Como
saliendo de una pesadilla que me oprimía el pecho, me incorporé sobresaltado de
la cama con el sonido de la alarma. 8:32. Tras el susto, mis párpados se
volvieron de acero y mi cuerpo de plomo. Toda la fuerza de mi sueño me empujaba
de nuevo hacia la cama, pero mi cabeza estaba muy despierta. Me levanté, rápido
aunque con desgana, para apagar la alarma y seguir los ritos matutinos. Ducha,
desayuno, universidad. Pero cuando subí mi persiana, llevé otro sobresalto. Una
claridad blanquecina me cegó los ojos. Aturdido, pensé que me había levantado
tarde, que había sonado mal la alarma, que no era la hora que el reloj decía…
Cuando mis ojos se habituaron a la luz, miré hacia el este, y entre tejas
cubiertas por la escarcha vi las nubes arreboladas, que formaban un cuadro de
explosión solar: un nuevo día empieza hoy gracias a esa luz celestial que
precede al sol. La imagen de este amanecer rodeado de cielo blanco como la
nieve de montaña eliminó todas mis sensaciones anteriores y me llenó el pecho
de felicidad infinita, de vida. Se me hizo necesario correr los vidrios y
respirar el aire fresco (a pesar de mi reciente catarro) para sentir aún más
ese momento, para notar el frío en mis mejillas, en mis dedos, en mi garganta,
y juntar a todo ello mi aliento cálido, cálido como las imágenes que esta
visión traen a mis mientes. He sentido la naturaleza más fuerte en medio de esta sucesión mía de estudios encerrado en mi habitación y paseos de casa al coche y del coche al aula. Y me doy cuenta de que éste es el primer amanecer del año en que reparo. Debería hacerlo más veces. Es un día más, sólo hemos coincidido mi alarma y el
ciclo solar; pero contemplar ese oro y esa grana me han hecho sacar el portátil
a escribir, sin importar el tiempo que es, devolviéndome a la cama.
Ahora,
todo el esplendor de luz y vida se ha apagado, se ha esfumado como un fantasma,
se ha escondido entre los ladrillos de las casas de enfrente; igual que el agua
de mar huye de la arena donde acaba de dejar su beso de sal y espuma, e
igualmente volverá, en un ciclo repetitivo, mañana, como las olas del mar. Lo
que ahora me queda son estas líneas, esta luz fría que empieza a entrometerse
en todos los rincones de mi cuarto, y este cielo que se confunde con el
aluminio de mi ventana. Después de esto, entiendo mucho mejor a los pintores
impresionistas, los momentos se escapan y, cuando se han ido, ya no es igual,
ya es otro momento distinto. Después de esto, digo, valoro más la poesía de
cada momento, como también me enseñan Dionisio Ridruejo o Juan Ramón Jiménez en
sus letras. Mi intento de retener este cuadro se limita a estas palabras y estas fotografías. Éstas reflejan una realidad visible; aquéllas, otra sólo sensible.
Y me pongo a pensar. El cuerpo no es ajeno a la poesía. Sus sentidos son los labios que beben de la fuente, que es la vida; y el líquido que emana, la poesía. La vida de un poeta (si no por la calidad de lo escrito, por lo sincero de sus palabras) a veces se detiene en estos pequeños detalles...
De
repente, se oye otra persiana subir, como un mecanismo desengrasado, y una
puerta que se abre, seguida de unos pasos bajando la escalera y una puerta que
se cierra. Mi padre, con su despertar, me ha devuelto adonde estoy: es momento de
ir a la universidad. Tras este episodio voy más contento a mi último examen de
enero.
La música de Mahler me lleva de nuevo a esta imagen.
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