Después de la semana pasada, esta mañana me he dado más prisa y, cuando he cogido el coche, era pronto: no tenía que correr. El frío hacía temblar al Ford, y cuando salí a la carretera entreví con el vaho la figura lejana de los álamos del canal del Duero. Cuando todo era quietud, noté un fulgor en el retrovisor: el sol salía, imponente, de lo más recóndito de las tierras del este, y yo pude verlo emerger de entre los altos pinos de los montes, lento pero rápido al mismo tiempo. Todo era claridad en el cielo: a un lado, el arrogante sol impregnaba a su alrededor de amarillo áureo (el dorado que tantos pueblos ansiaron estaba allí); al otro, un azul casi blanquecino se confundía con el amarillo reflejado, y todo lo alumbrado desprendía largas sombras. Los únicos testigos de los colores nocturnos eran unas escasas y alargadas nubes grises (¿por qué son casi siempre horizontales? ¿Por qué nos gusta tanto mirar su pesado vuelo? ¿Tal vez encierran en su interior nuestros deseos más recónditos? ¿O son ellas las que nos hacen soñar con su libertad?)
La visión de este amanecer me recordó otros que recuerdo haber visto antes. Recuerdo el alborear que vi cuando iba a los scouts y la visión del sol elevándose e iluminando grandiosamente las montañas y bosques mientras lo observábamos mudos sobre una cima a la que subimos con sueño y frío, sacados de nuestros sacos. Esa visión me hizo olvidar todos los cansancios, los maltratos, la indiferencia, la incomprensión, las burlas, la soledad, la pesadez del tiempo encerrado en ese campamento. Pero también pensé en los amaneceres de verano en que, el día de Santa Mónica y fin de las fiestas del pueblo, subíamos al monte entre vapores de frío y alcohol, como en rito ancestral, para ver en lo alto el nuevo nacimiento de la estrella; al contrario que este día, el sol estival no tenía prisa, alumbrando calmo la infinita meseta castellana, haciendo brillar el agua de los aspersores y las tejas de los pueblos de alrededor.
Volvía a casa tras largo día; salimos un amigo y yo de clase por la tarde, tomamos algo y cogí la carretera a Renedo. Entonces me sorprendió la explosión de color del ocaso. El cielo parecía jugar conmigo: delante de mí era azul sucio, grisáceo; detrás, se presentaba de varios colores. En un retrovisor era entre azul y amarillo claro; en el otro, rojo, rosa, naranja, malva... y todo surcado de espolvoreadas nubes grises que tomaban en su panza el rosa. Llegué a temer sufrir un accidente, pues tan magnetizado me tenía la imagen que no podía dejar de mirar atrás.
En cuanto aparqué, a pesar del frío y mis tareas, salí aprisa del coche y desanduve lo conducido para poder disfrutar de este espectáculo que se me escapaba de entre los dedos. No hice ni la mitad del camino hacia el río cuando sólo quedó un naranja plano pero irregular, con una etérea franja de separación con el azul cada vez más próximo. Se oía el trino de algún pájaro y los ladridos de algún perro aprisionado en el jardín de algún chalé. Entre las nubes se confundían las estelas de aviones lejanos.
¡Parece tan grande la carretera a pie! Cuando llegué a la Esgueva, el constante rumor del agua se vio superado por el estruendo de un coche que la cruzaba. Bajo el puente, resonaban los tajamares. El tranquilo curso superaba apenas el ritmo de mi marcha pausada y, conforme lo seguía, mayor tranquilidad hallaba. Todo estaba a oscuras, apenas se notaba el límite del camino, pero el femenino río reflejaba el azul que se perdía en el negro. Con tan escasa luz todo era sutil. Ya aparecían las primeras estrellas cuando de la presión del azul sobre el amarillo poniente surgía un verde rodeado de naranja. Todo se llena de magia e incertidumbre cuando llega la noche. Asimismo, todo asemeja ser enorme cuando no se ve. Y tan pequeños nosotros... El ruido de los coches, que a lo lejos parecían estrellas fugaces, era apenas un lejano fondo.
La tranquilidad fluvial me invadió. Cuando la cámara de mi móvil no fue capaz de captar nada, lo solté para disfrutar completamente del paseo y, tras pelearme un rato con la flora del río cuyos ruidos me sugerían más extrañas ilusiones (pensaba que habría patos dormidos y les arrojé piedras para ver si había respuesta: no la hubo), me senté en un solitario banco a escuchar la naturaleza (con el fondo acústico del distanciado tráfico) y observar las estrellas que iban apareciendo gradualmente. La batalla previsiblemente perdida de la luz contra las tinieblas terminó y el frío aumentó; ésa fue la señal para regresar. Además, la salud no acompañaba: salir el viernes por Madrid sólo con camisa y camiseta interior no fue buena idea. A punto estuve de caer: tal era la oscuridad. ¡Qué largo y gélido fue el camino de vuelta! A no ser por la línea de focos de luz del pueblo, se diría que flotaba en negrura, sin distinciones entre tierra y cielo.
Atardecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario