Este
sábado de finales de febrero lo hemos pasado disfrutando de la bella tarde en
un paseo. Después de recoger a Belén con mi coche, hemos llegado como hemos
podido hasta el margen del Canal de Castilla, y hemos acabado en un pueblo
buscando aparcamiento. Era la primera vez que iba por allí con coche, y no lo
conocía muy bien desde el punto de vista del conductor. Una vez bajamos del
coche, decidimos internarnos en esa población desconocida, sin nombre a su
entrada. Lo único que encontramos fueron casas y más casas, casi todas de nueva
construcción, a lo largo de la calle Arrabal, lo que nos hacía sospechar que
estábamos en la periferia; pero no fuimos capaces de encontrar el centro del
pueblo. Lo único que nos llamó la atención fue un pequeño parque al que había
que bajar, con un par de columpios y una fuente que llenaba un pequeño
estanque, donde para nuestra sorpresa nadaban varios peces de colores. Poca
gente se veía por las calles, y reinaba en las calles una calma y un silencio
sólo acompañados por el trino de los pájaros. Más adelante supimos por el
nombre de un bar que el tal pueblo era la Overuela.
Decidimos volver junto al canal, a cuyo margen anduvimos olvidando por unos momentos el tiempo, la ciudad, las obligaciones… para contemplar de primera mano aquella tarde en que el invierno agonizaba. Nuestro camino se veía continuamente interrumpido cuando nos deteníamos a contemplar, tocar, oler y recoger flores, plantas, ramas o piedras que tirar al agua, haciendo que boten yo, intentándolo ella. La lámina plana de agua, que parecía inmóvil, se movía perezosa en lentos círculos concéntricos, mansamente, tras engullir la piedra lanzada, que se perdía de vista tras ese cristal de apariencia plácida y misteriosa. La superficie reflejaba todo cuanto a ella se asomaba como un voluptuoso espejo, y se diría que su color natural no era el marrón de febrero sino el azul más puro del cénit del cielo.
Como decía, en ese entorno de ensueño, la naturaleza mostraba indicios visibles por doquier de la cercanía de la primavera. La temperatura era templada; el agua del Pisuerga, más allá de la carretera y a menor altura que nosotros, tomaba el color marrón propio de sus crecidas; los almendros (símbolo del amor juvenil en su exuberancia) abrían sus flores a las ávidas abejas, que extraían su oro con impaciencia, volando de una a otra, y dejaban un agradable olor a su alrededor; por todas partes, las plantas asomaban sus pequeños y cerrados brotes verdes, sus capullos, al tiempo que los pájaros cantaban felices sobrevolando nuestras cabezas. Los chopos nos cobijaban y sus ramas desnudas, que parecían garras retorcidas que acababan en uñas puntiagudas, se acercaban a nuestra conversación para no perder detalle; del otro lado, sus ramas se curvaban buscando el agua, de donde brotaban una especie de espigas de trigo acuáticas o flotaban ramas caídas. El viento hacía murmurar a los árboles de hoja perenne que, unido al crujir de ramas secas y tierra bajo nuestros pies y el canto de los pájaros, era el único sonido que nos acompañaba, exceptuando algunos otros paseantes que, como nosotros, querían recrearse con este mundo apartado y a la vez cercano. Más adelante se oía también el ruido monótono de la maquinaria de una industria de madera, en su continuo movimiento y serrado de árboles desvencijados, exánimes. Cuando llegamos junto a un molino, restaurado recientemente y cuya función actual desconozco, este ruido se sustituyó por el de las aguas, que pasaban de su reposo a un frenesí de algas y espuma lanzándose hacia un agujero que las devoraba y las perdía, ocultándolas bajo tierra. Un poco más adelante, una compuerta metálica impedía el paso del líquido en su obstrucción. Al otro lado, el nivel del agua, estancada entre roblones e hierro de fundición, era menor e igual a la que fluía al otro lado de otra compuerta cerrada. Terminaba el conjunto en un arco de piedra y otro menor de ladrillo, bajo el cual el agua desviada al molino volvía a su curso entre cañas, lavandas y espuma.
