Atasco

                Después de una mañana cargada de acción (un trabajo entregado justo a tiempo y una ardua clase de teoría de estructuras, impartida por un profesor con el que es recomendable tener google maps a mano para no perderse), salí de la escuela pensando en mis cosas (cómo organizarme y demás); y, en lugar de tomar la ancha avenida, la circunvalación y la carretera principal a mi pueblo, donde tenía que ir a comer, me metí por el medio de la ciudad en dirección a casa de mis abuelos. Un despiste tan tonto como éste se tradujo en media hora de atasco. Y mientras se me cerraban todos los semáforos e incluso se me calaba el coche por hacer el listo y no querer meter primera subiendo un túnel, añoraba la sensación de libertad que da conducir sin estorbos por una autovía, donde el coche parece deslizarse solo por la brea y lo único a que hay que atender es a mecer suavemente el volante, con cariño;  pensaba en el caprichoso viento dándome en la cara y moviendo mi pelo, en contraste con el calor que allí dentro hacía (mi coche es un perfecto conductor térmico; apenas unos rayos de sol lo convierten en horno); pensaba en lo sencillo que es adelantar por carretera, mientras no pasaba de veinte km/h y se me aparecían rojos semáforos, largas colas, cruces abarrotados… Sí, como en el anuncio: me gusta conducir. Ya sólo me falta el BMW. Hablando de mi coche, cada vez que veo uno del mismo modelo me hace gracia; es sorprendente la cantidad de ellos que hay por ahí; será pequeño, viejo y casi impotente (60 caballos hacen la cuadriga), pero tiene mucha carga emocional (era de mi abuelo y he montado en él varias veces de pequeño; su olor imperturbable, su tapicería vintage, el ambientador de pino… cualquier detalle me trae infantiles recuerdos) y, sobre todo, mejor es éste que el de san Fernando. Cuando por fin salí del embrollo, tomé la carretera secundaria a mi pueblo, subí el volumen de la radio y pisé el acelerador. Esto sí, esto es otra cosa.


No hay comentarios:

Publicar un comentario