Infancia

Estas navidades he hecho un viaje al pasado, a mi infancia. Y no por las películas que siempre emiten en la tele, los regalos, los dulces o la familia. Simplemente me he introducido en los renglones donde pasé mi Edad de Oro, escarbando cajones, revolviendo estanterías, ojeando fotos, libros y juguetes antiguos... He entrado en lo más recóndito de mi cuarto a gatas hasta encontrar verdaderos tesoros ocultos, como un baúl lleno de mapas que dibujé hace tantos años (que debía estar escondido en la playa del río que pasa enfrente de mi casa, el Pisuerga, y cuyas indicaciones náuticas llevarían a una isla perdida repleta de peligros, aventuras y tesoros), mi caja en forma de casa donde guardaba las pinturas, el maletín que servía de pupitre y almacén de folios, o el resto de libretas llenas de dibujos de cuando tenía siete, ocho...doce años. De niño me pasaba horas y días dibujando; algunas veces, me movía el deseo de terminar la libreta y empezar otra nueva. Dibujaba edificios, camiones, trenes, barcos, idílicos atardeceres en el mar con barcos surcando horizontes y veraneantes en la playa, verdes campos surcados por un río serpenteante y un pastor con su grey, soles resplandecientes con gafas de sol (qué paradójico, ¿no?). Son dibujos perfectos para psicoanalizar y contrastar con quien soy a día de hoy; no hay más que ver mi pasión por los edificios de todas las clases y formas para relacionarlo con la carrera que estoy estudiando (cosa que deseo desde que tenía tres años, es como cumplir un sueño). Mi imaginación, que ha cambiado un poco en todo este tiempo, ha vuelto a volar en medio de mis juegos fantasiosos de mocedad, como el "club del árbol" que ideé para jugar con mis amigos. Incluso he amenizado esta vuelta al pasado con la música que más natural me era para entonces: La Flauta Mágica de Mozart, que llevo escuchando desde antes de tener consciencia en boca de mi padre y su grupo de canto; tanto es así, que cantaba sin vergüenza alguna lo que oía sin tener ni idea de alemán.
En los estantes menudean los libros de aventuras, viajes (Julio Verne, Emilio Salgari, Los cinco), policíacos (cómo no, Agatha Christie), cómics de Astérix y Obélix o Mordatelo y Filemón, mi colección de sellos, los guiones de las obras de teatro que representé en el instituto...
Todo esto lo he realizado además en el marco de ésta que fue mi habitación, que conserva el ambiente decadente de pubertad en que se ha congelado, con sus libros olvidados, sus pósteres de conciertos, sus carteles políticos satíricos... Todo mi cuarto está repleto de antiguas anécdotas indelebles, recuerdos de viajes, objetos simbólicos de otras épocas (como la bandera de mi primera manifestación, una huelga general, o la guitarra de mi padre que nunca llegué a aprender a tocar) cubiertos por una gruesa pátina de polvo y olvido que, sin embargo, les da una imagen vetusta, regia, tras soportar el paso del tiempo y la desidia. Medallas del futbito de mi pueblo, diplomas de cursos y concursos, discos como mi primera colección de música clásica o mi época de Michael Jackson, libros de texto, puzles, juegos de mesa, juguetes (coches, aviones, trenes, barcos, peluches, animales, bichos)... Podría escribir un libro con todo lo que podría contar buscando en esta habitación.
Este retorno a mis orígenes me ha hecho valorar la importancia de la infancia en el desarrollo de las personas (¿cuándo deja un niño de ser inocente y puro, de ser un niño?). El pasado forma parte intrínseca del presente y del futuro, y creo que se puede ser más feliz si se conserva y cuida ese niño que todos llevamos dentro, ideal de alegría y despreocupación.
De mi infancia echo algunas cosas en falta, como el interés de los maestros por sus alumnos, su aprendizaje y evolución; esto tan recomendable, esta comunicación entre profesores y alumnos, se fue perdiendo en secundaria (aunque con tímidos intentos de acercamiento con la profesora de “orientación”) hasta llegar finalmente a los estudios superiores, inferiores en empatía, algo muy sano que nos hace más humanos. Si bien es cierto que somos adultos que nos valemos por nosotros mismos, eso no tiene que ver con el pasotismo generalizado, la indiferencia de los docentes en la universidad, que en su mayoría no piensan más que en dar las clases que tienen que dar y cobrar a final de mes, sin importarles lo más mínimo lo que sus alumnos aprendan o no y dejando como única prueba de sus conocimientos un examen a final de curso. Estos mismos profesores (no cualquiera puede ejercer esta profesión) deberían bajar de sus departamentos y aprender (sí, ellos también pueden aprender) de los maestros de escuela. Seguro que sacarían muchas cosas en claro.
Otro aspecto interesante de la infancia es la facilidad de los niños para sobrellevar con alegría los pequeños infortunios de la vida, su general buen humor e inocencia (todo esto depende de la edad, claro). Tal vez deberíamos ser más niños, como proponía Nietzsche, llevar los sinsabores de la existencia con humor infantil, como hizo Mozart, un alma atormentada y desgraciada que, sin embargo, supo componer obras alegres, elegantes, tanto para adultos como para niños (¿recordáis que os hablaba de La Flauta Mágica?), obras de aparente sencillez en un mundo tan complejo como el que le tocó vivir, que son tan válidas hoy como en su época.
Tal vez deberíamos dar menos importancia a algunos aspectos de la vida, aprender a reírnos de nosotros mismos y empatizar con nuestros congéneres; al fin y al cabo, somos seres sociales e individuales, no podemos vivir sin nuestros vecinos, y todo lo que somos y sabemos se lo debemos a esa sociedad y esa cultura en que nos hemos criado.

La flauta mágica



    Vistas desde mi cuarto.

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