A la Semana Santa le faltaría algo de no contar con algún día de viaje fuera de la abarrotada ciudad; este año ha sido el turno de la zona de la Alberca y Alba de Tormes y Cáceres por otro lado (de este último hablaremos más adelante). Allá que fuimos, perdiéndonos luego de salir de la autovía por carreteras comarcales donde los paisanos pasaban zumbando a nuestro lado pisando la raya de en medio.
El coche de mi padre tomaba raudo las curvas (no sé cómo lo hubiéramos hecho con el mío) hasta alcanzar nuestro primer destino: Alba de Tormes. Allí paramos un rato para visitarlo y comer los bocadillos que previamente habíamos comprado (costó encontrar el dichoso supermercado, calle arriba, calle abajo).
La mañana fue un no parar: la iglesia de san Juan de la Cruz, el convento de las carmelitas (sin visita a las dependencias de la santa, tanto por tiempo como por el precio), el castillo... En la iglesia de san Juan había una interesante exposición de arte sacro, pero el edificio no era menos interesante, con dos arcos rebajados en sentido longitudinal formando las tres naves y una planta casi central; iglesia mudéjar. El calor, la caminata y las puertas cerradas (la basílica inacabada, por ejemplo) nos agotaron, y acabamos en un bar frente al río bebiendo la que ha sido la mejor Coca-Cola de nuestras vidas.
El castillo de la ciudad es impresionante, aunque más debió serlo cuando estaba completo, antes de que vinieran los franceses a incordiar. Sólo se conserva la torre del homenaje, cilíndrica; la traza del castillo y algunos muros. La oficina de atención al cliente es respetuosa con el monumento, al igual que el resto de la intervención; únicamente lo hecho con el antiguo patio me parece desacertado: un ajedrez con flores y piedras alternas en cada escaque, que junto con la excavación del pozo hacen difícil la lectura del patio a pie de calle. Subimos por una estrecha escalera a la sala superior, donde había una interesante exposición de castillos de Castilla y León (alguno anotamos) y volvimos a bajar. La guía acudió al instante para enseñarnos la joya del palacio: los frescos renacentistas de una sala, tanto en la cúpula como en las paredes.
Ha sido divertido enterarnos en la visita guiada de que el nombre de "duques de Alba" viene de este pueblo. El castillo fue de su propiedad hasta que lo cedieron al ayuntamiento.
La comida, si bien eran unos bocadillos y unos refrescos, no pudo haber sido mejor; y no sólo por lo económico. Cruzamos el puente medieval y bajamos a la ribera del Tormes, en completa soledad, con vistas al pueblo, al puente y al río. Después bajamos a un pequeño embarcadero y reposamos la comida al sol.
Tras unas horas por carretera, donde del llano pasamos a la montaña, llegamos a San Martín del Castañar. Es éste un pueblo rico en callejuelas estrechas, encorsetadas entre edificios de varias plantas con voladizos. Por ellas corrimos sin prisa, rápido por la ley del embudo y de la emoción. Las vistas eran inmejorables, las rúas sinuosas e intrincadas, el castillo cerrado, la plaza de la iglesia preciosa, el aire fresco y la experiencia muy grata.
El sol de invierno nunca fue nuestro amigo, ocultándose continuamente entre las nubes, saliendo tarde y poniéndose pronto; el de primavera, en cambio, mejora día tras día, pero en abril aún le queda por avanzar; aun así, exprimimos las horas que nos concedió como si de un limón se tratase. Después de re-correr este pueblo encantador nos fuimos a la habitación que alquilamos, en Cabaco. Tras cenar en el hotel (no había otro sitio para elegir tampoco) salimos casi a oscuras a dar un fresco paseo.
Aunque no hay nada excepcional que visitar, la quietud del pueblo, que parecía fantasma, nos sosegó. El puente de piedra sobre el riachuelo, las calles vacías e irregulares... Volvimos dando la vuelta por un camino de tierra sin apenas farolas, andando a ciegas, lo que lo hizo más emocionante (por suerte no nos dimos golpe alguno).
Al día siguiente nos levantamos con el sol y subimos a la peña de Francia. El primer ser viviente que nos encontramos fue una cabra montesa que no tuvo reparos en cruzarse en medio de la carretera. Cuando el animalito se fue dando brincos montaña arriba y nos dejó pasar seguimos hasta el monasterio. Las vistas son sobrecogedoras. Como anticipando la caminata que nos esperaba en las Batuecas, ascendimos por los granitos hasta una cruz y volvimos a bajar. En el suelo había cagarrutas de cabras, que no tardaron en aparecer en grupo, ocupando la carretera como la primera que vimos.
Fue en la Alberca cuando nos encontramos con más gente; y no poca, pues se animaba el pueblo con la luz y la apertura de tiendas y mercados. La famosa plaza estaba tal y como la dejé cuando vine con mi padre hace años: blanca y roja de geranios en los balcones. Entramos en la oscura iglesia, nos llevamos un panfleto que en teoría valía dos euros de donativo y fuimos a desayunar. Comimos acorde al día que nos esperaba: tortilla de patata y chorizo frito. Fuerte, pero muy rico. Así, con buen sabor de boca y las compras de la mano, volvimos al coche para ir al parque natural de las Batuecas.
Manso fondo,
desesperada fuente,
junto al cristalino torrente
anduvimos duras horas.
La umbrosa espesura apenas
de los incidentes rayos nos
protegía.
Incentivamos vista e imaginación
buscando pinturas rupestres que
no parecían.
Avanzábamos nosotros y
el día también, sin rastro
del final. Agotados,
la idea de desistir y
regresar siempre en mente,
hubimos de parar.
Cuantas más veces parábamos,
más tiempo lo hacíamos: no
nos imaginábamos qué era aquello.
Pero seguimos, decididos;
caímos una y
mil veces, mas
seguimos hacia adelante;
así fue
como llegamos al chorro.
Allí me sentí como un hombre primitivo, perdido (y no es metáfora, que varias veces perdimos de vista los hitos de piedras amontonadas por anteriores senderistas; de hecho, buscábamos el camino cuando una familia se juntó a nosotros, igual de desorientados). Un hombre que sólo cuenta con sus medios para sobrevivir, aislado del mundo, sin agua ni comida y con la amenaza constante del sol, tanto por sus hirientes rayos como por su ocaso. Pero con un destino. De hecho, lo que iban a ser dos horas de paseo se convirtieron en cinco de escalada. Penaban además sobre mí los precedentes de mi infancia: lluvia un día y granizo otro nos impidieron llegar siquiera a las pinturas rupestres, mucho más cercanas que el salto del agua. Por eso, tras tanto esfuerzo físico y psicológico, la necesidad de llegar al final o la prudencia de volver, cuando alcanzamos el final sentí un gozo indescriptible. Junto a la cascada nos sentamos, comimos las almendras garrapiñadas compradas en la Alberca, bebimos toda el agua fresca que pudimos y descansamos largamente.
A la vuelta nos detuvimos más a contemplar el paisaje y a tomar fotos, pues sabíamos dónde estaba el coche y cuánto tardaríamos en llegar. Aún nos hubo de sorprender otro grupo de cabras antes de llegar al camino más sencillo. Cuando por fin llegamos al coche, comimos el hornazo que también habíamos comprado en el pueblo y volvimos a Valladolid, poniendo fin a uno de tantos viajes maravillosos juntos.
Alba de Tormes.
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