Casasola

     La suave brisa mecía las ramas del viejo árbol. Yo, ensimismado en la más profunda tranquilidad, me desperecé tras la plácida siesta y contemplé el atardecer malva y grana mientras a mis oídos llegaba el dulce sonido de las doradas hojas besándose unas a otras y la melancólica voz de una paloma. El áureo y ondulante campo castellano se me presentaba, y podía ver pueblos a varios kilómetros de distancia, los aspersores vertiendo el reluciente líquido vital a las bastas plantaciones, un solitario coche bajando por la carretera... ¡Oh antigua tierra de mis ancestros, y qué bella eres! Del pueblo se oían ecos de voces, el ladrido de un perro, las campanas marcando las nueve... Entonces, un frío soplo de viento terminó de despertarme de mi ensueño: el verano se acababa.


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