Mano sobre mano,
dedo con dedo,
unimos tras el naufragio nuestros cuerpos
inertes.
Tus ojos marinos no sé qué miran,
no sé adónde, pero cuando
se cruzan con los míos
esbozan exánimes una sutil sonrisa.
Tu boca dista apenas unos centímetros
(años luz).
La opresión se vuelve caricia
cuando tus dedos rozan
mi cuello.
Hace tiempo que el reloj ha
caído, y su arena se extiende por el suelo.
En la calle suena estridente la bocina de los
bomberos. Pasan de largo.
No saben que el incendio está aquí arriba.
Tu pecho oscila como las olas:
ora calmo, ora tempestuoso.
En esta solitaria orilla
reina el silencio, profundo, denso.
Mi mano conoce muy bien el camino
de tus cuencas,
que enmarcan tu mirada cristalina.
En tus cabellos temblorosos hundo
mis dedos, que
buscan perderse y no volver.
Tú,
inanimada,
te dejas caer sobre mi cuerpo
de azogue,
y aportas al océano lo que paciente
cosecho:
cálidos meteoros alados.
El agua de la inundación nos empapa
todavía,
sube la marea
por más que traguemos sus
olas.
Tú y yo
somos él y ella;
pero juntos somos uno solo: nosotros.
Cuanto más nos conocemos, más soy tú
y más eres yo; tanto
que de tu boca sale poesía.
Al fin juntamos nuestros labios
y, mientras crece imparable el
agua que nos ahoga, con
cada beso cae,
pesada,
la noche estrellada sobre nosotros.
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