Bajamos y nos sentamos en el margen de los muros de este último arco para descansar con el rumor acuático de fondo. El sol que en principio nos cegaba con su luz incisiva fue cayendo en la bóveda celeste hasta ocultarse en los alcores del otro lado del canal, dejando como único testigo de su existencia una línea divisoria cada vez más lejana de las tierras y campos que iluminaba y los que dejaba en sombra. Conforme el astro perdía fuerza, ésta la ganaba el color de la luna, en el lado opuesto. Cuando el gris cada vez más oscuro fue dominando el cielo, la luna creciente, casi llena, iluminó con intensidad el camino, rielando en la pacífica superficie del agua. Esta luz se veía violentada por las farolas de la factoría, que a pesar de la apariencia almidonada de algodón de azúcar del humo de sus chimeneas, en incesante emisión, rompía radicalmente con el entorno, siendo la carretera secundaria una barrera entre dos mundos, sin diálogo entre sí.
Nuestro paseo continuó por la otra ribera del canal, y más adelante encontramos una serie de antiguas casas molineras, en línea con él. Estaban totalmente abandonadas, tapiadas, ruinosas, y heridas tanto por golpes y grafitis como por una vegetación descontrolada que se internaba en patios, llenos de escombros, vidrios rotos y objetos destruidos, como baldes o muebles, además de algunos vertederos y basura como botellas y envoltorios. Las casas, todas blancas, de tejas planas y un arco en su entrada, estaban dominadas por un elevado depósito de hormigón, y debieron construirse en tiempos de escasez, tal vez la posguerra, ya que utilizaban bóvedas de ladrillo en el techo, y sólo se veía el hormigón en su encuentro con el suelo. Movidos por una idea de descubrir lo desconocido, lo ignoto, lo oculto, nos internamos en sus patios traseros entre ramas y zarzas. Entre todo lo anterior vimos un conejo que al oírnos huyó entre los matorrales, solo entre la inmundicia. No fue el único que nos encontramos, aunque sólo pudimos verlos en su sorpresa inicial, resultando inútil buscarlos tras su estampida. Del suelo y la insignificancia recogimos una gruesa pizarra, donde ella grabó nuestras iniciales igual con una piedra igual que hace en un encerado con una tiza en clase (como profesora o como alumna). Cobró así la piedra una simbología que antes no tenía, y que yo no soy capaz de explicar. Seguimos nuestro recorrido y, en la última casa de la fila, encontramos los restos del que fue el más bello jardín de esas casas, con un almendro en flor, una palmera, rosales cuyos brotes asomaban tímidos esperando mejor tiempo… y una fuente de piedra, aún con agua. Por ello prometimos volver en primavera, para comprobar lo que había cambiado, lo que seguía en su sitio, los rosales en flor y buscar la piedra tallada.
El único rastro del sol era por entonces unas nubes rosadas al este y una claridad amarilla, luego blanca, al oeste; por lo que decidimos volver tras atravesar un puente metálico, verde, y hacerlo vibrar y ondular con nuestros saltos, ya que se sostenía en buena medida con cables metálicos tensos y su plataforma oscilaba ligeramente con nuestros movimientos. Se levantó algo un viento más frío y en el retorno nos entretuvimos menos; solamente paramos junto al arco de piedra y la esclusa un momento para escuchar la amorosa llamada de un pájaro mientras otra ave acuática y patosa volaba hacia el ocaso al tiempo que graznaba, tal vez volviendo a su hogar ante la llegada de las tinieblas. Finalmente el día se clausuró con pensamientos sobre la pizarra de las casas molineras (“un poblado de fantasía” según la cómica inscripción en el hormigón que tapaba la puerta de una de ellas), entre otros. ¿Qué somos? ¿Qué llegaremos a ser? Cuando volvamos en un par de meses, ¿seguirá la roca donde la dejamos? Y si es así, ¿qué haremos con ella? ¿Dejarla donde está? ¿Esconderla en algún lugar oculto que sólo nosotros conozcamos? ¿O tal vez tirarla al agua del canal? Así se fundiría con ella, hundiéndose en las misteriosas aguas que la ocultarían tras su cara falaz de reflejos engañosos, y la naturaleza sería la única que sabría de nuestro secreto, confesado por el ruido de agua, hojas y ramas secas que sólo nosotros podríamos comprender.
