Hoy quiero hablaros
de una isla lejana.
En medio de la mar océana se yergue
un paraíso terrenal, sobre
una gran columna basáltica asentado.
Su clima, al igual que sus gentes, es casi siempre agradable;
pero también, como sus paisajes, es enormemente variado.
Tanto la fría montaña como
el asfixiante desierto;
tanto el yermo campo como
la selva subtropical;
tanto el ventoso barlovento como
el calmo sotavento;
tanto el sol eterno como
las nieblas danzantes.
Todo cabe en este pequeño punto sobre el mar.
Mientras acarician su silueta
tenues dedos de nubes,
se debate en guerra perpetua contra
el viento y las olas,
sus roques y acantilados son los soldados.
Y en su centro se enseñorea
el gran volcán que, como centinela o
como gallina protectora,
vigila a sus pollitos, que son
las otras islas.
Esa gran mole, surgida de lo más
profundo de la tierra,
mucho más allá de donde la última forma de vida
puede existir,
ha fascinado siempre a todo hombre que sus ojos puso sobre él,
a propios y a ajenos;
los unos lo creían
la puerta del infierno;
los otros,
el pico más alto del mundo.
Todo lo vigila mientras,
el alisio se lo permite.
Aunque de superficie escasa, abunda la isla en
lugares mágicos y, muchas veces, ocultos.
Pinares, plataneras, playas de arenas negras, blancas, amarillas, de callaos...
y, por supuesto, parajes volcánicos, malpaíses,
coladas petrificadas por el viento y
cuevas de lava.
Rodeando al pico de nieve se abre
el gran circo, la gran
planicie rocosa, igual
que si se llegara a la superficie de Marte.
Los más variados bosques lo rodean, plagados
de vegetales únicos en el mundo.
Todo en este lugar mágico es
bello, curioso, exótico.
Dichoso aquél que pueda conocerlo, explorarlo y, más aún,
vivirlo.
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