El regalo perfecto

  Jamás le gustó la Navidad. Sus recuerdos de infancia de esas épocas eran fríos y oscuros. Recordaba la inmensa soledad y amargura que lo atormentaban allá donde fuese y que veía en los rostros anónimos de la gente que veía pasar por la calle. Recordaba el frío húmedo que lo agarrotaba y no lo abandonaba jamás, metiéndose en su ropa, en sus huesos, en lo más recóndito de su cuerpo. Recordaba los alaridos de su madre golpeada a cintazos por su marido, ese hombre alcohólico y colérico que apenas pisaba por casa, y que, cuando lo hacía, rompía con sus gritos la relativa calma y silencio que reinaban la casa apenas turbados por el constante repiqueteo de la lluvia en los cristales rotos. Entonces era cuando él se escondía bajo la cama, acobardado, pero nunca se libraba de las palizas que le daba su padre, que lo tumbaba boca abajo en su cama y lo linchaba con el cuero, con el rostro enrojecido y surcado de lágrimas de rabia.
  Su padre fue un soldado que traicionó sus ideas por salvar su vida y la de su familia cambiándose de bando en la Guerra Civil. Si bien tuvo suerte porque consiguió su propósito de ponerlos a salvo, jamás pudo soportar la carga psicológica de la traición, y las imágenes de la guerra fratricida no lo abandonaron jamás durante sus terribles borracheras de vino barato, que ocupaban la mayor parte de su tiempo. Aunque no murió en el frente, su vida quedó vacía para siempre, hasta el día en que se fue para no volver. Más tarde se halló su cadáver destrozado por la tremenda caída desde una peña. Su viuda, que lo quería a pesar de todo lo que le hizo sufrir, lloró cada noche por su muerte y por la situación en que quedaban ella y su hijo de ocho años.
  Para mantenerse vendió todos los muebles que compraron tras la boda y de los que su marido no se quiso desprender nunca; cuando el dinero se acabó, empezó a bordar, pero los beneficios eran tan escasos que tuvo que humillarse y acceder con mucho dolor a ser poseída sin amor por varios hombres, que tenían la misma violencia y aliento a alcohol que su esposo. El frío y el hambre y los remordimientos que se comían su conciencia acabaron con sus fuerzas, y en un gris atardecer de diciembre murió entre lágrimas y fuertes toses en su lecho de paja. El huérfano, que siempre se mantuvo mudo e impasible ante las adversidades, rompió al fin a llorar. Lloró la noche entera, y aun el día siguiente, y en un arranque de cólera y desesperación salió a la calle, apenas iluminada por solitarias lámparas de gas. Anduvo errante por las calles hasta llegar al centro de la ciudad, donde hendió por las calles llenas de gente que no lo veía, gente que salía intentando olvidar el mal tiempo, intentando olvidar las barbaridades de la reciente y aún humeante guerra de la que no salieron vencedores y vencidos, ya que todos habían perdido mucho en apenas tres años, intentando olvidar…
  Corrió, corrió como jamás lo había hecho, corrió sin rumbo como alma que lleva el diablo hasta que sus congeladas extremidades no respondieron y cayó sobre la nieve negra de pisadas y dolor inconfesable.

  Cuando despertó, le dolía todo el cuerpo. Aunque el sol incidía con rayos cálidos y amables en sus párpados, tenía miedo de abrir los ojos. Así estuvo, conteniendo las ganas de seguir corriendo que no lo habían abandonado, no así como sus fuerzas, hasta que oyó un ruido que le pareció lejano: una puerta cerrándose, pasos que se acercaban… Finalmente abrió los ojos y se encontró tumbado en una pequeña cama junto a una ventana, por la que se veía la calle llena de nieve. Miró a su alrededor y vio un hombre, el mismo que lo encontró tirado en el frío suelo de la calle y lo acogió en su casa, el mismo que lo recibiría en su familia como un hijo más y le daría calor y amor, un hogar, lo que le había faltado en su casa materna. Así fue como la fortuna le dio otra oportunidad en la vida: el mejor regalo que podría desear.

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