Todo iba sobre ruedas. Mi abuelo,
nacido en Casasola de Arión, Valladolid, viajaba por la carretera que unía
Pinito de… con Alcañices para dormir allí, como solía hacer.
En el primer pueblo, el cliente del
día le había hecho esperar mucho tiempo hasta que pudo verlo, y venderle unas
máquinas aventadoras. Por aquel entonces, mi abuelo se ganaba la vida vendiendo
maquinaria agrícola por toda España.
De
esto hace unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Alcañices es un pueblo que
hace frontera con Portugal, y que en aquella época, en palabras del
protagonista, era un pueblo importante pero bastante atrasado.
Hacía
mucho calor ese día de verano. El sol había caído ya, y la oscuridad era
absoluta, excepto por una reluciente luna llena que brillaba en el firmamento
acompañada de varias estrellas que poco a poco iban apareciendo.
No
había ni una sola nube.
El
coche de mi abuelo era entonces un Renault f4, con matrícula VA- 15…
No
había ningún problema. El día siguiente volvería a casa, donde lo esperaban su
esposa y sus hijos.
La
carretera era estrecha, muy empinada, y llena de baches, y al coche le costaba
lo indecible subir.
La
carretera iba a dar a la general que unía varios pueblos. Estaba asfaltada y
bien señalizada, todo un lujo.
Era
medianoche. Hacía calor, muchísimo calor. Varios árboles al fondo y por todas
las montañas cubrían el paisaje, y la maleza rodeaba la carretera.
Era
un viaje incómodo, la carretera era muy mala.
La
mala fortuna quiso que en uno de los numerosos baches, una rueda reventara.
Quedaban
alrededor de ciento cincuenta metros para llegar a la carretera general.
Un
abrumador silencio lo acompañaba. Cuando prestó atención, escuchó el sonido de
la naturaleza: los grillos, las lechuzas, los lobos…
Era
ésta una zona llena de lobos y jabalíes.
Mi
abuelo tenía miedo, mucho miedo.
Lo
primero que hizo fue maldecir su suerte. Estaba allí tirado, solo.
Cuando
se hubo calmado y puso en orden sus pensamientos, salió del coche con una
linterna, y vio en qué estado se encontraba la rueda trasera derecha.
No
podía irse de allí y abandonar el coche. Además, Alcañices estaba aún a unos
siete kilómetros.
Mientras
tanto, podía oír cómo los lobos cruzaban la carretera de un lado a otro,
algunas veces muy cerca de él. Tal vez demasiado cerca.
No
había luz suficiente como para verlos. Para no llamar la atención había apagado
las luces, pero él sabía que estaban
ahí, escondiéndose entre la maleza, rodeando su coche para cruzar la carretera,
e incluso observándolo, como queriendo entender qué hacía él allí.
Viendo
la situación, mi abuelo se metió de nuevo en el coche, con la intención de
pasar allí el resto de la noche. Reflexionó. En ese momento, no estaba muy
seguro de lo que iba a hacer. Pensó en su familia, en sus hijos, en su esposa.
En
esos momentos de soledad absoluta con uno mismo (sin contar con los lobos, que
seguían cruzando por la carretera), el tiempo transcurre demasiado lentamente.
Mi
abuelo intentó pensar en otra cosa. El ruido que hacían los lobos podría volverle
loco. Y él no quería eso, claro.
Pero
por mucho que lo intentase, no podía apartar de su mente ese pensamiento…, ese
presentimiento de que algo malo, macabro, se cernía sobre él.
Y
mientras tanto, los lobos seguían pasando a su lado.
Una
vez creyó ver varios ojos brillantes mirándolo. Luego, cerró los suyos; y al
volver a abrirlos, lo comprobó. Le observaban atenta y fijamente.
En
estas, mi abuelo oyó claramente el aullido de un lobo en las inmensidades de la
insondable oscuridad, como llamando a quién sabe qué, que le heló la sangre.
Al
final, se decidió a intentarlo. Salió del coche, y alumbró la rueda mientras trataba
de quitar las tuercas para cambiarla y poner la de repuesto.
Pero
por más que insistió, no lo consiguió.
Finalmente
desistió, y se metió de nuevo en el coche. Cerró las puertas, pensando que allí
dentro estaría seguro. Ningún lobo lo podría comer.
Y
así transcurrió alrededor de una hora, hora y media.
Mi
abuelo no solía fumar, no era lo suyo. Pero en este caso hizo una excepción, y
vació su tabaquera.
Cuando
se hubo acabado todos los cigarros, alumbró con la linterna la rueda.
Hacía
calor, mucho calor. Y mi abuelo podía sentirlos. Sí, estaban ahí, y tal vez con
hambre.
Y
entonces lo supo. Se acercaban. Podía
sentir su presencia, oír sus acompasadas respiraciones.
Lo
único que en ese momento se le ocurrió hacer fue hablar en voz alta. No se
había vuelto loco, no tenía que recordar o memorizar nada, no rezaba sus
oraciones.
Lo
que él hacía era imitar el sonido de varias voces, para engañar a los lobos, y
hacerles pensar que no estaba solo.
Al
principio, pareció que la idea funcionaba. Los lobos retrocedieron unos pasos.
Pero conforme iba pasando el tiempo, iban acercándose poco a poco, sin que sus
patas hicieran ruido.
Ya
casi estaban encima de él y del coche. Mi abuelo pasó de pensar lo más
rápidamente que podía, a dejar la mente en blanco en un segundo.
Uno
había empezado a olisquear el maletero, y otro había puesto las patas en la
puerta trasera.
En
ese mismo momento, se alejaron corriendo. Mi abuelo no se dio cuenta
inmediatamente; tenía los ojos cerrados, los puños apretados con los nudillos
blancos, y un sudor muy frío corría por su frente.
Cuando
recuperó el control sobre sí mismo y sobre su miedo, abrió los ojos, y miró
hacia la carretera.
Una
luz había aparecido al final del camino. En un principio, no supo distinguir lo
que era; pero, cuando discernió la figura de un coche que se acercaba
rápidamente hacia él, por poco grita de alegría.
El
conductor paró a su lado. Bajó del coche; y, cuando se hubo acercado a él, le
preguntó qué le había pasado.
Mi
abuelo le contó resumidamente su situación. Cuando terminó, su salvador se
presentó. Era el médico del pueblo, que, aun teniendo prisa, se ofrecía a ayudarlo.
Mi
abuelo cambió la rueda, iluminado por aquel buen hombre. Hecho esto, le
agradeció las molestias. Le debía la vida.
Se
despidieron, y tomaron caminos diferentes.
Ya
en la carretera general, la atmósfera cambió. La luna que antes tan poco
alumbraba, ahora era casi como el sol, y se podía ver perfectamente.
Mientras
el médico iba a Alcañices, mi abuelo fue hacia Zamora.
Allí
todas las luces estaban apagadas. No había ni un alma por las calles, y se lo
pensó mejor. Siguió hasta Casasola.
Aparcó
el coche y entró en su casa.
Cuando
lo vio mi abuela, le echó la bronca. Eran las tres de la mañana. Contó su
historia cuando pudo. Le costó que su esposa lo creyera.
Los
niños estaban cenados y en la cama. Mi abuela le propuso cenar, a lo que él le
contestó:
-
No ceno, ni como, ni bebo, ni hago
nada; demasiado que me he librado. Me meto en la camica, y a callar.
-
Pero cenarás algo.
-
Nada. He prometido que si llegaba a
casa ni comer, ni cenar, ni beber nada.
Y
lo hizo. Se fue a la cama, y no se despertó hasta la hora de la comida.
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