Yo amé, amé mucho. (Qué desagradable hablar en pasado). Y por primera vez realmente fui amado. Y por primera vez la poesía invadió mi amor y fue su guía. Y agrandó sus placeres. El amor se acabó, murió desconsolado como se seca una flor encerrada en un arbusto; pero la poesía siguió latente y me acompañó por todos los capítulos que siguieron. Y gracias a ella volví a caminar después de caer tras tan violento golpe contra una fría, lisa, inabarcable, altísima pared. La poesía me dio fuerzas para continuar, me ayudó a pasar la tristeza de aquellos días. A veces miraba por la ventana y veía el aleteo de las verdes hojas recién nacidas e iluminadas por el sol; y, por un momento, olvidaba todas mis cuitas sin sentido (pues sabía que no tenía sentido sufrir, pero no sufría con la razón, sino con el corazón, que no atiende a razones). Y abría la ventana y sentía el calor de los rayos solares y la brisa de la Primavera. Y cerraba los ojos, respiraba hondo y entonces la sentía: sí, había esperanza. Y ahora veo que quedó algo muy bello de esos días, y no sólo el recuerdo. Quedaron mis palabras regadas con lágrimas. Mis días de inspiración se acabaron tras una conversación con ella. Dijo que sólo sufrió en el momento, y mientras yo seguía torturándome a mí mismo. Tras aquello, la indiferencia que antes era con el mundo y cuanto me rodeaba empezó a convertirse en indiferencia y tibieza con ella o con su imagen. Y la poesía siguió fluyendo por otros cursos, tras secarse por completo esa fuente de inspiración. Porque un poeta puede permitirse estar sin amor; pero jamás, jamás sin poesía.
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