Entre
legaña y legaña viajaba de camino a la
universidad; más dormido que despierto, soñando a pesar de la creciente
distancia que me separaba de la cama. Mi coche era un
punto negro entre dos lenguas grises. La carretera era el reflejo del cielo,
con un gris claro y húmedo. Dejando a un lado a los árboles que se movían
perezosamente saludando al nuevo día, mis ruedas aplastaban los charcos de
leche sin piedad en una rotación vertiginosa que me impulsaba velozmente. El
cielo, todo nubes, parecía querer aplastarnos con su pesadez invernal,
presionando a la carretera, que trataba de escapar mimetizándose con su
oponente y serpenteando en su huida. La inmutable máquina escapaba de la
claridad creciente del este, buscando un refugio en la ciudad, que ante ella se
extendía. Sus faros alumbraban el agua del suelo y los puntos reflectantes de
los quitamiedos. En medio de esta atmósfera enrarecida se alzaron, imponentes,
los postes de luces, y aparecieron otros coches, cuyos focos se unían a los de
mi coche y los de las farolas para vencer la oscuridad, en esa indiferencia
urbana por la naturaleza. Había entrado en un mundo diferente, había pasado por
los verdes llanos, encajados entre montes lejanos y nubes, donde el ritmo
natural es constante, imperturbable, en continuo cambio; para internarme en el
reino del bullicio, el ruido, los horarios fijos, la luz… Había empezado un
nuevo día.
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