Decidimos volver junto al canal, a cuyo margen anduvimos olvidando por unos momentos el tiempo, la ciudad, las obligaciones… para contemplar de primera mano aquella tarde en que el invierno agonizaba. Nuestro camino se veía continuamente interrumpido cuando nos deteníamos a contemplar, tocar, oler y recoger flores, plantas, ramas o piedras que tirar al agua, haciendo que boten yo, intentándolo ella. La lámina plana de agua, que parecía inmóvil, se movía perezosa en lentos círculos concéntricos, mansamente, tras engullir la piedra lanzada, que se perdía de vista tras ese cristal de apariencia plácida y misteriosa. La superficie reflejaba todo cuanto a ella se asomaba como un voluptuoso espejo, y se diría que su color natural no era el marrón de febrero sino el azul más puro del cénit del cielo.
Como decía, en ese entorno de ensueño, la naturaleza mostraba indicios visibles por doquier de la cercanía de la primavera. La temperatura era templada; el agua del Pisuerga, más allá de la carretera y a menor altura que nosotros, tomaba el color marrón propio de sus crecidas; los almendros (símbolo del amor juvenil en su exuberancia) abrían sus flores a las ávidas abejas, que extraían su oro con impaciencia, volando de una a otra, y dejaban un agradable olor a su alrededor; por todas partes, las plantas asomaban sus pequeños y cerrados brotes verdes, sus capullos, al tiempo que los pájaros cantaban felices sobrevolando nuestras cabezas. Los chopos nos cobijaban y sus ramas desnudas, que parecían garras retorcidas que acababan en uñas puntiagudas, se acercaban a nuestra conversación para no perder detalle; del otro lado, sus ramas se curvaban buscando el agua, de donde brotaban una especie de espigas de trigo acuáticas o flotaban ramas caídas. El viento hacía murmurar a los árboles de hoja perenne que, unido al crujir de ramas secas y tierra bajo nuestros pies y el canto de los pájaros, era el único sonido que nos acompañaba, exceptuando algunos otros paseantes que, como nosotros, querían recrearse con este mundo apartado y a la vez cercano. Más adelante se oía también el ruido monótono de la maquinaria de una industria de madera, en su continuo movimiento y serrado de árboles desvencijados, exánimes. Cuando llegamos junto a un molino, restaurado recientemente y cuya función actual desconozco, este ruido se sustituyó por el de las aguas, que pasaban de su reposo a un frenesí de algas y espuma lanzándose hacia un agujero que las devoraba y las perdía, ocultándolas bajo tierra. Un poco más adelante, una compuerta metálica impedía el paso del líquido en su obstrucción. Al otro lado, el nivel del agua, estancada entre roblones e hierro de fundición, era menor e igual a la que fluía al otro lado de otra compuerta cerrada. Terminaba el conjunto en un arco de piedra y otro menor de ladrillo, bajo el cual el agua desviada al molino volvía a su curso entre cañas, lavandas y espuma.
Bajamos y nos sentamos en el margen de los muros de este último arco para descansar con el rumor acuático de fondo. El sol que en principio nos cegaba con su luz incisiva fue cayendo en la bóveda celeste hasta ocultarse en los alcores del otro lado del canal, dejando como único testigo de su existencia una línea divisoria cada vez más lejana de las tierras y campos que iluminaba y los que dejaba en sombra. Conforme el astro perdía fuerza, ésta la ganaba el color de la luna, en el lado opuesto. Cuando el gris cada vez más oscuro fue dominando el cielo, la luna creciente, casi llena, iluminó con intensidad el camino, rielando en la pacífica superficie del agua. Esta luz se veía violentada por las farolas de la factoría, que a pesar de la apariencia almidonada de algodón de azúcar del humo de sus chimeneas, en incesante emisión, rompía radicalmente con el entorno, siendo la carretera secundaria una barrera entre dos mundos, sin diálogo entre sí.
