Fría visón es la que veo;
fría, pero me quema los ojos.
La luz entra blanca por la ventana,
sacando el brillo a un pelo blanco
y a los hierros de una silla.
Inútiles rutilan los orbes de las ruedas,
como inútiles se muestran el calendario y el reloj.
La televisión no es lo único apagado en la sala.
Vacía la clara mirada,
temblorosas las manos agarrotadas,
sujetan apenas una manta que la cubra.
Su arrugada piel oculta mal su calavera.
Ésa es la perentoria visión
de un corazón caduco al que hace tiempo
llegó el gélido invierno.
Una visión que se apaga, flaqueando,
como una vela que agota su cera.
Pero si todavía luce, si aún calienta.
Sí, mas lentamente se consume, imparable.
Y es a esa visión, que refleja una realidad terrible,
a la que me enfrento. Hasta ahora
viví como ella inconsciente; cada día más frágil,
más irascible,
más inmóvil (ya no anda),
más "qué tonta estoy", "estoy apañada", "¿eres Sergio?". Pero ya no aguanto más.
Una mano invisible me ahoga,
me oprime con violencia la laringe, la nuez,
las cuerdas vocales que quieren gritar y no saben.
Huyo en cuanto puedo, salto a la calle,
donde me azotan rostros negros y ruidosos coches.
Busco refugio en el Campo Grande,
pero no encuentro la soledad que necesito;
esa visión me acosa, rotunda.
Pero no.
No es posible.
O no es imposible.
No hay un solo banco apartado en este parque,
sombras lo recorren continuamente, frente a mí.
¿Por qué?
Pregunta mi subconsciente irracional.
¿Por qué?
Porque es muy mayor.
Porque está enferma.
Porque esto es así.
No hay nada que hacer.
Abuela, abuela,
¿eres tú?
"¿Quieres comer algo? Ya sabes que estás es tu casa. Y que te quiero mucho, hijo."
Yo también te quiero, abuela.
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