Hoy ha llegado el día de despedir un hogar. La casa donde he vivido
prácticamente todos mis momentos junto a mis abuelos, reencuentros
familiares en Nochebuena y Navidad, el confinamiento con mi padre, el
primer hogar para mi pareja y para mí...
Echaré de menos el viejo sofá donde todos los días me sentaba con mi abuelo y mi padre,
la mesa de comedor llena de fotos de familiares,
las ventanas que no daban a la calle pero dejaban ver lindos atardeceres.
Echaré de menos las partidas de cartas después de comer,
así como las noches de fiesta en que volvía tan tarde, cuidando de no despertar a nadie
(sobre todo a mi abuela, que tenía el sueño muy ligero),
y las mañanas de resaca antes de ir a clase.
Belén y yo echaremos de menos tu luminosidad,
tu cocina, donde experimentamos tantas recetas,
tu balcón, donde salíamos a comer,
una casa, en fin, donde habitar juntos.
Puede que hasta echemos de menos tu kilométrico pasillo,
el frío en invierno y el calor en verano,
los vecinos,
las vueltas y vueltas para aparcar.
Hace
días que la casa no es más que la sombra de lo que fue, vacía, sin más
mobiliario que polvo y sin más compañía que el eco. Ya no quedan todos
los armarios con los enseres y pequeñas posesiones de mis abuelos. Ya no
hay sofá, ni cama, ni nada; pero aun así no puedo dejar de pensar en
todo lo que estas paredes han visto. Bajo sus altos techos quedarán los
recuerdos de tantos momentos de nuestras vidas, con sus venturas y
desventuras.
Pero ya es hora de decir adiós. Doy un último vistazo al
pasillo desnudo antes de cerrar la puerta tras de mí, y con ella una
etapa de mi vida.
Adiós, querido hogar
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