Nuestro paseo continuó por la otra ribera del canal, y más adelante encontramos una serie de antiguas casas molineras, en línea con él. Estaban totalmente abandonadas, tapiadas, ruinosas, y heridas tanto por golpes y grafitis como por una vegetación descontrolada que se internaba en patios, llenos de escombros, vidrios rotos y objetos destruidos, como baldes o muebles, además de algunos vertederos y basura como botellas y envoltorios. Las casas, todas blancas, de tejas planas y un arco en su entrada, estaban dominadas por un elevado depósito de hormigón, y debieron construirse en tiempos de escasez, tal vez la posguerra, ya que utilizaban bóvedas de ladrillo en el techo, y sólo se veía el hormigón en su encuentro con el suelo. Movidos por una idea de descubrir lo desconocido, lo ignoto, lo oculto, nos internamos en sus patios traseros entre ramas y zarzas. Entre todo lo anterior vimos un conejo que al oírnos huyó entre los matorrales, solo entre la inmundicia. No fue el único que nos encontramos, aunque sólo pudimos verlos en su sorpresa inicial, resultando inútil buscarlos tras su estampida. Del suelo y la insignificancia recogimos una gruesa pizarra, donde ella grabó nuestras iniciales igual con una piedra igual que hace en un encerado con una tiza en clase (como profesora o como alumna). Cobró así la piedra una simbología que antes no tenía, y que yo no soy capaz de explicar. Seguimos nuestro recorrido y, en la última casa de la fila, encontramos los restos del que fue el más bello jardín de esas casas, con un almendro en flor, una palmera, rosales cuyos brotes asomaban tímidos esperando mejor tiempo… y una fuente de piedra, aún con agua. Por ello prometimos volver en primavera, para comprobar lo que había cambiado, lo que seguía en su sitio, los rosales en flor y buscar la piedra tallada.
El único rastro del sol era por entonces unas nubes rosadas al este y una claridad amarilla, luego blanca, al oeste; por lo que decidimos volver tras atravesar un puente metálico, verde, y hacerlo vibrar y ondular con nuestros saltos, ya que se sostenía en buena medida con cables metálicos tensos y su plataforma oscilaba ligeramente con nuestros movimientos. Se levantó algo un viento más frío y en el retorno nos entretuvimos menos; solamente paramos junto al arco de piedra y la esclusa un momento para escuchar la amorosa llamada de un pájaro mientras otra ave acuática y patosa volaba hacia el ocaso al tiempo que graznaba, tal vez volviendo a su hogar ante la llegada de las tinieblas. Finalmente el día se clausuró con pensamientos sobre la pizarra de las casas molineras (“un poblado de fantasía” según la cómica inscripción en el hormigón que tapaba la puerta de una de ellas), entre otros. ¿Qué somos? ¿Qué llegaremos a ser? Cuando volvamos en un par de meses, ¿seguirá la roca donde la dejamos? Y si es así, ¿qué haremos con ella? ¿Dejarla donde está? ¿Esconderla en algún lugar oculto que sólo nosotros conozcamos? ¿O tal vez tirarla al agua del canal? Así se fundiría con ella, hundiéndose en las misteriosas aguas que la ocultarían tras su cara falaz de reflejos engañosos, y la naturaleza sería la única que sabría de nuestro secreto, confesado por el ruido de agua, hojas y ramas secas que sólo nosotros podríamos comprender.
Para terminar
estas palabras inspiradas por esta tarde invernal, añadiré otras menos poéticas
que también me sugieren los murmullos sosegados del lugar antes descrito. El
Canal es un producto del artificio del hombre, que supo dominar el agua para
sus fines más ambiciosos. La idea de construir un canal en Castilla surgió
durante la Ilustración, reinando Fernando VI, y consistía en unir la meseta y
su trigo con los puertos del norte como Santander para facilitar su
comercialización con el exterior, además de abastecimiento de otros productos.
