Castilla se va a revelar y yo lideraré a los castellanos. Me llamo
Juan de Padilla y dirijo a los rebeldes toledanos. No voy a negar que tengo un
poco de miedo, pero os juro por mi honor que ganaremos esta batalla. Nuestro
rey es indigno de la corona de Castilla, no se merece estar donde está. Nuestra
reina es doña Juana de Castilla, y a ella juraremos lealtad y obediencia.
A lo lejos, veo lo poco que queda
de Medina, recientemente quemada. Únicamente muros calcinados. Y junto a mí,
Juan Bravo, mi valeroso compañero, picando espuelas se precipita hacia allí
diciendo:
–
¡Nunca
olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho! Disponed de cuanto tiene, cuanto
atesora, ya es vuestro. ¡Nunca olvidará Segovia lo que por ella habéis hecho!
Nuestra siguiente parada es
Tordesillas, donde la reina Juana está presa. El pueblo nos recibe con gran
contento, tocan campanas, cuelgan pendones bermejos. Por fin ha llegado el
momento que tanto habíamos esperado. Doña Juana nos recibe sorprendida, pues nada
sabía del levantamiento, y la apena que su reino se veía así abocado a la
guerra civil, pero cree que nuestras demandas son justas. Era un gran día,
nuestra reina nos había legitimado.
Mientras, su hijo Carlos, contra
quien combatimos, dio desde Alemania la orden de acabar con la revuelta y
ajusticiar a sus jefes. ¡A nosotros! Sería inocente pensar que eso nos
desanimaba; al contrario, nos daba más fuerzas. Cuando ese extranjero intente
volver a poner un pie en estos reinos para pedirle sus dineros ya será
demasiado tarde para él. Ni un maravedí saldrá de nuestras arcas.
Más tarde me entero de cosas
interesantes: Valladolid se une a la revuelta. Ya somos... Segovia, Zamora,
Ávila, León, Cuenca, Soria, Guadalajara, Toro, Alcalá, Valladolid, Madrid... No
podrán con nosotros.
Pronto sin embargo llegan malas
noticias. Los ejércitos fieles a Carlos han devastado la villa de Mora. Miles
de personas han muerto indefensas. Al enterarme, grito de rabia. Esto no puede continuar
así. En cuanto tenga oportunidad, pienso coger a uno de esos imperiales por el
cuello y hacerle sufrir lo más posible. Me voy a la cama, será lo mejor.
Prefiero no seguir pensando en esto, descansar...
Pero no puedo. Pesadillas
recorren mi mente: matanzas, quemas, la gran batalla... Pero al final
cumplíamos nuestro deber: acabar con todo. Doña Juana reinaba España, y todos
estábamos contentos... Después apareció una imagen que no se me olvidará en
toda mi vida: las cabezas de todos los líderes comuneros clavados en estacas,
la mía y las de mis compañeros, exhibidas como si fueran trofeos. Fuera del
pueblo donde estaban las picas, una mezcla de cadáveres, agonías y campos
devastados.
He despertado angustiado; el
miedo se acumula a lo largo de todo mi cuerpo, como si no se quisiese ir.
Oprimiendo mi pecho, haciéndome daño, desconectándome el cerebro... Por suerte
no duró mucho. En seguida me digo que es imposible. Respiro hondo y consigo
calmarme. Espero que no sea una premonición...
Me encuentro en Torrelobatón. Los
imperiales están a apenas una milla. Nobles de todas partes vienen a su
encuentro para unirse a ellos. No puedo esperar más, no podemos seguir así.
–
Atención,
comuneros y comuneras que aquí con tanto valor os habéis unido a tan noble
causa -empiezo yo-. No es cosa de esperar, debemos partir. Nuestro destino:
Toro comunera. Pronto nos enfrentaremos a las tropas imperiales. Debéis saber
que éste puede ser vuestro último día en este mundo, pero seguro que todos
aquellos que muráis en la próxima batalla iréis al cielo. Dios no se lo pensará
dos veces. San Pedro se enorgullecerá de abriros las puertas. Ahora partid.
Pensad en lo que os acabo de decir, y luchad hasta el último aliento, luchad
por nuestra patria, luchad por Castilla. Matad a todos los enemigos que podáis,
y no olvidéis nuestro lema.
