Un día como otro cualquiera me toca sentarme en el sentido contrario a
la marcha en la guagua. Lo que en principio podría ser algo fastidioso
se descubre pronto un privilegio. Desde mi posición controlo la vista de
toda la luna trasera, que como una pequeña pantalla de cine se me
presenta con los mismos lugares que siempre suelo ver hacia el otro
lado. Lo que puede ser una curiosidad e, incluso, un motivo de pasarme
de parada (como ya ha sucedido en alguna ocasión) se torna en cambio en
disfrute de la vista con el panorama que se cierne sobre todas las cosas
terrenales: el sol empieza a salir, perezoso, de su escondite entre las
costas de la vecina isla de Gran Canaria, se diría incluso que surge de
la misma ciudad de las Palmas, cuyo perfil se adivina perfectamente en
el horizonte marino, a pesar de la distancia que nos separa, con la
rocosa silueta de la Isleta a un extremo y los puntos de luz en el llano
inmediatamente contiguo. Un amanecer espléndido, con decenas de nubes
alargadas que intentan cubrir la llegada del astro, como si de paños
tapando una desnudez se trataran.
Salgo de la guagua y camino dando
la espalda por un momento a este cuadro, sólo para darme cuenta de que
la belleza sigue también en los otros ciento ochenta grados de la
esfera, pues la luna llena se niega a ocultarse, envuelta entre
pinceladas cerúleas y moradas.
Incluso cuando llego al trabajo y me
doy cuenta de que la oficina está cerrada y tengo que esperar a que
traigan la llave, otro hecho que otro día cualquiera hubiera sido una
molestia, hoy se vuelve una oportunidad de poder disfrutar con
tranquilidad ese amanecer del que huía en la guagua y que quería salvar
al menos por un instante con mi cámara. Ahora, en cambio, desde aquí
puedo otear con sosegado detenimiento. A mi izquierda, el sol toma
fuerzas en su imparable ascensión mientras que su par nocturna ha
desaparecido entre más nubes borrosas; al igual que el Teide, cuyo
perfil se esconde a lo lejos en el famoso mar de nubes, traídas por los
vientos alíseos que, de norte a sur, transportan a toda velocidad esas
gotitas de agua que se juntan en la inmensidad de la atmósfera para no
sentirse solas cuando llegue su hora de volver a caer sobre la faz de la
Tierra. Frente a mí aparecen las pequeñas montañas colonizadas por
doquier por pequeñas casitas de colores, rodeadas de verde por todas
partes, ya sea en el suelo o en los árboles entre los que se levantan,
en un paisaje singular donde la abundante naturaleza es dominada por la
mano del hombre, aprovechando cada recurso y cada centímetro que aporta
en esta pequeña isla llena de gente. ¡Cuán diferente del paisaje del
sur, a escasos kilómetros, tan árido y desértico y con las poblaciones
mucho más distantes entre sí! Y pensar que todo pico aquí fue en su
momento un cono volcánico... A mi vista sobresalen algunos de esos
árboles singulares que se alzan del conjunto como queriendo llamar mi
atención, como palmeras canarias, araucarias, laureles de indias,
flamboyanes o pinos canarios, todos ellos exóticos para mí.
Y observando tranquilo el horizonte
lejano me doy cuenta de que, tal vez, no siempre haga falta tener la
evidencia de un panorama hermoso para darse cuenta de que, por más
pequeños, medianos, incluso grandes incordios que nos sucedan en el día a
día que puedan hacernos irritar, siempre podemos encontrar algo bueno
que tengamos que nos reconforte y haga relativizar esos pequeños
sinsabores que, a la postre, son parte del día a día y hay que aprender a
vivir con ellos y no darles importancia. Porque la vida es bella y es
para vivirla felices.
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