Camino del cementerio

Mi última mañana en mi pueblo la intenté aprovechar paseando. Subí hasta el cementerio y lo encontré cerrado, como siempre; así que seguí andando por los caminos de alrededor. Cuando volví, la verja estaba abierta. Entré con sigilo por curiosidad; nunca había estado allí y estaba esperando a que alguien me dijese que me fuera o que quién me mandaba meterme donde no me llamaban. Frente a mí tenía el paseo que se puede ver desde fuera, de cemento y con lápidas y cruces a los lados. También pude ver más allá, con los mausoleos y grandes cruces de granito a un lado y, al otro, cruces de hierro comidas por la tierra, pobres y sin nombre a la vista. No me decidía a entrar y mis ojos seguían buscando con cautela a la persona que debía haber abierto hasta que lo encontré: un señor de tal vez setenta años frente a una tumba, quizá la de su difunta esposa. “Te echo mucho de menos” dijo a la piedra, mirando hacia abajo. Y poco después se volvió. No sé si llegaría a verme entre el laberinto de cruces de granito, pero me fui por donde había entrado, turbado. He sentido que me he entrometido en un momento muy íntimo, un momento de confidencia, entre ese señor y sus recuerdos y emociones. He roto una privacidad dolorosa, un momento de conexión personal; y me he sentido muy incómodo al hacerlo. Bajaba la cuesta del cementerio con estos pensamientos en la cabeza cuando oí cerrarse la verja y, al poco, el hombre me alcanzó con su bicicleta. Sin volverse, me dijo en tono neutral “buenos días.” Espero que él los tenga de verdad.



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