–
¡QUE TODAS
LAS CRUCES BLANCAS ROJAS DE SANGRE SE VUELVAN! -clamó todo el pueblo en un solo
grito.
Después de lo cual continuamos la
marcha. Pero antes, me retiro a meditar, a pensar en todo lo sucedido. Al cabo
de un rato, cojo un pergamino y escribo estas palabras:
Mañana se va a luchar,
aunque quedemos un puño,
hasta el fin se combatirá.
Que nunca nos diga el pueblo
que nos echamos atrás,
si la suerte nos faltara
el valor no ha de faltar.
Al poco rato
nos encontramos bajando por las cárcavas del camino. Al no haber luna en el
cielo, no necesitamos ocultarnos; sin embargo, todo está oscuro, nos azota la
borrasca y avanzamos con esfuerzo, pero con decisión. Por un momento el pánico
vuelve a mí, al igual que en mi última pesadilla; mas no me dejo vencer. Éste
no es el momento, vamos a ganar. Y viene a mi mente el sueño de la victoria,
gracias al cual me siento mucho mejor, y continúo cabalgando por la explanada.
–
Padilla.
–
¿Sí, Juan?
–
La noticia
de que nos hemos ido se ha difundido en el ejército imperial. Más de dos mil
quinientos jinetes, y ocho mil infantes al menos. Nos siguen.
–
¿Sí, eh?
Gracias Juan.
–
No hay de
qué, camarada.
Estoy un rato corto pensando, un
minuto a lo sumo. Después proclamo:
–
¡Que
redoblen los tambores,
los tambores desplegad,
que no piensen los reales
que vamos huyendo ya!
Me gustaría acampar en Vega de
Valdetronco, pero mi vanguardia no oye las órdenes que les doy, así que debo
esperar a Villalar.
Al poco rato
aparece el pueblo. Por fin salimos de ese maldito lodazal. Llegamos hasta las
casas, e instalamos allí las piezas, que empiezan a disparar. Ya vienen los
imperiales, la batalla comienza ya. Todos nuestros hombres luchan con valentía,
pero parte de nuestras piezas de artillería ha quedado en el lodo, y son
demasiados... Al cabo, cogen a Maldonado y a sus hombres. Los siguientes son
los míos, junto con todos los demás. Qué día tan trágico, ¿quién lo hubiera
pensado?
Al
despertar, me doy cuenta de que estoy encerrado. ¡Encerrado! No puedo
aguantarlo más. A mi alrededor, luego de acostumbrarme a la oscuridad, no veo a
nadie, tan solo tinieblas. Intento avanzar hacia la puerta y, ¡oh, desdicha! estoy
encadenado a la pared. Me vuelvo y, siguiendo mis cadenas, llego al muro de
piedra. El techo es alto y únicamente entra una luz tenue por una ventana a la
que es imposible llegar. Siguiendo la gélida pared hasta donde mis ataduras me
lo permiten, compruebo que no hay forma de salir y que estoy, como imaginaba,
solo.
Durante el tiempo que estuve encerrado, tuve ocasión de
reflexionar... ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Qué había hecho mal, Dios? Recé.
Tenía la impresión de que Él estaba conmigo, y al mismo tiempo estaba distante.
Empecé a hablar conmigo mismo. A gritar, enfurecerme, intentar deshacerme de
mis cadenas... pero no pude. Pensé entonces en la suerte de mis compañeros, y en
la mía. Estaba claro que Carlos iba a cumplir con su palabra. Todo Villalar
contemplaría nuestras cabezas por mucho tiempo, a no ser que... A mi mente
llegó una esperanza. Es posible que tropas de otros lugares lleguen en nuestra
ayuda. Y con este pensamiento en la cabeza me quedé dormido.
Al poco me despierta un ruido de
puertas abriéndose y cerrándose. Al abrir los ojos contemplo que el sol ha
salido y mi prisión se ha iluminado de luz. La celda es cuadrada; la ventana,
de muy pequeñas dimensiones con un par de barrotes. Frente a mí se encuentra
una puerta cerrada, sin ningún resquicio en ella. El sonido que me despertó se
acerca, y al poco rato se oye el giro de una gran llave. ¿Serán amigos o
enemigos? Enemigos. Al ver al carcelero con una pequeña sonrisa en la boca
entiendo que mis esperanzas no eran más que eso, esperanzas. El hombre enjuto
cierra la puerta tras de sí y me pone unas esposas en las manos, tras lo cual
me desata las cadenas de mis pies. En cuanto tengo las piernas libres le doy
una patada en su entrepierna. Mientras el carcelero retrocede de dolor, yo
aprovecho el momento para quitarle las llaves del cinturón, quitarme las
esposas, abrir la puerta lo más rápido posible y salir de allí.
