegres; y Eligio, animado por el vino, empezó a hablar de sus tiempos mozos, de cuando su padre le enseñó el viejo arte, e incluso tuvo palabras para valorar y criticar el resultado, sacando a la luz las carencias y los excesos con tan solo olerlo y removerlo en su copa, dando valiosos consejos para la próxima vez.
-         – Venga, abuelo, déjate de cuentos y dale al porrón.


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