El proyecto, impulsado por el marqués de la Ensenada y realizado por Antonio de
Ulloa, quedó incompleto tras un siglo de disputas territoriales, guerras y
falta de inversión; y fue rentable pocos años, a mediados del siglo XIX, hasta
la aparición de un nuevo ingenio: el ferrocarril, que realizaba la misma
función en menos tiempo y dinero. El canal fue así perdiendo importancia hasta
quedar completamente abandonado, cesando la navegación a finales del siglo
pasado, engullido por la naturaleza y el vandalismo. Aunque no llegó a
terminarse, se construyeron 207 kilómetros a través de las provincias de
Valladolid, Palencia y Burgos (internándose en ciudades y pueblos) que a día de
hoy sirve de riego a algunos campos, abastecimiento de agua y ocio, como paseo
en algunos tramos, además de un barco (bautizado con el nombre del ingeniero
que proyectó el canal) que navega con aspas de palas en Medina de Rioseco (como
La leyenda del Pisuerga de Valladolid). Las mercancías se transportaban en
barcas movidas por mulas a ambos lados del agua, por unos caminos de tierra que
aún se conservan en algunos tramos. Para salvar los desniveles, que en la
meseta son escasos pero al norte ascienden, siendo un total de unos 150 metros
de desnivel, se instaló un sistema de compuertas presurizadas. Eran dos, entre
las que la barca se metía, y, conforme necesitara subir o bajar de nivel, el
espacio entre ambas puertas se llenaba o se vaciaba de agua hasta quedar a la
misma altura que el tramo siguiente del canal, momento en que se abría la segunda
compuerta. Ahora, esta obra de la ingeniería hidráulica, que en otros países
europeos abunda y se conserva como ejemplo de la tecnología del pasado y que en
nuestro país es más escasa, está en boca de los políticos locales, siempre con
ideas vanas de revitalización. Mientras los edificios que acogían los talleres
de los barcos se hunden de miseria y abandono, lo que realmente se ve realizado
de cuanto estos señores dicen es escaso. Todo esto está unido al
desconocimiento de mucha gente de esta joya ingenieril, como mi compañera (algo
por cierto muy habitual y muy dañino en este país, eso de no valorar nuestro
patrimonio). Esta ignorancia de la relevancia de lo nuestro ha servido para
otros ignorantes codiciosos y sin escrúpulos para destruirlo, degradarlo,
olvidarlo, especulando de mil maneras. Por ello yo os invito a disfrutar de
esta importante obra, testigo de nuestro pasado, y a sentir la belleza de esta
vena de agua y el bosque de galería a su alrededor que recorre la llanura
castellana creando un importante espacio ecológico, natural y cultural. ¿Os
imagináis un negocio de barcas de remos en las que cualquiera pudiera montar
como en el lago de El Retiro de Madrid?
Por último
quisiera explicar a qué llamo naturaleza, en la que últimamente me he fijado
tanto y me ha servido de sana fuente de inspiración en mis textos. Viviendo
como vivo en una tierra cuyos habitantes hace muchos siglos que empezaron a
dominar los terrenos que los rodeaban (hace mucho que las ardillas no pueden
cruzar la península saltando de rama en rama), colonizando y cultivando la
tierra, sembrándola de caminos, carreteras, vías de tren, gaseoductos, líneas
de teléfono, postes de electricidad, talando bosques… Cuando hablo de
naturaleza, incluso en este tramo del canal cercado a un lado por una autovía y
a otro por una carretera secundaria y una industria maderera, no me refiero a
ningún paisaje, pues la mayoría (si no todos) de los paisajes de nuestro
alrededor son producto de la mano del hombre; sino a una fuerza sobrehumana,
difícil de explicar y de comprender, que todo lo mueve, misteriosa, ya se la
llame mágica, divina, matemática… Una fuerza poderosa, tangible, que influye
sobre nosotros; y que, hagamos lo que hagamos, estemos o no estemos, seguirá
actuando de manera exacta, sólo en apariencia arbitraria.
Casi todas las fotos en https://flic.kr/p/DPrqxt
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