Desde
pequeño me vi obligado a robar para vivir. La ciudad no era muy grande, pero
permitía cierto anonimato en mis acciones. Todo empezó con pequeños hurtos en
la frutería (manzana prohibida, dulce tentación) y con el tiempo se sucedieron
los engaños y embustes. Para mí era divertido matar a cantazos a las fieras, reírme
de las damas, escupir en el agua bendita, asaltar cuchillo en mano a paseantes
en mitad de la noche… Mi peor
atrevimiento de mocedad fue atentar contra Dios, entrar en su templo, usurpar
sus bienes, mancillar sus reliquias… Bajo las sonoras bóvedas de la iglesia me
creía un diablo, un auténtico esbirro de Satanás expandiendo el mal entre las
sombras.
Pronto
escapé de la compañía materna, si es que podía llamarse compañía a escuchar los
gritos y gemidos de esa golfa que vendía su cuerpo cada vez que regresaba a
casa de mis corredurías. Huí con mi pandilla de canallas a otras tierras donde
no fuéramos conocidos. En nómada pillería recorrimos las aldeas y las villas,
buscando nuestro sustento y divertimento; lo primero escaseó más que abundó,
mas lo segundo lo encontramos, ciertamente. Muchas son las anécdotas que guardo
de aquellos años; varias veces estuvieron a punto de molernos a palos, como
aquel viejo chiflado que corrió en vano tras nosotros con su inquisidora
escopeta entre maizales y melonares saqueados, pisoteados, perdidos; o aquella
señora que nos arrojó una lluvia de trastos cuando huíamos de la casa asaltada
en que ella reposaba silenciosamente. Unidos forzamos hogares, mujeres,
dineros, honras… Con el tiempo nos fuimos separando; unos encarcelados, otros
extraviados, algunos muertos… hasta que quedamos yo y un montón de deudas y
rencorosos enemigos.
Volvía
a estar solo, lo que trataba de olvidar con el alcohol, divino tesoro. Tal
afición le tuve que la mayoría de las tardes no recordaba el día anterior (era
la intención). Lobo solitario, seguí delinquiendo para sobrevivir. La única vez
que me falló el pulso y me faltó el ánimo fue cuando abordé a un señor y a su
hija. Esa tarde había un ambiente enrarecido, un calor sofocante y una calma
agobiante, a punto de explotar. Era la canícula. Tan saturada estaba la
atmósfera que ni un pelo pendido se movería. Zascandileaba yo por las estrechas
calles cuando me topé con la sabida pareja. Inquerí que me diesen cuanto
tenían, y ante tal violencia el anciano se puso muy nervioso. Sólo le di un
pequeño empujón y él cayó sentado, temblando grandemente. La joven se apresuró
en ampararlo, sin conseguir alzarlo del suelo. Entonces me miró. Su mirada era
franca, limpia, y traspasó suplicante mis barreras, rozando mis más recónditos
sentimientos. No había miedo en sus ojos, sino firmeza, valor. El sudor corría
por mis sienes, mas la sangre se había estancado y no podía escuchar lo que
ella me decía. Huí; huí sin dirección ni sentido como alma que lleva al diablo,
perdiéndome en un laberinto de rúas sinuosas, mirando hacia atrás en cada
esquina, agobiado y tremendamente asustado, enloquecido. Las piernas me
flaqueaban, las sienes me explotaban, el corazón acelerado me golpeaba
intentando salírseme del pecho; pero no paré hasta que no oscureció y me
derrumbé en cualquier rincón, rendido. Al día siguiente, me sentí más mareado
que de costumbre. La cabeza me daba vueltas y las tripas parecían habérseme
puesto del revés. ¿Era cierto aquello que recordaba? ¿No era acaso una fantasía
más fruto de mis borracheras? Por más que lo intentaba, no conseguía quitarme
estos pensamientos de la cabeza. Cuando al fin me recompuse, erré por esa
enorme ciudad de la apatía, sin rumbo, como siempre.
Si
no olvidado, el recuerdo del encuentro se fue adormeciendo, hasta quedar como
una mera ilusión. ¡Cuál no sería mi sorpresa al reconocer a esa mujer sentada
en una mesa de un bar! Salí rápidamente del lugar; pero, cuanta más tierra
ponía de por medio, mayores eran mi pesar y congoja. En mil ocasiones me vi
tentado de volver, mas me contuve. A partir de esa segunda visión, creí ver
esos ojos penetrantes por todas partes, acosándome con su sinceridad desnuda y
cristalina.
El
tercer encuentro fue el definitivo. Sucedió de nuevo en un bar, y ella bebía
sola en una mesa. El ambiente era oscuro e invitaba a las confidencias. Al
verla esta vez, sin pensar en lo que hacía, tomé asiento frente a su vaso y afronté
mis temores e inseguridades. Nuevamente me sorprendió, pues ella no se sobresaltó
ante mi presencia. Nada dijo, sólo me oprimió con su mirada, y yo lo solté
todo. Le hablé de mi vida, de mi infancia, de mi soledad, de mis delitos y
remordimientos. No paraba de observarme mientras me desnudaba ante sus ojos
hasta llorar. Lo confesé todo, y eso me reconfortó. Cuando terminé, continuó su
silencio. Y al alzar la vista y luchando contra sus ojos felinos, noté en ellos
una chispa, un brillo que antes no tenían. Nada más recuerdo, salvo que al día
siguiente amanecí en una cama junto a su cuerpo cubierto apenas por las sábanas.
Cuanto
más la conocía, más me sorprendía. Me dijo que había quedado sola cuando su
padre murió tiempo después del fortuito atraco, acompañando a su mujer en
sepultura. No era mujer de muchas palabras, y nunca la comprendí del todo; pero
cada vez que nuestros cuerpos se fusionaban entraba en un mundo desconocido, en
un frenesí onírico, en una dicha inaudita. Tampoco sé cómo acabamos unidos en
santo lazo a los pocos meses. Yo seguí con mis robos, pero pensar en su bondad
generosa me atormentaba. Tras conocerla, los días se sucedían en cascada en
espera de volver con ella. Parecía que nada tenía importancia con ella; todo
levitaba, todo se estancaba a su lado, y los más horribles crímenes se
olvidaban por un instante. Parecen tan cercanos y al tiempo tan remotos
nuestros momentos juntos…
Ahora
ella no está. Se ha ido, como mi madre, como mis camaradas, como mi vida
entera. Y sólo me queda un sabor amargo en la boca, una catarata de lágrimas y
la nada. ¿Para qué he existido? ¿Por qué he nacido? Lo único que he aportado en
este mundo es desdichas y tormentos. Y sin embargo, después de tanto mal
causado, puedo decir que alguien me amó con locura (¿cómo si no se puede sentir
cariño por una persona tan despreciable?) Nada… ¿Existió realmente? ¿O fue
simplemente una mera ilusión? Ya no tengo su respaldo incondicional, mi hogar
se ha derrumbado por el terremoto de la muerte. Nada… La vida, el destino, Dios
(ése al que tanto ofendí toda mi vida) han hecho justicia llevándose primero al
único ser realmente importante para mí. Nada tiene sentido ahora. Nada ha
tenido nunca sentido. Jamás existió un motivo, y mucho menos ahora. ¿Por qué he
de vivir? ¿Por qué vivir sin ella? Nada… Nada… Pronto estaré contigo.
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