Del alfar una noche oscura
salió un botijo
redondo,
perfecto,
nacido de la tierra misma que pisamos.
De agua limpia siempre lleno,
daba alegría verlo, beber de él,
tocarlo.
Mas un día,
entre sus torneados dibujos, apareció
una pequeña grieta.
¿Se ha dado un golpe?
¿Acaso está mal hecho?
No se sabe.
Aun así, la grieta era
pequeña, y no preocupó a sus dueños, que
siguieron refrescándose con él.
Pasaron los días y los meses y
la fisura se mantuvo igual, pero
de nuevo una día
inesperado
se resquebrajó la arcilla
por otro lado.
¿Qué pasa?
¿Qué?
La cerámica parecía
funcionar igual, sin
problemas. Pero algo pasaba.
Los dueños se
impacientaron cuando
la superficie se fisuró
más, con nuevas heridas cada vez más
frecuentes.
Esto no
puede ser, no.
Algo,
algo va mal.
Los dueños, serios, no
quisieron dejar de usarlo, no vieron el
peligro.
Ya era demasiado tarde, sí, cuando se dieron
cuenta.
Trataron de arreglarlo, le pusieron
parches y vendas,
lo dejaron siempre en el suelo, por que no
cayese.
Esto no,
no puede ser.
Hasta que llegó el trágico
día, la hora que
siempre estuvo ahí, pero
nunca quisieron plantearla, sólo
evitar pensarla.
Ese día, la luz de la mañana iluminó
el contorno del botijo
y estaba limpio, sin rastro de
pasadas heridas.
Mas su agua se había secado,
había volado,
y sus dueños ya
no
estaban.
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