Hace una semana que he vuelto tras seis meses repletos de
experiencias y cambios. He vuelto a mi ciudad, que se aparece más pequeña que
nunca ante mis ojos; a mi familia, a mi casa. He vuelto por segunda vez, y si
algo tengo claro es que la anterior no me marcó tanto como ésta. Y no me refiero
al jet lag o al choque cultural que he sufrido al encontrarme una Valladolid
gris, desarbolada, muy fría y muy pequeña, ni a la rutina en la que me he visto
enmarcado una vez más, recordando cada detalle de ella con sorpresa; ni tampoco
observando las cosas que han cambiado en mi ausencia.
He vuelto a
casa, sí, pero ¿puedo llamarla mía? En ella está la gente que quiero y muchas
cosas que son mías, he vivido en ella muchos años, pero ¿es más mi casa que la
que dejé llena de vasos vacíos, botellas tiradas, todo el desmadre de la
despedida de la noche anterior y algo de comida en la nevera antes de cerrar esa
puerta, seguramente para no volverla a abrir? ¿O que aquélla que hace dos años
me vio dar mis primeros pasos emancipados y aprender mil cosas; aquélla que dejé
igualmente tras otra puerta, oscura y solitaria, con mi juego de llaves en la cómoda
junto al telefonillo?
Salir de la escasa
rutina que tenía en mi vida mexicana (levantarme a las cinco y media de la madrugada
para ir a una clase que no me aportaba nada durante seis horas tres días a la
semana; estar tirado en la cama un rato antes de arreglarme y salir más de una
hora antes de la hora en que había quedado, andar siempre (o casi) hacia la
misma estación de metro, esperar sentado (si era posible) mientras distintos
vendedores ambulantes ofrecían a voz en grito sus mercancías…) Salir, como digo,
de esta escasa rutina ha hecho que mi recuerdo de ella se haga muy volátil.
¿Qué decir
de mi vida italiana? A veces me frustro tratando de recordar algunos detalles como
la dirección de mi antigua casa, imaginándome recorriendo de nuevo sus calles
intricadas, más como en un sueño laberíntico que en una realidad tangible.
Mi memoria a
veces salta por los aires como un espejo roto, y me supone gran esfuerzo
recoger una a una las esquirlas que flotan en el aire para volver a
recomponerlo. ¿Y si en mi cabeza han caído en el olvido momentos que para mí
fueron importantes? ¿Momentos en que fui y me sentí pleno, feliz? Progresivamente,
todas mis vidas pasadas se me antojan lejanas, incluso ajenas, imágenes que viven,
o más bien que mueren, en mi memoria, anquilosadas.
Tantos
cambios importantes en mi forma de ver las cosas me desapaciguan, y pensar que
otros tantos me esperan próximamente no me ayuda. ¿Cómo saber cómo era antes,
hace apenas medio año? ¿Cómo intentar recordar mi forma de ser y pensar antes
incluso, cuando nunca había salido de esta ciudad cada vez más pequeña, de
estas cuatro paredes que ahora se me antojan tan estrechas y tan cargadas de
cosas?
Hay algo al
menos que parece evidente, y es que los ritmos de vida de mi ciudad, de mis
conocidos, de mi familia; y los míos hace tiempo que se desacompasaron, y soy
yo el que late con pulso acelerado, como nunca antes había palpitado.
No es
agradable, no es reconfortante todo esto. Pero sí es apasionante, vivificante,
pues mi hoy no se basa únicamente en pensar en el pasado, sino en un futuro que
me espera cargado de posibilidades. Ahí fuera hay un mundo boyante, frenético,
con miles de secretos que pronto serán certezas, centenares de lugares que un
día viviré, decenas de desconocidos que se convertirán en compañeros, colegas, amigos.
Sé que todo
esto está ahí fuera, sin esperarme ni buscarme, pero yo voy a salir a por ello
con todas mis ganas. En toda mi vida había estado mejor preparado, más abierto
a lo que esté por venir.
En cuanto a ese
pasado que cada día parece mucho más pasado, conservo de él recuerdos vivos muy
valiosos como son mis amigos, con los que compartí esos momentos que a veces se
me escapan. Y por eso me encanta reencontrarme con todos los que puedo (incluso
cuando parecen más parte de mi pasado que de mi presente, como piezas de museo,
pues no es más que una apariencia que se difumina apenas vivo nuevas
experiencias con ellos) y recordar juntos días pasados además de vivir otros
nuevos.
Mis amigos
también cambian, y eso puede desorientar tanto como debo desorientarlos yo a
ellos, pero si un día surgió esa amistad y luego se mantuvo no fue simplemente
por coincidir en un momento y un lugar concretos en que fuimos felices, sino
porque nosotros contribuimos a que esto pasara, con esa chispa que salta cada
vez que volvemos a encontrarnos.
Así que, pensándolo
bien, aunque en ocasiones me vengan como ahora momentos de incertidumbre, de
insomnio, de inseguridad, sé que esta vida que estoy persiguiendo es la que yo
quiero, sé que soy feliz y estoy muy contento de poder aprovechar las posibilidades
que me vengan y de tener a mi lado mi familia y amigos para apoyarme.
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