El viaje tanto tiempo esperado llegó al fin. El camino fue variado, salteado de antiguas torres de comunicaciones (el precedente del telégrafo), con una parada en Briviesca, "la bien trazada", por iniciativa mía, pues había leído bastante sobre la villa y su conjunto histórico. La famosa plaza estaba casi toda en obras, y la mitad de los edificios cerrados, pero entramos en la iglesia de la plaza, el claustro del monasterio de santa Clara, vimos el famoso retablo de madera de su iglesia y tomamos algo en una cantina. Cuanto vimos lo aprovechamos.
Tras dejar en lo alto la campana de Pancorbo, nuestro viaje continuó tranquilo y soleado hasta Alsasua, momento en que el cielo se cubrió por ese día y parte del siguiente, con chirimiri incluido.
Idiazábal es un pequeño pueblo rodeado de montes con caseríos y ovejas, y en el interior su iglesia y su frontón. Allí nos esperaban los primos de mi madre, que lo primero que hicieron fue comprarnos un queso (maravilloso, por cierto).
El resto de los días, los primos nos acogieron en su casa, nos llevaron y trajeron con su coche según lo que querían enseñarnos y lo que queríamos nosotros ver, y nos metieron en bares, restaurantes, heladerías y cafés.
Ese día dimos un paseo nocturno al pie de la bahía. Tal vez el mejor momento fue visitar el peine de los vientos. El mar enfurecido rugía contra las rocas, entrando por la escultura con ruidos de bóvedas. Las olas, nuestras compañeras salinas en medio de la soledad, rompían contra las oscuras rocas. A pesar de esta lucha constante entre el agua y la tierra, se respiraba tranquilidad.
Una época se ha apolillado sobre el monte Igueldo, petrificada por el volcán de nostalgias e imágenes ilusorias: un parque de atracciones centenario al que ascendimos con un funicular, que era como un tren inclinado. Todo allí parecía (recalco la palabra parecía) no haberse cambiado en cien años; ni siquiera las labores de limpieza parecían haberse practicado. Es un parque que de tan precoz en su ideación es hoy infantil, aunque no fuera la intención primera.
Aparte de lo curioso del parque, lo más impresionante eran las vistas sobre la bahía donostiarra: el sol, estrangulado por las nubes, no aparecía por ninguna parte; imagino que estaría oculto tras ellas. De sólo mirar el mar se lo oía, bravo, azotando la isla de Santa Clara. Las gaviotas gritaban y los niños volaban.
La vista me produjo profunda paz, mas los primos querían enseñarnos muchas cosas; con prisa no se disfrutan igual los paisajes, pero no siempre podemos elegir los tiempos.
Nuestra visita se extendió por toda la ciudad, topándonos junto a la plaza de la Constitución con un grupo de gente cantando en vascuence; según nos contaron los primos, se reúnen cada tiempo para alzar la voz. Esa plaza (cuyos balcones numerados hablan de corridas de toros) debió ser escenario de movilizaciones contra ETA; en lugar de eso, yo vi una plaza parada en el tiempo, con turistas comiendo helado y niños jugando.
Nuestra visita se extendió por toda la ciudad, topándonos junto a la plaza de la Constitución con un grupo de gente cantando en vascuence; según nos contaron los primos, se reúnen cada tiempo para alzar la voz. Esa plaza (cuyos balcones numerados hablan de corridas de toros) debió ser escenario de movilizaciones contra ETA; en lugar de eso, yo vi una plaza parada en el tiempo, con turistas comiendo helado y niños jugando.
El Real club náutico, el casco viejo, la iglesia de san Vicente... Tras tanta visita, mi madre estaba cansada y los primos la llevaron a casa para descansar, dejándome solo. Así que decidí hacer algo que acompañado hubiera sido más complicado: subir al monte Urgull antes de que atardeciese.
El canto variado de los pájaros se confunde con el continuo rumor de la violencia marina y voces lejanas. Inexpugnable se presentaba el castillo, sobre el monte (sobre todo tras las panzadas de los últimos días, nos hemos hartado a comer).
La pantalla cristalina de agua arremetía continuamente contra la ovalada playa, tras la que se extiende dan Sebastián y, al fondo, montañas verdes escondidas entre la bruma. Al otro lado, el sol que no había aparecido en todo el día se alzaba sobre el monte Igueldo, como un faro resplandeciente que doraba el cielo. Suenan las siete y campanas de todas las iglesias se alternan para anunciarlo.
Tras los feos bloques que miran al mar callejea una ciudad viva y llena de riqueza, cultura y sabor.
Después recorrer muchos rincones del parque, me detengo en uno. Es un mirador apartado, orientado al norte hacia el mar, que queda enmarcado por una barandilla curva como la proa de un barco. El sol ha caído ya, y el frío llega a golpes de viento.
Contemplo el mar. Ese mar al que tantos marineros se enfrentaron con sus veleros y redes, el mismo que llevó a tantos al Nuevo Mundo en busca de oportunidades que aquí no encontraban. Ahora son los americanos los que vienen a nuestro país: conocido es que a la diosa Fortuna siempre le gustó jugar.
Se hizo tarde, por lo que bajé de mi atalaya y aún me dio tiempo a visitar la catedral neogótica del Buen pastor antes de coger el autobús. Estaban en misa nocturna, por lo que me senté en una de las últimas bancas y contemplé las bóvedas nervadas y los retablos, con la voz de fondo del párroco, que me daba tranquilidad. Creo que es conocido mi ateísmo, pero aun así oír hablar al presbítero de historias bíblicas (conocidas por mí o no) y su sermón llevado a su terreno me parece a la vez interesante o curioso y calmante. Lo mismo me pasó en la iglesia templaria de san Marcos en Salamanca, pero no en la catedral de Plasencia, en Semana Santa, con la iglesia llena de gente vestida de domingo; allí me sentí incómodo, pues ni siquiera podíamos entrar si no era a rezar y, claro está, ni sé palabra del credo ni pienso aprenderlo.En San Sebastián tuve además ocasión de entrar en el museo de San Telmo. Es de los que me gusta a mí, con un convento antiguo y un edificio moderno para acoger exposiciones cronológicas de pintura y escultura, fotos antiguas de la ciudad, arte moderno... de lo más variado. De las exposiciones que más me hicieron reflexionar fueron las de la Guerra Civil y la de la historia del pueblo vasco, desde los aperos tradicionales hasta la actualidad, pasando por la Revolución Industrial. Como en todo el viaje, debí visitar las salas con prisa, pues los primos y mi madre esperaban tomando un café afuera. Gran rehabilitación y bella exposición.
Aquí acaba la primera parte del relato de este viaje a País Vasco, sobre San Sebastián, ciudad abierta y polifacética: tolerante, activa, turística... En la siguiente, hablamos de las visitas a Bilbao y Aránzazu.
Viaje a País Vasco II
Briviesca. Monasterio de santa Clara.
Iglesia de san Martín.
Puerto de Pancorbo.
Vagón en Miranda de Ebro.
Peine de los vientos, Eduardo Chillida y Luis Peña Ganchegi.
Subida al monte Igueldo.
Plaza de la Constitución.
Museo de san Telmo.
Real club náutico con el ayuntamiento reflejado.
Plaza de Guipúzcoa.
Iglesia de san Vicente, al fondo.
Subida al monte Urgull.
Catedral del Buen pastor.
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