Todavía no comprendía bien lo que acababa de pasar. O más bien, no lo asimilaba; sabía perfectamente lo que había sucedido. Ella se había ido, y no la iba a volver a ver. Nunca.
El gélido viento le apuñalaba la cara. Seguía de pie, tal y como estuviera cuando supiera que ella se había ido. Seguía junto al banco de siempre, frente al silencioso río. Ya era tarde. No había nadie por aquel lugar, por aquel parque de tétricas formas. Sólo estaba él, solo. No sabía cuánto llevaba allí, ni tampoco quería saberlo. Había perdido la noción del tiempo mucho antes. "Adiós, cariño" fueron sus últimas palabras. No volvería a besarla, a tocarla, a abrazarla; no la tendría más entre sus brazos ni en sus piernas; no notaría de nuevo sus caricias ni su pelo entre sus manos; no oiría otra vez su bellísima voz; no sentiría el roce de su cálida piel. Todo había acabado tras ella. Y ahora, solo ante la inmensidad, no tenía de otra. Cogió la pistola que se hallaba en el suelo. La martilleó, y se acercó al cuerpo inerte de ella. Púsose el arma mortal en la sien, y, tras recordar todo aquello que pasaran juntos, disparó.
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