Gandía 2016

Llano amarillo,
moteado de pequeños árboles,
montañas portuarias,
larguísimos brazos subterráneos de hormigón,
estación de bus, espera, cercanías, sentido
erróneo, carreras de maletas, espera,
vuelta, Atocha, carreras,
el tren alejándose en nuestras narices,
carreras, sudor a chorros,
escaleras mecánicas, sin posibilidad de cambio,
más Carreras, espera, cercanías, estación de bus, carreras,
bus a Gandía...
Tras una pequeña siesta reponedora,
la submeseta sur se revuelve a su llegada al mar;
ondulantes campos de cultivo,
bosques y pantanos...
oscuridad.

Los más pequeños árboles alargan sus sombras sobre los campos recién cosechados. El sol se despide, se acaba un día más. ¿Qué le importa a él, tan distante, lo que hagamos nosotros aquí en la Tierra, ni cuánto falta para que giremos hasta volver a verlo? Sobre el ocre, el amarillo, el verde y el azul cae un informe manto de oscuridad que lo ocupa y confunde todo. Para cuando queramos llegar y veamos el mar, no sabremos distinguir cielo y agua.

En medio del campo apenas se ven pueblos, y las primeras luces en combatir la oscuridad son las de los coches. Luego aparecen pequeños puntos de luz naranja agrupados; otro pueblo que dejamos por el camino.

Horas yendo de un lado a otro con las maletas acaban con un baño nocturno.
Ante nosotros solitario
el negro se extiende por
cielo y mar;
sólo las crestas de las ondas diferencian
el uno del otro.
Las estrellas tintineantes y envidiosas
se acercan cuanto pueden al agua.
El mar te enseña a levantarte cuando
has caído.
Lejanos navegan unos botes luminosos
que pronto se confunden
con los astros.
Entre el rumor del oleaje y
la brisa marina
caemos dormidos al fresco:
bienvenidos al Hotel de las
Mil y Una Estrellas.

El amanecer nos da
los buenos días.
El cielo es cerúleo,
el mar blanco,
cálidas olas besan mis pies
mientras sale perezoso el sol
un día más.
La bruma impide las perspectivas
largas.
Y la arena viene y
se vuelve a ir,
al antojo del mar.
Hasta el faro escalamos
por el malecón;
junto al mar rompían las
olas en puntiagudas
piedras: ahí bajamos.
El mar, incómodo con
nuestra presencia, nos
echó furioso contra
las rocas.
Fue divertido.

Gaviotas corriendo por la playa,
olor a salitre,
constante romper de las olas...

Llano verde, naranjos,
a veces roto por
altas palmeras,
pequeños pueblos
donde la torre de
la iglesia se ahoga
entre feos bloques.
Asciende al cielo una
irregular línea de montañas.
Un castillo árabe,
una nave industrial,
un centro comercial,
peajes...



Cuanto más conozco mi país, más me gusta. España es una nación rica en culturas, paisajes, recursos... En poco territorio tiene una gran diversidad que la enriquece; nación de naciones. Si viéramos así nuestro país, pocos querrían irse. Del oro del campo castellano al océano de Finisterre; de las limpias costas levantinas a las montañas del norte... Nos une una historia vibrante que todos deberíamos conocer.

Pero, como diría Rajoy, España es una gran nación porque tiene españoles.

Valencia
es la tierra de las flores
de la luz
y del amor.
Efectivamente,
coloridas flores llenan los
balcones,

y la luz llena las calles.
Siempre emociona ver
ondear banderas de antiguos
reinos en edificios históricos,
como si siempre hubiera
estado allí, ondulante.
Un bonito paseo para romper
con la rutina playera.


Suena atronadora la música.
Llamas, humo, cintas
volando, fuegos artificiales,
bajos vibrantes.
Las luces de neón se pierden
entre las estrellas y el
amanecer: sale el sol
en Cullera tras toda una
noche de fiesta.

El mejor al que he ido.

Los días vienen y
se van como las olas del mar;
pero siempre queda
la sal de los recuerdos.
Miro atrás y no parece
que haya pasado tanto en
tan poco tiempo;
pero ya hay que despedirse.

Adeu, Valencia;
hasta pronto.

Valencia - Alfredo Kraus
(Sí, después de tanto reggaetón y tanto house y techno y algo de indie esta semana, pongo esta canción.)

Meduseando

¿Qué pasó en Valencia?
Nos lo cuenta Piti el cámara.





 
























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