Entre vapores sudorosos desperté.
Mis retinas imágenes de terrosas
subidas a castillos lejanos
aún mantenían, oníricas.
Por más que me revolviese,
me estaban cruzados los brazos
de Morfeo. Abrí las ventanas
y un aire demasiado helado,
demasiado fétido,
entró en mi cuarto.
El frágil equilibrio térmico en mi
cuerpo y el agua bebida
me sentaron mal, y el oleaje
etílico se revolvió en mi estómago.
El por desidia jamás cambiado
edredón me oprimía, mullido,
ligero, con su calor insoportable.
Lentos arroyos de mi cuello nacían,
corrían por todo mi cuerpo.
Un cálido desayuno y paciencia
me llevaron por fin al estado
hermano de la muerte.
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