El pasillo está vacío. Entre las
sombras llego a una celda y la abro: mi amigo Juan Bravo corre a abrazarme al
verme. Tras liberarlo de sus grilletes corremos sin hacer ruido hasta la
siguiente celda, ocupada por Maldonado. Libres los tres, empezamos a buscar la
salida. El tiempo apremia, pues los guardas pronto han de sospechar por la
tardanza del carcelero quejumbroso. Seguimos hacia delante, pero no encontramos
nada. Sólo nos queda escondernos. Entramos en una celda cualquiera, que por
suerte ocupaba un seguidor comunero.
Al poco oímos pasos presurosos
que van y vienen, puertas que se abren y que se cierran. Están registrando las
celdas una a una. Pronto llegarán a la nuestra, así que intentamos escondernos
al lado de la puerta, para que no nos vean al abrirla. El preso nos da su
palabra de no decir palabra, al fin y al cabo está de nuestra parte. No sirvió
de nada. Cuando entran en la estancia, la examinan de punta a punta y pronto
nos descubren. Estamos perdidos. No hay escapatoria ya, así que no oponemos
resistencia.
Ahora puedo ver a los lugareños
de Villalar. Esperan amontonados en la plaza mayor, en silencio desde que
salimos por la puerta de la cárcel del pueblo. Nadie dice nada, todos tienen
miedo. Se oye lejos, muy lejos, un tambor de guerra que va marcando el ritmo de
nuestros apesadumbrados pasos. La mañana es fría y silenciosa; sólo se escucha
el sombrío tambor. Nos suben al patíbulo, donde nos espera el verdugo. Agarran
a mi fiel Juan Bravo de los pelos y lo arrodillan con violencia frente al
tronco. Cuando su mejilla toca la madera, un hombre en medio del público grita.
Al momento un soldado va hacia él, se lo lleva aparte y lo hace callar.
Mientras, el verdugo alza su
hacha y la deja caer con fuerza sobre el cuello de mi amigo. Su cabeza cae a
las tablas con un golpe seco. Debo contenerme para no gritar. Yo era el
siguiente. Antes de caer de rodillas alzo la voz:
-
¡Libertad
para Castilla!
Ni una lágrima rodó por mis
mejillas cuando me vi allí, derrotado y humillado frente a quienes ayer me
apoyaban y hoy me veían ajusticiado; ni cuando sentí el frío acero en mi cuello
para preparar el golpe. Entonces sólo podía pensar en una cosa: ¡LIBERTAD PARA
CASTILLA!
Muy amargamente lloró María
Pacheco, mujer de Juan Padilla, cuando llegaron noticias de la batalla de
Villalar a Toledo, de los pocos bastiones rebeldes que quedaban, donde ella
esperaba. Quiso vengar su muerte y la de tan valerosos guerreros, y resistir
cuanto fuera posible; mas pronto quedó claro que todo estaba perdido. Las
villas fieles a los comuneros empezaron a rendirse, y así lo hizo finalmente
Toledo. María murió años después exiliada en Portugal.
Y así acabó la
revuelta comunera, un movimiento que cambió la historia de España para siempre,
aunque de manera inversa a como sus cabecillas lo había planeado. El rey Carlos
siguió siendo rey y se coronó emperador, la reina Juana la Loca siguió
encerrada en Tordesillas hasta el fin de sus días, y los burgueses y campesinos
quedaron sin fuerzas para volver a poner en jaque seriamente a la monarquía.
Puedes ver este relato recitado en mi canal de Youtube: https://youtu.be/LV8ya_Dg92w
Castillo de Torrelobatón (Valladolid, España), bastión de los comuneros y actual Centro de Interpretación del Movimiento Comunero
Puedes ver este relato recitado en mi canal de Youtube: https://youtu.be/LV8ya_Dg92w
Castillo de Torrelobatón (Valladolid, España), bastión de los comuneros y actual Centro de Interpretación del Movimiento Comunero
Genial, emocionante
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